Combate de San Carlos

Batalla de San Carlos”, óleo de Augusto Gómez Romero (2021)

Allá en el fondo de la pampa, el viejo Calfucurá –o más exactamente Callvucurá- contempla con preocupación los avances dispuestos por el gobierno. Llevaba treinta y cinco años de señorío indiscutido y sólo Dios sabe qué edad tenía. Posiblemente hacia 1872 pasara largo de los ochenta, pero hay autores que aseguran que era centenario. Augusto Guinnard, francés que fue cautivo y ganó la simpatía de Calfucurá hasta llegar a ser su secretario, lo describe como representando no más de sesenta años (Guinnard asegura que tenía más de un siglo) y agrega: “su cabellera negra todavía daba marco a una basta frente sin arrugas, que los ojos vivos y escrutadores hacían muy inteligente. El conjunto de la fisonomía de este jefe, aunque con cierta dignidad, recordaba perfectamente, sin embargo, al tipo de los patagones occidentales a quienes remontaba su origen. Como ellos, era de alta estatura, tenía los hombros muy anchos, arqueado el pecho; la espalda un poco agobiada; el paso pesado, casi dificultoso… pero gozaba todavía de todas sus facultades; con la excepción de los dientes perdidos en un combate en que le habían partido el labio superior, este viejo los poseía todos, todavía intactos”.

El jefe indio poseía condiciones impares, de sobresaliente calidad. Astuto y sagaz, valiente hasta la temeridad, calculador y frío, de magnífica cerebración, supo navegar con solvente habilidad por entre los escollos diplomáticos de tolderías y cancillerías argentinas, sin un solo fallo ni defecto, dejando más de una vez descolocado al civilizado contendiente. A ello sumaba su capacidad de guerrero, al punto que algunos autores lo erigen a la categoría de Napoleón del Desierto. Pero un Napoleón mechado de Talleyrand, que sabía ganar tanto en la mesa de negociaciones como en el campo de batalla. Además no era de temperamento cruel ni sanguinario, empleando mano dura sólo por extrema necesidad. De él que bien lo conoció, dijo Guinnard: “Este hombre, tengo la convicción de ello, no ha sido enemigo de la civilización, pues estaba dotado de instintos generosos. Tenía el sentimiento de la justicia…” Y acusa a los gobiernos argentinos por no haberlo sabido tratar y atraer.

Decíamos que Calfucurá poseía condiciones impares, y lo reiteramos: tenía tres docenas de esposas. Además de gran guerrero y eximio político era también un sólido filósofo y tomaba las cosas como venían, sin tremendismo. Sabía que algunas damas del batallón matrimonial se le filtraban cautamente en busca de mozos menos caciques pero más apuestos. Por eso solía salir de recorrida por la toldería en altas horas de la noche, siguiendo el rastro de las fugitivas. Cuando pescaba a la pareja, se contentaba con moler a palos al mozo, dando con ello por lavado y fregado su honor.

Este indio magnífico y temible, nacido del lado chileno de la cordillera, amo indiscutido del Desierto por tantos y tantos años, era hacia 1870 una figura realmente legendaria, que suscitaba el mayor respeto no sólo entre los indígenas, sino tal vez en forma más punzante entre los blancos. Jamás había conocido una derrota y la aureola de invencibilidad había agigantado el pedestal de la leyenda. Pero en 1872 el viejo estaba preocupado. El avance de los fortines amenazaba los parajes y aguadas tradicionales de las correrías maloneras, y además se acercaban peligrosamente a su sede principal –o capital, si se quiere- de las Salinas Grandes. Tampoco le gustaban otras medidas de Sarmiento, sobre todo una que disponía la ocupación de Choele Choel. Aquello era insoportable, pues la isla dominaba el paso del “camino de los chilenos” por donde se llevaba el ganado robado. Aceptar la ocupación era permitir que se cortara la principal vía de recursos de los indios salineros o “calfucuraches”, como eran llamadas las huestes del cacique. Calfucurá amenazó en serio al gobierno y Sarmiento dio un paso atrás, desistiendo de la medida pero dejando la intranquilidad en el alma del jefe. En cambio, el presidente ordenó al comandante de Río Cuarto, Lucio V. Mansilla, internarse a tratar con el cacique Mariano Rosas, que desde Leuvucó gobernaba a los ranqueles y de resultas de cuyas negociaciones surgió uno de los libros más hermosos de nuestra literatura.

Calfucurá comprendió que había llegado la hora decisiva para su gente. Se acercaba el momento de pelear, ya no por el botín sino por la misma existencia. Y sagazmente comenzó a maniobrar diplomáticamente antes de empuñar la lanza. Para detener al Huinca era menester unir previamente a todas las tribus y facciones del Desierto. Había que provocar un hecho que alzara a los indios de hasta el último rincón de la pampa, y una vez apretados en haz solidario sin precedentes, arrojarlos contra fortines y poblaciones. Era jugarse al todo o nada, cuyo premio sería frenar el avance del blanco, pero cuya pérdida implicaba el fin del dominio indígena sobre el Desierto. Y Calfucurá echó el resto en el tapete, acechando la oportunidad y aún ayudando a provocarla.

En 1871 el coronel Francisco Elías, jefe de la frontera sur, atacó por sorpresa algunas tribus aliadas, en razón de que preparaban una sublevación. Los caciques perjudicados se quejaron amargamente al coronel Juan Carlos Boerr, que elevó el caso a la autoridad. En el Ministerio de Guerra opinaron que, efectivamente, esos indios estaban a punto de traicionar, y ordenaron a Boerr que desarmara a las tribus e internara a sus miembros. Los indios ex aliados fueron a parar a la isla de Martín García. La noticia corrió por el Desierto, levantando oleadas de indignación en las tolderías. El que gritó más fuerte y se indignó más a fondo fue Calfucurá, quien al parecer fue el que incitó a los indios a sublevarse y después se encargó que la noticia llegara a oídos de Elías, impulsándolo a obrar drásticamente.

