Estados Unidos y la Confederación

A mediados del siglo XIX el desinterés de Washington por el Plata se llamaba México.  Anexada Texas, la tensión fue subiendo convenientemente de grado, hasta que los Estados Unidos pudieron tener a mano un motivo de provocación prefabricado, gracias al cual declararon la guerra a su vecino el 11 de mayo e 1846.  Texas había sido apenas la antesala, el vestíbulo de las verdaderas ambiciones de la Unión.  Dos años de contiendas bastaron para derrotar al desvencijado México de Santa Anna.  El 2 de febrero de 1848, por el tratado Guadalupe-Hidalgo, la mayor nación de habla española del continente, y en muchos sentidos el orgullo de Hispanoamérica, se avino a renunciar a la mitad de su territorio en beneficio de los Estados Unidos, que de ese modo alcanzaron dimensiones continentales, con un vasto litoral sobre el Pacífico.  Y menos mal que se conformaron con la mitad de México, pues no faltaron los entusiastas que pidieron a gritos la anexión total, lisa y llana, de la república azteca.

En buena parte, la acción de los Estados Unidos se vio facilitada por el conflicto en el Río de la Plata (Guerra del Paraná).  Dice John F. Cady: “El empleo de poderosas fuerzas navales británicas en el curso superior del Paraná fue un verdadero don del cielo para los Estados Unidos durante los años 1845-46, cuando parecía inevitable la guerra con Inglaterra por el dominio de Oregón y aun de California”.  Y agrega que la Unión permitió adrede el libre desarrollo de las circunstancias en el Plata, para quitar a Gran Bretaña la oportunidad de hablar de los derechos de las naciones débiles y salir en defensa de México.  Así andaba, por el suelo, la Magna Doctrina Continental.

Alvear da el alerta

La demoledora paz impuesta a México –sin precedentes mi similares en la historia de América- no apaciguó el pantagruélico apetito de la gran democracia del norte.  Años después, con la excusa de tener un ferrocarril, se sirvieron otra rodaja mexicana gracias a la llamada Compra Gadsden, y mientras ese momento llegaba, la sabrosa isla de Cuba atrajo la atención de los Estados Unidos.  Con la excusa de que podía escapar de las débiles manos de España y caer en las más robustas de Francia o Inglaterra, la Unión se convenció de que estaría mejor en las suyas.  Cuba era un magnífico campo para sembrados de algodón en la que se veía un futuro Estado esclavista.  El presidente Polk, después del “anschluss” de medio México, ofreció a España comprarla en moneda contante y sonante y años después la oferta fue resucitada por el presidente Franklin Pierce, pero en ambas ocasiones España se negó desdeñosamente al cambalache.  Y si los Estados Unidos no se apoderaron por la fuerza de Cuba, fue por una intensa resistencia interna de los Estados no esclavistas del norte, y sobre todo por la firme oposición inglesa.

El representante argentino en Washington, general Alvear, asistió a la indiferencia norteamericana por el conflicto que se desarrollaba en el Plata; siguió desde primera fila el encogimiento de la doctrina Monroe según versión de Polk, y fue testigo de la guerra de México, la explosión expansionista de los Estados Unidos y el lanzamiento de sus ambiciones hacia Cuba, las Antillas, Centroamérica.  ¿Tiene algo de raro, entonces, que sacara conclusiones de lo que estaba viendo?  No es raro que el ex admirador de los Estados Unidos se sublevara ante la tremenda y peligrosa dicotomía que bullía en las entrañas de esa república, liberal pero esclavista, respetuosa por la ley y el derecho hacia adentro y fríamente arrasadora de los derechos ajenos hacia fuera.  Por ese camino llegó a aborrecer a la Unión, insistiendo ante el ministro Arana con solicitudes de relevo y cambio de destino, al tiempo que a través de sus informes alertara a su patria y a toda Hispanoamérica que el mayor peligro que la acechaba no venía de Europa sino de los Estados Unidos.  Lo que hiciera con México lo volvería a hacer, una y mil veces, con todos los países americanos, siempre que la debilidad de éstos y el desinterés de Europa les permitiera obrar impunemente.

