Ultimos días de Felipe Varela

Coronel Felipe Varela (1819-1870)

El 7 de abril de 1869, Félix Frías le escribe a Mariano Varela, canciller de Sarmiento, informándole que Felipe Varela “se le acaba de presentar” en Santiago de Chile.  Frías está a cargo de la legación argentina, pues ha reemplazado a Sarratea, y según reza su carta, Varela le ha sostenido que él no ha hostilizado al Gobierno de Sarmiento, que quería vivir tranquilo en su país, y servir al gobierno.  Frías agrega que Rodríguez, secretario del caudillo, le ha insistido en lo mismo.  En la conversación, Varela le habría recordado –siempre de acuerdo a la versión de Frías- que él también había servido con Lavalle contra Rosas.

Sin embargo Frías, hábil distorsionador de verdades, no deja de señalar que la llegada de Varela a Santiago “no ha sido espontánea”.  El ministro chileno Amunátegui, sabiendo que Varela preparaba algo en Copiapó lo ha hecho bajar a Valparaíso, y de allí a Santiago.  También Juan Saá, que se encontraba en Rancagua, ha debido trasladarse, obligado por un gobierno que ya no está al servicio de los “rotos”, sino de Gran Bretaña.

Frías sabe perfectamente, al igual que Sarmiento, que Varela está preparando una nueva invasión.  El 15 de abril de 1869, el Gobernador de La Rioja le escribirá al Gral. Navarro: “…existe la amenaza de que Varela invada la frontera del Oeste”, advirtiéndole que la noticia la ha recibido del cónsul argentino en Copiapó.

Como Frías está al tanto del nuevo plan de invasión que se prepara, hace saber al canciller, que cumpliendo sus instrucciones, está acelerando las gestiones tendientes a firmar un Tratado de extradición con Chile que permita llevar al montonero a las cárceles o conducirlo seguramente a la muerte porteñista.

El 9 de junio el diligente Frías, que hace méritos, vuelve a escribirle al ministro haciéndole saber esta vez, que continúa ocupándose del Tratado, el cual se va convirtiendo en una cuestión de capitalísima importancia para el régimen de Buenos Aires.

Al poco tiempo, Frías, en “plena negociación” requiere del gobierno argentino, que no se apresure a juzgar la actitud del gobierno de Chile, aparentemente favorable a la invasión de Varela.  El 1º de noviembre del mismo año, Frías manifiesta que existe peligro de que Varela se apropie del ganado de la cordillera.  Pero, “como está enfermo”, le “resultará difícil hacerlo”.  Informa también que Taboada, “ha llamado a Varela”, pero agrega que éste no irá.

El 28 de diciembre, Frías confidencialmente notifica a Buenos Aires que ha recibido noticias del cónsul argentino de Copiapó –que vigila atentamente al montonero- de que éste se ha escrito con “un amigo de negocios no de opinión”.  La correspondencia de Varela es interceptada por manos sarmientinas, y todos sus movimientos cuidadosamente observados.

Una semana después, la República de Chile y la Argentina de Sarmiento, suscriben el Tratado de Extradición.  En esa fecha, Frías vuelve a escribirle al ministro Varela y le dice: “Por lo que hace a los refugiados argentinos entiendo que no irán a perturbar la paz de las provincias de Cuyo.  Ya vio usted la carta del urquizano Varela.  El y sus compañeros comprenden que el tratado de extradición les está destinado, y que no podrán usar como antes del asilo, si vuelven a la pasada vida del vandalismo”.  El tratado de extradición fue preparado al solo efecto de lograr la de Varela y sus hombres.  Abyecto origen de una “institución” jurídica, que prueba terminantemente el peligro que el gran caudillo del interior significaba –aun enfermo y en retirada- para la oligarquía porteño-provinciana.

El 16 de mayo de 1870, Frías le avisa al canciller: “El principal de estos malvados, Varela, está gravemente enfermo, y de él nada hay ya que temer”.  En la misma carta, Frías informa, sorprendido, que el Tratado de extradición no puede ser aplicado a Juan Saá, porque “el mismo no rige en caso de tratarse de delitos políticos”.  La maniobra “jurídico-represiva” había fracasado.  Los montoneros no son delincuentes, como pretenden los juristas del régimen.

A los pocos días, Frías, que ha recibido nuevos informes del cónsul argentino en Copiapó Belisario López, hace saber a la cancillería que Felipe Varela está grave.  “En el último período de tisis”, según ha aclarado el propio médico de Varela.  Frías anticipa que Varela vivirá pocos meses y para tranquilizar su conciencia servil y la de los sarmientistas de Buenos Aires, agrega que “Felipe Varela pidió limosna y está arrepentido”.

El 12 de junio de 1870, Frías escribe: “En carta del 5 de este mes, de Copiapó; anuncia nuestro Cónsul el S. Dn. Belisario López, la muerte de Felipe Varela, ocurrida el día anterior en Nantoco, lugar distante a cuatro leguas de esa ciudad”.  Frías acota en su carta que el caudillo “muere en la miseria”, “legando a su familia que vive en Guandacol, La Rioja, sólo sus fatales antecedentes”.