Lo cierto es que había logrado la excusa buscada. El estado de ánimo de las indiadas y la provocación del gobierno hacían que el momento fuera de medida para sus planes. Y sin perder tiempo machacó sobre caliente. En primer lugar se preocupó de que hasta la última tribu perdida en el último rincón del Desierto se enterara de lo ocurrido, adobando con interés compuesto la perfidia del huinca.

Hubo febriles comunicaciones entre tribus, que culminaron en una gigantesca concentración, como jamás se viera en la pampa, en las Salinas Grandes, reducto de Calfucurá. Allí había guerreros de todas partes. Junto a los calfucuraches, los temibles ranqueles de Leuvucó, grupos llegados del lejano Neuquén y un fuerte contingente procedente de Chile. Los más notables caciques, los más famosos hombres de la pampa, estaban allí reunidos, clamando venganza y escarmiento. Hubo interminables asambleas con abundancia de retórica, pues los indios sentían debilidad por la elocuencia y cuando tomaban la palabra era difícil reducirlos a silencio, explayándose durante horas sobre sus temas favoritos. Indudablemente, en esa maratón de robustas laringes debió sobresalir el astuto Calfucurá. Cuando terminó el torneo, era el jefe militar de la masa indígena más formidable que viera el Desierto: nada menos que 3.500 indios de pelea, que sumados a la “chusma” de mujeres, niños y ancianos que los acompañarían para arrear el ganado robado, llevaba la cifra a una masa humana no menor de 6.000 aborígenes.

El mismo Calfucurá trazó el plan de ataque. Atravesarían la frontera por el sector oeste de los fortines –el más cercano a la ciudad de Buenos Aires- desplegados en partidas, no mayores de 200 o 300 indios, repartidos en forma tal que formaban un ariete de 10 leguas de frente por 20 de fondo. Tras irrumpir en tierra de huincas, convergirían sobre la laguna La Verde, arrasando con los actuales partidos de Bolívar, 25 de Mayo, 9 de Julio, Carlos Casares y General Alvear. Pasarían la extensa región a fuego y lanza, lograrían un botín fabuloso, y de vuelta se concentrarían para batir, si era necesario, a las fuerzas nacionales que les salieran al paso. Calfucurá se prometía con ello dar un escarmiento feroz al gobierno de Sarmiento, que lo obligara a pactar y detener el avance sobre las tolderías. Para dar los últimos toques a un triunfo que consideraba seguro, siguió usando la diplomacia, entrando en tratos sigilosos con las tribus aliadas al gobierno, buscando que desertaran en el momento crucial, volviendo las lanzas contra el blanco. Había una especialmente importante y aguerrida: la que cerca de Azul comandaba el cacique Cipriano Catriel, otro singular conductor del Desierto, que vivía en la ciudad en casa propia, dormía entre sábanas de hilo, gustaba lucir uniforme militar, andaba en permanentes enjuagues con comandantes y proveedores del ejército, estafando prolijamente al Estado, y a sus propios indios, y que al mismo tiempo era un caudillo nato de arrojo temerario, feroz combatiente y conocedor a fondo del alma mapuche. Calfucurá aseguró a sus aliados que Catriel se le uniría llegado el momento. Y si Catriel hacía causa común con Calfucurá, la suerte del huinca estaba echada.

A fines de febrero de 1872 la masa indígena se puso en marcha desde Salinas Grandes. Galopando silenciosamente de noche al tranco largo y rendidor del caballo de recambio, llevando al lado el corcel de guerra fresco y elástico, listo para el momento preciso; echándose de día entre pajonales y médanos sin que la menor sombra delatara su presencia; comiendo carne cruda de yegua para no encender fuego, se fueron acercando, sutilmente, a la línea de fortines. En las primeras luces del 5 de marzo, el vigía del fortín San Carlos, con sus ojos de gaucho adiestrado, detectó movimiento de entrada. Alertada la dotación, el mayor Santos Plaza oteó el horizonte, sacó cálculos y de inmediato transmitió la noticia al comandante del sector oeste y a su par del extremo sur, teniente coronel Nicolás Ocampo: de 300 a 400 indios acababan de pasar la frontera hacia el interior, denunciando la iniciación de un malón de grandes proporciones. Fue así como el coronel Juan Carlos Boerr perdió sus vacaciones.

La concentración

Sin perder tiempo, el comandante de la frontera oeste dio aviso a los otros comandantes, el del sector norte, coronel Francisco Borges y el del sur, general Ignacio Rivas, solicitando el apoyo de sus fuerzas. En la misma mañana del 5 de marzo, Boerr concentró a los guardias nacionales de 9 de Julio, dio órdenes a los indios auxiliares de Coliqueo que se unieran y al teniente coronel Nicolás Levalle, con asiento en el fuerte General Paz, que se dirigiera de inmediato al fortín San Carlos recogiendo en el camino las dotaciones de los fortines intermedios.

A las dos y media de la tarde el comandante se puso en camino, partiendo de 9 de Julio al frente de un centenar de hombres, a los que se unieron en los primeros tramos de marcha unos setenta gauchos. Tenía el propósito de unirse al cacique Raninqueo, aliado del gobierno, y retirar las caballadas de reserva que se custodiaban dentro de la línea de fronteras, pero pronto le llegaron malas noticias que lo obligaron a alterar los planes: la tribu de Raninqueo se había sublevado, y tras apresar al cacique, se habían pasado a Calfucurá. En cuanto a las caballadas, ya estaban perdidas. Más grave no podía ser el panorama ¿Qué pasaría con las restantes tribus auxiliares? ¿Podría concentrarse el ejército a tiempo para atajar a Calfucurá en su regreso a las tolderías? Hora tras hora le llegaban al coronel Boerr datos pesimistas. La magnitud del malón era superior a todo cálculo. En vista de ello, se dirigió al fuerte General Paz, asiento de la comandancia, donde llegó a las diez de la noche. Su primer cuidado fue enviar un mensaje urgente al coronel Borges, detallándole la crítica situación y pidiéndole se acercara con sus fuerzas sin demora alguna.