Los deseos de Alvear no fueron atendidos por Juan Manuel de Rosas.  No era fácil encontrar reemplazante para el vencedor de Ituzaingó, y el Restaurador tenía interés en mantener en Washington a una persona experimentada.  Pese a la magra cosecha diplomática recogida en los Estados Unidos y a su desinterés por los conflictos sudamericanos, Rosas simpatizaba más con la pujanza de la república del norte y su sistema de autonomías locales dentro de un régimen federal, que con los sistemas europeos.  Recuérdese que el Restaurador alentaba, si bien en forma inorgánica, la idea de una unión continental.  Por eso mantuvo la representación en Washington –y en ella a Alvear- pese a lo costoso de la misma para el flaco presupuesto argentino, y a ciertas salidas de tono de los Estados Unidos.

En 1846, durante la guerra de México, fue relevado el encargado de negocios en Buenos Aires William Brent y reemplazado por William Harris.  Las instrucciones del secretario de Estado Buchanan eran precisas: el gobierno de los Estados Unidos comprendía la justicia de la causa argentina, lo inicuo de la acción anglofrancesa, y no escapaba a su entendimiento que la dos potencias europeas estaban violando la declaración de Monroe, pero vistas las circunstancias, la Unión lamentaba no poder auxiliar al gobierno de Buenos Aires ni intervenir en forma alguna en el diferendo.  Más aún, Harris debía abstenerse de proponer mediaciones o arbitrajes de ningún tipo.  Naturalmente, lo que no decían las instrucciones era que los Estados Unidos anhelaban llegar a un acuerdo con Inglaterra sobre Oregón y en consecuencia debía evitarse roces con Gran Bretaña en el Plata.

William Harris se desanimó bastante cuando comprendió que los Estados Unidos no pesaban en absoluto por estas regiones.  Consideró un grave error de su gobierno tan marcada indiferencia, e insistió en que Washington tomara las cosas un poco más en serio, buscando un acercamiento con Buenos Aires o por lo menos mandando un buque de guerra al Río de la Plata (las unidades antaño destacadas habían sido retiradas para ir a pelear con la inexistente flota mexicana).  No sólo no le llevaron el apunte, sino que procedieron a la inversa, exhumando un viejo conflicto que actuaba como espina irritativa entre ambas naciones.  John M. Clayton, secretario de Estado del presidente Zachary Taylor, envió instrucciones a Harris de pedir indemnización al gobierno de Buenos Aires por el apresamiento de pesqueros norteamericanos, veinte años atrás, por el gobernador argentino en las Malvinas.  De modo que Washington, amistosamente, resucitaba el tema malvinero volviéndolo por la pasiva.  De ofensores pasaban a ofendidos.  Pero daba la casualidad que obrando así, Clayton reconocía una soberanía previa de la Argentina sobre las islas, es decir que pisaba el poncho de la vieja tesis norteamericana de unas Malvinas sin dueño, y abría un ancho campo a las reclamaciones argentinas.  Tan pesada fue la “gaffe” que, tan pronto como volvió al Departamento de Estado, Daniel Webster a remolque del presidente Millar Filmore, retiró la reclamación, echó tierra al asunto y relevó a Harris.

Urquiza mediador

Para entonces la Confederación Argentina había triunfado sobre la intervención anglofrancesa, pero a Rosas le quedaba poco tiempo en el poder.  Eso pareció comprender John Pendleton, nuevo encargado de negocios de los Estados Unidos, que sin llegar a los extremos de algunos de sus colegas, entró en manejos con los enemigos del Restaurador.  Tal vez a la larga hubiera terminado chocando con don Juan Manuel, pero antes llegó Caseros.  Y hecho a destacar: uno de los primeros lugares asaltados por la turba porteña fue precisamente la legación de los Estados Unidos.  De inmediato Pendleton ordenó desembarcar a los infantes de marina de los buques de la Unión surtos en el puerto, e incluso hubo unos cuantos tiros.