Pobre muere, efectivamente, el montonero, en esa fría mañana andina del 4 de junio de 1870.

El 20 de mayo de 1869, Varela había escrito a su esposa “…Javierito –su hijo- se ocupe de algo, que no ande de balde, que se ocupe de sembrar trigo, todo lo que pueda; al año irá (a Catamarca) a un colegio para que se forme hombre; mis circunstancias no me han permitido hasta hoy (…)”.  Su hijo se haría hombre, en un país detenido en su crecimiento nacional por la penetración imperialista.  Poco antes del encumbramiento definitivo como clase directora antinacional, dueña ahora del poder económico, militar y político la oligarquía se vería obligada a luchar contra los últimos focos del federalismo.

En la misma carta en que Frías avisaba de la muerte del jefe montonero, el encargado de la Legación, advertía que López Jordán había escrito a los exiliados en Chile, pidiéndoles apoyo para su pronunciamiento.

El litoral mesopotámico se rebelaba.  Urquiza ya no contaría como freno de la revolución.  Pero era tarde.  El interior provinciano estaba agotado, había dado el máximo de sí, y no podría contribuir al plan revolucionario.  La postrer tentativa de López Jordán apuntaba a un fracaso seguro.

Cuatro días después de la muerte de Felipe Varela, el 8 de junio de 1870, el cuerpo del montonero era sepultado en el cementerio de Tierra Amarilla, aldea del departamento d Copiapó actual provincia de Atacama, Chile, a orillas del río Copiapó.

Esa aldehuela de menos de mil habitantes, que vivía magramente de la explotación minera, contempló en medio de melancólico silencio, cómo los últimos montoneros del noroeste argentino, hermanos del sufrimiento y de raza, despedían a su última morada, fuera de la patria a la que tanto amara, y por la que tanto luchara con sus hombres, al último gran caudillo argentino del interior provinciano.  La modesta sepultura había sido costeada por los humildes moradores del lugar.  Y este último homenaje del pueblo simbolizaba el fin de la Patria Grande y de la Unión Americana.

“Varela, Saá, Solano López, son las fuerzas íntimas del alma vieja de la América”, había dicho Sarmiento con justeza, aunque contraponiéndolas, despreciativamente, a las “potencias” de la civilización colonialista.

Solano López yacía muerto con su patria, en suelo guaraní, luego de haberse batido heroicamente.  Mariano Melgarejo, quebrado por la diplomacia brasileña, sería derrotado y derribado en ese mismo año.  Bolivia perdería al poco tiempo sus riquezas mineras y su salida al mar.  El Perú y Chile no tardarían en enfrentarse en la Guerra del Pacífico, víctimas de las maniobras europeas.  México, empobrecido y desgastado, sería convertido en un apéndice de EE.UU.  El Uruguay sería la Suiza colonial americana.  El Brasil quedaría sumido en una pavorosa crisis financiera, de la cual se recuperaría recién hacia la mitad del siglo siguiente.  La Argentina, “hablaría inglés” por muchos años, para desgracia de nuestro destino histórico.  La América Hispánica, balcanizada, desmembrada por Europa, EE.UU. y sus oligarquías vasallas estaba ahora atada al más sangriento sistema colonizador que haya jamás conocido la historia de la humanidad.

La Unión Americana desaparecía, para ser reemplazada, en el siglo que advenía, por una mentida “Unión Panamericana”, u “Organización de Estados Americanos”, directamente al servicio del imperialismo yanqui.

Cuando los restos de Varela se unían para siempre con su Tierra americana, el Ferrocarril Central Argentino, para satisfacción de los accionistas británicos, ligaba Rosario con Córdoba, postergando por más de un siglo el desarrollo industrial del interior provinciano.

El mismo día en que la locomotora del primer tren llegaba a Córdoba, y que el Arzobispo de esa ciudad, bendecía a través del telégrafo –instalado por los británicos- a toda la Nación, la Unión Americana se desvanecían entre los grandes lutos de la historia inconclusa de América.

“La Nación” de los Mitre, en su Nº 129, del 12 de junio de 1870, informaba: “San Juan – Muerte de Felipe Varela (…)  Según colega que estos meses han muerto López, Urquiza y Varela”.  Pero en la palabra “celebridad” –escapada a la sagacidad del periodista- se decía una trágica verdad.

El gran silencio alrededor de los verdaderos héroes nacionales descendía sobre los Valles, desde la Cordillera hasta los Llanos, amortajando junto con los ponchos punzó al viento de los últimos montoneros exterminados por el “progreso”, la memoria de los grandes caudillos americanos.

Felipe Varela, sin embargo, no había muerto para su pueblo.  Como Güemes, Bustos, Dorrego, Rosas, Ibarra, Quiroga, Aldao, El Chacho, López, y todos los jefes federales, viviría en el recuerdo revolucionario de sus masas nacionales.

De un pueblo que hoy, como siempre, le rinde justicia histórica, y los eleva a la categoría de símbolos de la emancipación nacional y latinoamericana.

Fuente

Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado.

Peña, R. O. y Duhalde. E. – Felipe Varela – Schapire editor – Buenos Aires (1975).

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