Entonces el coronel Boerr recibió un mensaje, nada menos que del propio Calfucurá. El cacique le explicaba las razones que lo movieron a desencadenar el malón, y bonachonamente le informaba que no pensaba hacerle daño, ya que eran amigos. Todo lo que tenía que hacer Boerr era no meterse en su camino y dejarlo pasar en paz. A medianoche Boerr volvió a ponerse en marcha, en dirección al fortín Rifles, con el fin de llegar al San Carlos, por donde presumiblemente regresarían los indios, pero a poco de andar le llegaron noticias de que la indiada se movía hacia el fuerte General Paz, indudablemente con el fin de atacarlo. En consecuencia, volvió sobre sus pasos y con las primeras luces del 6 de marzo estaba de regreso en la comandancia, a la espera de Calfucurá.

Horas antes, a las dos de la madrugada, se había puesto en marcha desde Azul el general Ignacio Rivas, con 40 hombres de escolta, 310 soldados y guardias nacionales, más la tribu de Cipriano Catriel, con 800 lanzas. Previamente, ordenó a Nicolás Ocampo concentrarse en la laguna Blancagrande y esperarlo. Siguiendo la línea de fortines, Rivas fue recogiendo las dotaciones para sumar efectivos.

Todo el día 6 transcurrió en angustia y desasosiego. El coronel Boerr, encerrado en el fuerte General Paz, esperó ansiosamente un ataque que no llegó. En Junín, el coronel Borges, comandante de la frontera norte, se vio en figurillas para acudir en apoyo del centro. Acababa de regresar de una prolongada incursión y se encontraba con hombres y caballos cansados, pese a lo cual activó aceleradamente los preparativos. En primer lugar, mandó a los guardias nacionales de Junín hacia 9 de Julio y el fuerte General Paz, donde debían esperarlo. A media tarde estaba en marcha con los soldados, abriéndose hacia la línea de fortines, también con el fin de reunir sus efectivos, imponiendo un ritmo de desplazamiento increíble para fuerzas ya fatigadas. Pero tenía por delante una enorme distancia por cubrir.

Al caer la noche del 6, Rivas y Catriel llegaban a la laguna Blancagrande, uniéndose a Nicolás Ocampo. Estaban a unos 50 kilómetros del fortín San Carlos. Desensillaron para pasar la noche.

Pero si las horas eran de desasosiego en la frontera, en la capital los espíritus alcanzaban elevadas temperaturas. El malón llevaba 48 horas de desarrollo, con devastaciones sin precedentes, y sin que al parecer ni el gobierno ni el ejército pudieran hacer algo para evitarlo. Las pérdidas eran tremendas. Se decía que más de cien mil cabezas de ganado estaban en poder del indio, que arriba de medio millar de cautivos eran arrastrados a las tolderías, que infinidad de establecimientos eran incendiados y saqueados, todo ello a un paso de Buenos Aires, la orgullosa y altiva ciudad que se jactaba de su cultura y civilización. Pero los hechos decían que los indígenas eran dueños absolutos de una extensa y rica parte del territorio, por el que desplazaban libre e impunemente. La oposición cerró filas y embistió contra el gobierno, poniendo el grito en el cielo por su ineficiencia y pasividad. ¿Qué hacia el presidente mientras la campaña entera temblaba de miedo y cientos de pobladores eran aniquilados? En su despacho de la Casa Rosada, Sarmiento bramaba de indignación, daba órdenes a diestra y siniestra, exigía informes, reclamaba a gritos le dijeran qué estaba pasando con el ejército.

Allá en el fuerte General Paz, el coronel Boerr ignoraba las tribulaciones presidenciales, pero tenía problemas muy graves en qué pensar. Una falsa información le había hecho perder todo el día 6, inmovilizado a la espera de un ataque que no se produjo. La demora podía ser fatal para sus exiguas fuerzas, ya que de un momento a otro podían aparecer las avanzadas indias del malón en reflujo, impidiéndole concentrarse en el fortín San Carlos. Borges todavía estaba lejos por el norte; ignoraba la posición del general Rivas. El único acontecimiento alentador de la jornada fue la llegada del cacique Coliqueo con 150 lanzas. Aparte del refuerzo, precioso en tales circunstancias, se disipaban temores sobre la lealtad del jefe indio. Noticias recibidas sobre la posición de los maloneros le informaron que, afortunadamente, el grueso permanecía acampado en La Verde. De manera que Boerr se decidió a aprovechar la noche, y tan pronto como cayeron las sombras abandonó el fuerte General Paz para intentar llegar a San Carlos.

Rivas empezó mal el día. Al amanecer el 7 de marzo, un revuelo en la indiada de Catriel sembró el sobresalto en el campamento de Blancagrande. La rebelión cundía en las filas indias, que sutilmente trabajadas por los agentes del cacique de Salinas Grandes, se negaban a pelear contra sus hermanos calfucuraches. La amenaza era gravísima, pues los 800 catrieleros podían dar cuenta de las escasas fuerzas de Rivas, pasarse a Cafulcurá y con ello sentenciar definitivamente la suerte del ejército en la frontera. Pero a Cipriano Catriel no era fácil sublevársele. Rápido como el rayo unió a sus fieles y aplastó sin contemplaciones el conato, tras lo cual manifestó a Rivas que estaba dispuesto a seguir.