Luis José de la Peña, ministro de Relaciones Exteriores de Urquiza, al tomar la cartera llegó a una conclusión coincidente con la de Manuel José García antaño: la representación de los Estados Unidos era demasiado onerosa y poco efectiva, por lo cual mejor era suprimirla cancelando la misión del general Alvear.  El anciano diplomático no quería otra cosa, pero Urquiza cambió de idea, decidió mantener representante y ratificó a Alvear en el cargo.  Era demasiado para éste, que ya tenía bastante en los Estados Unidos y quería sacudirse el polvo de los zapatos.  Volvió a insistir airadamente en que se le cambiara de destino, y alegando razones de salud solicitó la representación en Francia.  Finalmente Urquiza accedió al pedido y ordenó el traslado de Alvear a París.  Demasiado tarde, Alvear falleció el 2 de noviembre de 1852 en los Estados Unidos.

Urquiza siguió una política de acercamiento con la Unión, logrando que finalmente se firmaran dos acuerdos entre ambas naciones: uno de libre navegación de los ríos Paraná y Uruguay, y otro de comercio, que otorgaba el trato de nación más favorecida a los Estados Unidos.  Aparentemente el presidente Franklin Pierce y su secretario de Estado Marty, estaban dispuestos a iniciar una política más atenta hacia el Plata, pero las cosas no fueron más lejos.  Los acuerdos suscriptos obedecían a los intereses comerciales que, pese a todo, habían crecido con los años, y por otra parte el gobierno de Washington se veía cada vez más agobiado por los graves problemas internos que aceleradamente lo llevaban a la guerra civil.

Durante la presidencia de Urquiza estalló un serio conflicto entre la Unión y Paraguay.  Esta nación había obtenido del nuevo gobierno de la Confederación Argentina el reconocimiento de su independencia, y sabido es que se había declarado libre la navegación de los ríos interiores de nuestra patria.  Paraguay progresaba aceleradamente, pero con cierta distorsión que molestaba al presidente Carlos A. López.  Ocurría que desde el momento que Edwards Hopkins pisó Asunción, los capitales norteamericanos fluyeron raudamente hacia la república guaraní hasta alcanzar unas dimensiones e influencia que preocuparon al gobierno.  López intentó detener la marea, o por lo menos dirigirla, y entró en conflicto con los intereses foráneos.  Las hostilidades fueron en aumento, y al cabo López expulsó de Paraguay a su viejo amigo Hopkins.  Este corrió a Washington a llorar sus penas, y fue atentamente escuchado.  El secretario de Estado, Lewis Cass, y el presidente Buchanan estuvieron de acuerdo en que debía castigarse a López y a la insolente república paraguaya.  Buchanan ordenó pedir reparaciones, y si no se obtenían por las buenas, arrancarlas por las malas.  En enero de 1859 una hermosa flota de guerra norteamericana, con sus correspondientes fuerzas de desembarco, se metía por el Paraná de libérrima navegación y anclaba en el puerto de Rosario, con gran alarma del presidente Urquiza, que de inmediato ofreció su mediación.  Aceptada, viajó a Asunción a entrevistarse con López.  Encontró a Paraguay perfectamente preparado para recibir a las visitas norteamericanas y dispuesto a devolver atención por atención.  En caso de haber fuegos artificiales, indudablemente las fuerzas de la Unión se llevarían una sorpresa.  Afortunadamente, la mediación de Urquiza llegó a feliz puerto, renaciendo la concordia entre Paraguay y los Estados Unidos.  De ese modo concluyó el primer amago de la “política del dólar” tan frecuente años después.  También los ríos argentinos, convertidos en libre avenida para todo el mundo que quisiera pasar por ellos, estuvieron a un pelo de ser vía de introducción de una fuerza armada extranjera para atacar –y tal vez ocupar- a una nación limítrofe.

Fuente

Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado

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Scenna, Miguel Angel – El largo malentendido.

Todo es Historia – Año III, Nº 26, Junio de 1969

 

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