Continuó la marcha hacia San Carlos, en medio de un calor agobiante, cruzando campos resecos por el tórrido verano y bajo un sol de fuego. De pronto unos estampidos alertaron a Rivas. Era el cañón del fortín Reunión y su utilización sólo podía tener un significado: se habían avistado partidas indias que regresaban al Desierto. Rivas calculó que todo el malón estaba de vuelta, y que de seguir por la línea de fortines corría el riesgo de que Calfucurá se le filtrara de entre los dedos antes de alcanzar el fortín San Carlos. Ordenó entonces variar el rumbo y dirigirse oblicuamente tierra adentro, hacia la laguna Cabeza de Buey. Calculaba llegar allí antes que los indios, para cerrarles el paso y darles batalla.

Las primeras horas del 7 de marzo el coronel Boerr y Coliqueo las pasaron galopando para cubrir el último tramo del camino. Prudentemente, Boerr marchó por la línea externa de los fortines, volcado hacia el Desierto para no ser cortado por las fuerzas indias que ya empezaban a replegarse. Fue una medida acertada que salvó a sus escasos efectivos. Calfucurá había previsto el movimiento de las fuerzas nacionales e intentó batirlas en detalle –táctica napoleónica-, antes que pudieran concentrarse, de modo que dirigió contra Boerr un importante contingente de indios de pelea. Estaba alto el sol cuando el comandante de la frontera oeste se vio hostigado de flanco por fuerzas calfucuraches superiores en número. No había posibilidad de presentar batalla con chance de salir bien y existía inminente peligro de ser rodeados. Boerr dio orden de apurar al máximo la marcha, y a uña de caballo, galopando enloquecidamente, con los indios pisándoles los talones, librando escaramuzas aisladas pero evitando ser aferrados, pudieron llegar finalmente al fortín San Carlos a las 9 de la mañana.

Allí estaba el teniente coronel Nicolás Levalle con los hombres que había reunido de los fortines. En cuanto al mayor Santos Plaza, que había pasado la víspera en frecuentes salidas de observación, fue enviado por Boerr con treinta hombres en descubierta para vigilar los movimientos de Calfucurá. A las dos de la tarde estuvo de regreso e informó que los indios, procedentes de La Verde, se acercaban en gran número al fortín San Carlos. En ese momento llegó un paisano con aspecto desesperado. Toda su familia estaba cautiva de los invasores, pero Calfucurá lo había elegido a él para llevar un mensaje al mayor Plaza. Le comunicaba que al otro día a las 8 de la mañana pasaría por allí de regreso a las tolderías y le sugería que no intentara oponer resistencia, so pena de aniquilar el fortín y su dotación, pues venía al frente de de 3.700 lanzas. La noticia era pavorosa y deprimente. Con el puñado de indios amigos y soldados reunidos en San Carlos era impensable hacer frente a esa masa malonera. La única esperanza era el general Rivas, y de inmediato Boerr le mandó un chasque para urgirle su acercamiento. En tanto, y para evitar que noticias tan negras cundieran y desalentaran a la tropa, y los indios aliados sembrando el pánico, mandó meter preso al pobre paisano que trajera el mensaje, con orden de total incomunicación.

El chasque de Boerr encontró al general Rivas fuera de la línea de fortines, en marcha a la laguna Cabeza de Buey. Impuesto de la situación de San Carlos, el general no se inmutó. Mandó decir a Boerr que tenía los caballos demasiado cansados para cambiar de ruta, y que seguía a Cabeza de Buey para esperar allí a los indios. Indudablemente Rivas estaba cometiendo un grave error que favorecía los planes de Calfucurá, pues disociaba a las fuerzas nacionales, desguarnecía San Carlos y permitía que los indios los derrotaran uno por uno. La verdad es que no había excusa para insistir en irse a Cabeza de Buey, cuando le constaba que aún los calfulcuraches no habían pasado por San Carlos. Entonces la casualidad lo salvó de un desastre que pudo ser tremendo. El baqueano que lo guiaba –y que no debía figurar en la lista de los eximios- se perdió. Pasaron varias horas vagando al acaso y fueron a parar al borde de dos lagunas, las Acollaradas, varios kilómetros más cercana a San Carlos que a Cabeza de Buey. De todas maneras, por allí también pasaba la rastrillada que habrían de seguir los indios, por lo cual, siendo de noche y estando todos demolidos después de dos días de marcha, Rivas ordenó desensillar y pasar allí la noche.

En el fortín San Carlos jefes y oficiales debieron tragar saliva amargamente cuando se enteraron que Rivas no pensaba dirigirse en su apoyo. El coronel Boerr reunió consejo de guerra para discutir la actitud a seguir, con los indios ya encima. Encerrarse en el fortín era impracticable, ya que sería sitiado hasta su total aniquilación o hasta que tuvieran a buen recaudo los miles de cabezas de ganado que venían arreando.

Salir a presentarles batalla también era impensable, pues los magros efectivos serían barridos por la masa enemiga. Y de esta manera, discutiendo sobre planes que llevaban indefectiblemente al sacrificio y la muerte, surgió la idea de un plan suicida, con una posibilidad a favor y mil en contra. Consistía en atacar a los indios antes que éstos atacaran. La única chance a favor residía en la sorpresa. La rapidez de movimientos y una sabia dispersión de fuerzas. Para ello se dividirían en partidas, se deslizarían en la noche y atacarían repentinamente desde varios puntos a la vez a los indios, con gran estrépito y alharaca. Esperaban de ese modo convencerlos de que eran asaltados por fuerzas muy superiores a las reales, lo que unido a la sorpresa podía provocar el desbande. Al menos, si las cosas salían mal, morirían peleando como buenos soldados. De pronto, antes de ponerse en camino, el coronel Boerr decidió hacer un último llamado al general Rivas.

El silencio reinaba en las Acollaradas. En lo que hoy es centro del parque de Bolívar, descansaban las rendidas fuerzas del comandante de la frontera sur. Los centinelas vigilaban las sombras, de las que no llegaba el menor rumor, donde no se percibía movimiento alguno. Eran pasadas las diez de la noche cuando el galope tendido de un caballo tamborileó alertando a los guardias. Era el chasque enviado por Boerr, que echó pie a tierra, siendo conducido ante el general Rivas. Impuesto de la desesperada situación de las fuerzas en San Carlos y la inminencia del ataque de Calfucurá, que hasta había anunciado la hora de llegada a la mañana siguiente, Rivas varió de parecer en el acto. Debía ir en auxilio de San Carlos. A tocar diana. Todo el mundo arriba. A ensillar caballos. Bostezando medio dormidos, los milicos prepararon equipos y al filo de la medianoche estaban listos para cubrir los quince kilómetros que los separaba del fortín. Al trote largo en los primeros tramos y a galope tendido en los últimos, los 1.200 hombres procedentes de Azul fueron en apoyo de sus camaradas, A las dos de la madrugada del 8 de marzo el general Rivas atravesó el foso del fortín San Carlos, y siendo el militar de más alta graduación recibió el mando de todas las fuerzas allí reunidas.

La batalla

Las primeras luces del día mostraron un panorama inusitado en San Carlos. Un ancho campamento rodeaba al fortín, donde volvían a la actividad más de un millar de soldados, guardias nacionales e indios amigos, en abigarrado conjunto. Apenas habían descansado un par de horas. Después de dos días de fatigas, mal dormidos, peor alimentados, los esperaba una jornada durísima, jornada que ya se presentaba bochornosa, pesada, húmeda, con espesos nubarrones tormentosos. Los hombres revisaban cuidadosamente las armas, preocupándose de que el sable bien engrasado corriera suavemente en la vaina, de tener lista la provisión de cargadores, escrutando el buen funcionamiento de la carabina, ajustando las monturas, pasando el dedo por el filo del machete. Los indios caracoleaban en sus caballos de combate, blandiendo las lanzas, calentando los músculos para la batalla inminente. Gritos, órdenes, toques de clarín. Un galope desde la lejanía se acercó a la fuerza en preparativos. Era el mayor Santos Plaza, que regresaba de una descubierta iniciada en plena noche. Desmontó en el patio del fuerte y dio su parte al general Rivas: los indios se venían en masa compacta.

El comandante en Jefe tomó las últimas disposiciones para el dispositivo bélico. La derecha la formarían las 800 lanzas de Cipriano Catriel; el centro un batallón del 2º de línea, 170 hombres al mando del mayor Pablo Asies y el 9º de caballería, 50 soldados a las órdenes del teniente coronel Pedro Palavecino, más la columna al mando del teniente coronel Nicolás Ocampo. La izquierda estaba formada por el batallón del 5º de infantería, al mando del teniente coronel Nicolás Levalle, compuesto por 95 hombres y un cañoncito, única pieza de artillería que entró en combate, un escuadrón del 5º de caballería de línea, 50 hombres mandados por los mayores Santos Plaza y Alejandro Etchichurry, 150 guardias nacionales de 9 de Julio conducidos por el capitán Nuñez, 14 baqueanos al mando del capitán García y 140 indios amigos, del cacique Coliqueo. A la retaguardia quedó, como reserva, una fuerza de 170 guardias nacionales de la Costa Sur y 40 indios, al mando del teniente coronel Francisco Leyría. Es fácil advertir que la izquierda era el ala más heterogénea y de elementos más irregulares, lo cual trajo problemas en el curso de la batalla. Rivas dispuso que la derecha fuera comandada por Cipriano Catriel, el centro por el teniente coronel Nicolás Ocampo y la izquierda por el coronel Juan Carlos Boerr. Los efectivos totales dispuestos a entrar en batalla eran 1.575 hombres fatigados, mal montados sobre caballos agotados por las largas marchas.

Rivas ordenó ponerse en marcha en formación de combate y lentamente se fueron desplegando, silenciosamente, a la espera del enemigo. “El sol ya estaba alteen el cielo. Los pajonales resecos brillaban a lo lejos. Sobre la línea del horizonte, hacia el norte, se alzaban, se alcanzaban a ver leves manchas que el ojo acostumbrado de los milicos no confundía con humo ni con nubes. Era polvo levantado por los indios, cuya chusma arreaba miles de animales, nubes de polvo cuyo tamaño indicaba la importancia del malón llevado a cabo”. Así describe Alvaro Martínez la aproximación de la masa mapuche. Rivas miró su reloj: eran las 8 de la mañana. El viejo Calfucurá llegaba puntualmente a la cita.

El gran cacique se acercaba con las fuerzas repartidas en tres alas. La derecha, formada por indios neuquinos y araucanos, un millar de lanzas al mando de su hijo Namuncurá. Al centro otros mil salineros sumados a la tribu de Pincén, conducidos por otro hijo, Catricurá, y a la izquierda otros mil indios chilenos al mando de su hermano Reuquecurá, llegado en su auxilio de más allá de los Andes. Como retaguardia y reserva, quinientas lanzas comandadas por el temible Epumer, de la dinastía de los Zorros, conductor de las tribus ranquelinas. Los indios doblaban a las fuerzas nacionales. La aproximación la hacían divididos en cinco columnas paralelas que cubrían un amplio frente, dirigiendo las maniobras al son de clarines. Mientras los mapuches se acercaban a los huincas, por atrás se deslizaban hacia el Desierto los ganados robados, apresuradamente arreados por la chusma.

Tan pronto como avistó al enemigo, Calfucurá ordenó desplegarse en el clásico semicírculo, deteniendo la marcha. Montado en un magnífico alazán con una estrella en la frente, recorrió al tranco la línea, arengando con vigor a sus hombres, despertando su entusiasmo, mostrándoles la victoria al alcance de la mano, exhortándolos a barrer con el blanco que les cerraba el paso al Desierto, asegurándoles que ni Coliqueo ni Catriel pelearían contra ellos. A su lado cabalgaba su hijo José María Curá, joven de 26 años que, de acuerdo a Lobodón Garra, oficiaba de ayudante de campo.

Rivas adelantó parte del centro, ordenando al teniente coronel Palavecino avanzar con sus 50 hombres apoyados por 200 indios carrileros de la derecha, con la consiga de detener a Calfucurá y únicamente replegarse en último extremo y lentamente, al tranco. Tres kilómetros se adelantó Palavecino, comunicando que los indios se acercaban con fuerzas muy superiores. De inmediato Rivas ordenó a Catriel adelantar toda la derecha y a Ocampo avanzar con el resto del centro, sin perder un minuto. A galope tendido, levantando una pesada polvareda, salvaron la distancia, desplegados de manera impecable para cubrir los flancos de Palavecino.

Ya los indios estaban encima. Calfucurá ordenó desmontar al centro, de acuerdo a la táctica india. Las tropas también echaron pie a tierra, preparando las armas de fuego. Los indios venían andando a la carrera, en una línea que dejaba dos metros de luz entre hombre y hombre, tomando la lanza con la mano derecha atrás y la izquierda adelante (Lobodón Garra), con la punta hacia el enemigo. Estallando en infernal gritería los indios se arrojaron al asalto cubriendo el aire con sus escalofriantes ¡Ya! ¡Ya! ¡Ya!, buscando con el estruendo anonadar al adversario y desbandarle las caballadas. Las carabinas abrieron fuego graneado, repiqueteando en descargas cerradas, que abrían claros en la masa mapuche sin poder contenerla. Con feroz violencia se produjo el choque de líneas, entablándose un terrible cuerpo a cuerpo, donde ninguno aflojaba un metro. Los soldados peleaban a bayonetazos, machetazos y culatazos, tratando denodadamente que el empuje del asalto indio no rompiera los cuadros.

En medio de la barahunda de boleadoras rasgando el aire, gritos lanzasos, destello de sables y ayes de heridos, refiere Alvaro Martínez que el mayor Alejandro Etchichury recibió la arremetida de un indígena. De un sablazo desvió la lanza y contestó con un feroz hachazo. Lo eludió el indígena y arrojándose sobre el militar, rodaron ambos por el suelo. Iba a dar cuenta del mayor con su cuchillo cuando un soldado acudió en su auxilio, degollando de un tajo al indio.

En la derecha, Catriel dividió a sus hombres, haciendo desmontar a 400 y dejando a caballo otros tantos, ordenando luego cargar contra la izquierda de Calfucurá, mandada por Reuquecurá. Los catrieleros avanzaron blandamente, sin convicción, ni espíritu combativo, siendo rechazados sin trabajo. En el reflujo algunos comenzaron a desbandarse, dando grupas al campo de batalla y tratando de alejarse. Desde ya que no era miedo lo que detenía a los catrieleros, sino su repugnancia a pelear contra gente de su raza. El momento era peligroso, porque el desbande podía generalizarse volatilizando a la derecha, o incluso provocando una deserción que llevara a los catrieleros al campo de Calfucurá, como éste había prometido. Catriel pidió sin demora al general Rivas una línea de fusileros que se colocara a retaguardia para dar cuenta de los que intentaban escapar. El comandante cedió su propia escolta de cincuenta hombres, al mando del mayor Domingo Rebución, que se desplegaron a espaldas de la derecha con las carabinas listas. Con voz tonante Catriel se los señaló a sus indios y les comunicó para qué estaban allí. Algunos hombres que aún intentaron, desesperadamente, emprender la fuga, recibieron una descarga cerrada y quedaron tendidos. Tras el escarmiento, Catriel arengó a su gente tocando una cuerda muy sensible, la del amor propio. Desde muchos años atrás se venía desarrollando en el Desierto una situación de encono y rivalidad creciente entre los indios pampa y los indios chilenos. El flujo cada vez mayor de éstos hacia el este había creado un ambiente de rivalidad, aversión, e incluso odio entre ambos grupos. Catriel se limitó a recordarles que lo que tenían al frente eran indios chilenos. No hermanos de raza, sino intrusos de la pampa. El vibrante verbo del cacique dio resultado. En haz patriótico se cerraron los catrieleros, y enardecidos de bravura, se arrojaron, con Catriel al frente, en una carga formidable sobre Reuquecurá. Toda la derecha se trabó en feroz lucha, a pie y a caballo, puramente desarrollada entre indios, sin un solo huinca. Pronto Reuquecurá tuvo que empezar a ceder terreno.

En la izquierda de las fuerzas nacionales las cosas también empezaron mal. El coronel Boerr mandó al ataque a Coliqueo, pero sus indios repitieron la actitud de los catrieleros, atacando a desgano, de modo que se estrellaron contra las lanzas de Manuel Namuncurá, volvieron grupas y se arracimaron desconcertados en el punto de partida. La situación era crítica pues ya se venía encima la contracarga del enemigo. De inmediato Boerr dispuso que Nicolás Levalle apoyara a Coliqueo con el 5º de infantería, en tanto Rivas desplegaba a la reserva de Leyría hacia el sector, para proteger al flanco de un hundimiento. Boerr logró convencer a los indios de que era menester mantenerse firmes, que unido a las medidas anteriores permitió aguantar la formidable embestida de Namuncurá, que cayó como avalancha haciendo crujir a toda el ala izquierda. Pero si bien Boerr logró sostenerse casi de milagro, no pudo impedir que Namuncurá se le alzara con toda la caballada de los hombres desmontados.

Así transcurrió la primera hora de pelea. Los tres sectores combatiendo ferozmente, soportando cargas y contracargas, sin perder cohesión. En la derecha predominaba Catriel sobre Reuquecurá y en la izquierda Namuncurá sobre Juan Carlos Boerr, mientras el centro mantenía paridad, pero sin observarse la posibilidad de un rápido desenlace. Aquello podía durar mucho antes de alcanzar una decisión. Así lo comprendió el general Rivas, lo cual, vistas las circunstancias, significaba que la balanza se inclinaba a favor de Calfucurá. En efecto, mientras el combate se prolongara, más allá del horizonte miles de cabezas de ganado robado se alejaba, internándose cada vez más en el Desierto, fuera del alcance de los huincas. Además, las cosas iban tal como convenía a los indios. Aferrado el centro al terreno, indecisas las alas, podía terminar primando el peso numérico de los mapuches, a pesar de las fuertes bajas que le provocaban las armas de fuego. Había que impedir que las cosas siguieran de ese modo, y para ello se debía provocar un hecho que volcara la situación de modo terminante. Entonces el general Rivas tuvo el chispazo que le dio el triunfo.

Decidió quebrar el centro de Calfucurá y envolverle las alas. Para ello debía reforzar el propio sector central, a costa de restar fuerzas a la derecha y la izquierda. La posibilidad de victoria residía en la rapidez de acción. Ordenó a Ocampo atacar vigorosamente con el 2º de infantería que se adelantó velozmente, abriendo fuego vivísimo. Atrás mandó a la reserva y a los indios de la izquierda. Leyría y Coliqueo se lanzaron en una fulminante carga de caballería que arrancó de ese sector, convergiendo con la que el propio general Rivas en persona, al frente de 300 lanceros de Catriel, desencadenó desde la derecha. El impacto fue formidable, y vanos los esfuerzos de Calfucurá por detenerlo. De pronto los jinetes de las fuerzas nacionales se encontraron en campo abierto. Había roto la línea calfucurache. Sin perder tiempo, Rivas ordenó envolver las alas enemigas. Por la brecha abierta surgía un torrente de caballería, que desplegándose a derecha e izquierda fue encerrando a los indios, mientras Catriel por un lado y Boerr por el otro presionaban, aferrando a Reuquecurá y Namuncurá.

En pocos minutos los indios, desorientados, confundidos, acosados por todos lados, se desmoralizaron por completo, perdiendo cohesión y disciplina pese a los esfuerzos de los caciques. Rápidamente cundió el desorden y el desbande, buscando cada uno salvarse por su lado. Casi en el lapso de segundos se había logrado la decisión. Rivas era dueño del terreno y Calfucurá, el temible Calfucurá, quedaba derrotado por primera vez en su larga vida.

Enardecidos por el triunfo, los vencedores sableaban y lanceaban a los vencidos. Los indios que pelearan a pie buscaban desesperadamente a sus caballos, siendo fácilmente aniquilados por los atacantes. En medio de un desorden infernal, la carnicería era espantosa. De inmediato Rivas organizó la persecución. Había que golpear duro y proceder rápido para aniquilar a Calfucurá y recuperar el botín sustraído. Tres horas duró el acoso, prolongando la batalla en escaramuzas aisladas, libradas con ferocidad inaudita entre los indios desesperados por salvarse y las fuerzas nacionales que descargaban su odio sobre el otrora inasible enemigo, hoy en sus manos. En uno de esos encuentros el teniente coronel Francisco Leyría fue asaltado por un indio que se aferró de sus cabellos en el clásico “lonconeo” en que eran tan duchos. Ambos cayeron de sus caballos y rodaron por el suelo, el mapuche siempre prendido al militar, que se defendía a culatazos de su revólver descargado. Y así pelearon, casi a mano limpia, hasta que los soldados liberaron al teniente coronel.

De los indios, sólo escaparon los mejores montados. Para los rezagados no hubo piedad. Tampoco para la chusma que arreaba el ganado, sobre la que cayó como un torrente la caballería huinca, dispersándola o aniquilándola, en tanto se recuperaba lo robado.

Pero mucho no podía continuar aquello. Bastante hazaña fue que se prolongara tres horas, pues los caballos, cansados desde antes de la batalla, ya estaban totalmente agotados. Los mismos hombres venían soportando falta de sueño y de alimentos de días atrás. Súmese a ello el calor tórrido del día, y resultará que aquella cabalgata de hombres y animales fatigados, sedientos, envueltos en una polvareda pegajosa y una temperatura de horno, no podía ser de larga duración. Después Sarmiento se enojó mucho con Rivas porque no siguió la persecución hasta Salinas Grandes. En su escritorio y mirando un mapa demostraba que allí pudo haberse terminado para siempre con todos los indios. Lo único que tenía que hacer Rivas era galopar trescientos kilómetros más pampa adentro, sin comer, ni beber, ni descansar, durante tres o cuatro días más…..

La misma naturaleza puso fin a la persecución. Las pesadas nubes tormentosas se abrieron y una lluvia torrencial cayó sobre fugitivos y seguidores, calándolos hasta los huesos pero dándoles un alivio vivificante con la frescura del chaparrón. Faltos de visibilidad y con el suelo ablandado ya no era posible seguir. Chorreando agua pero feliz, el general Rivas ordenó regresar. Lentamente, sin apuro, cubrieron el camino e vuelta, y hacia el mediodía del 8 de marzo acampaban nuevamente frente al fortín San Carlos.

Carnearon reses y prepararon los asadores para comer como la gente después de tantas privaciones. La jarana había desplazado al temor, ya que se había logrado una gran victoria, sin precedentes en tres siglos de lucha contra el indio. Y allí estaban festejando, cuando por la tarde el sonar de clarines les señaló el arribo del coronel Francisco Borges, comandante de la frontera norte, que llegaba con pocas horas de atraso para intervenir en el encuentro, pese a haber marcado verdaderos récords de velocidad al cubrir en menos de 48 horas los 200 kilómetros que separaban a Junín de San Carlos. Lamentó llegar tarde, pero al punto él y sus hombres estaban mezclados en la alegría del festejo.

Consecuencias de la batalla

Como primer resultado de la batalla de San Carlos, fueron liberados 30 cautivos y se recuperaron casi 80.000 vacunos, 16.000 caballos e infinidad de ovejas que los indios se llevaban tierra adentro. Eso en lo inmediato. En cuanto al recuento de bajas, es sumamente significativo. Las correspondientes a las fuerzas nacionales fueron insignificantes: entre los blancos 15 muertos y otros tantos heridos, y para los indios aliados 30 muertos y 14 heridos de los lanceros de Catriel y Coliqueo, correspondiendo el mayor peso al primero, en cuya ala fue donde se peleó con mayor ferocidad. En cambio, las bajas calfucuraches fueron impresionantes: 300 indios muertos y 200 heridos. ¿A qué se debió la enorme desproporción? En primer lugar al empleo de armas de fuego de largo alcance y buena precisión de tiro. Las modernas carabinas empleadas en San Carlos colocaban el proyectil a más de mil metros de distancia, y si bien no eran automáticas, con el sistema de retrocarga a cargador permitían una apreciable rapidez de tiro. Los indios que, a pie o a caballo se arrojaron en cargas contra los huincas, chocaron con una verdadera cortina de fuego que los diezmó antes de producirse el encuentro. Esta experiencia, que por primera vez se recogió en San Carlos, demostró que con eficientes armas de fuego el indio podía ser fácilmente vencido, y de ello sacó conclusiones posteriormente Julio Argentino Roca.

En segundo lugar, otra importante causa del elevado número de bajas indias se debió al desbande del último tramo de la pelea. En la dispersión y fuga fueron aniquilados muchos de ellos, esta vez a sable y lanza.

Como batalla en sí, como hecho militar, este acto de guerra posee innegable importancia. Primero por el número de efectivos trabados en lucha. Recuerda Alvaro Martínez: “Esta batalla constituye una de las más importantes y encarnizadas que se libraron no sólo en la conquista del Desierto sino en toda la historia argentina. En un país donde se ha peleado tanto no son frecuentes las luchas en las que hubiera intervenido una masa de hombres tan numerosa. Obsérvese que en las batallas de nuestra historia como en Chacabuco, intervinieron poco más de 5.000 hombres, en Tucumán no se llegó a esa cantidad y en Suipacha fue aún menor”.

Pero donde reside su mayor trascendencia histórica es en el curso posterior de los acontecimientos. San Carlos marca el gozne donde gira la suerte de la conquista del Desierto, ahora vuelta definitivamente en contra del indio. Y lo curioso es que esta batalla se libró primordialmente entre mapuches. Como señala nuestro citado Alvaro Martínez: “Lo que da perfiles singulares a esta batalla es que se libró casi entre indios. En medio de los casi 5.000 indios que intervinieron de uno y otro lado había tan sólo alrededor de 400 gauchos –entre los cuales estaba Juan Moreira- quienes ese día hicieron, como siempre, prodigios de coraje”.

Calfucurá había jugado su resto y había perdido. En el campo quedaron tendidos para siempre sus mejores lanceros, la flor y nata de sus guerreros irreemplazables, irrecuperables. Gravemente deteriorado su prestigio, desvanecida la leyenda de su invencibilidad, se hundió en las tolderías de Salinas Grandes para no volver a salir, agobiado por la amargura de la derrota. Más aún, consciente de que esa derrota no sólo era propia, sino la de toda su raza, ahora condenada sin remedio. El futuro era del huinca y nada podría evitar su triunfo final. Lentamente se apagó el viejo caudillo, hundido en la pena de haber vivido tal vez demasiado, hasta ver el ocaso de su estirpe. Su llama vital se extinguió para siempre el 3 de junio de 1873 en Chilihué en medio del desgarrante dolor de su pueblo. Tuvo un último gesto de hidalga generosidad. Ya casi en la agonía, y sabiendo que a su muerte los cautivos serían lanceados, los liberó en secreto ordenándoles alejarse sin demora de la toldería.

Se ha dicho que San Carlos fue el Waterloo de Calfucurá, y en cierta forma puede ser que el símil tenga razón de ser. Pero no fue el final del indio. Aún hubo espantosos malones, aún hubo feroces combates, donde terminaron de ser aniquiladas las mejores lanzas mapuches. Pero después de San Carlos el indio navegaba contra la historia. Un día apareció el telégrafo en el Desierto, desterrando a los viejos cañoncitos de los fortines y superando en velocidad a las señales de humo de los indígenas. El huinca podría saber en el acto lo que estaba pasando en cualquier punto de la frontera. Patéticamente, los indios destrozaban con saña los endiablados alambres, pero en vano. Además, las armas de fuego cada vez eran más precisas, más rápidas y llegaban más lejos.

La batalla de San Carlos permitió, en fin, adelantar la línea hasta rozar las Salinas Grandes, quitando todas las buenas tierras de pastoreo al mapuche. El 16 de marzo de 1876 Adolfo Alsina, ministro de Guerra del presidente Avellaneda, ordenó desde Olavarría avanzar la frontera hacia el Desierto. Al alborear el 19 se pusieron en marcha las fuerzas del centro, con punto de partida en San Carlos, bajo el mando del coronel Marcelino Freyre. Por el norte partió desde el fortín Lavalle el coronel Conrado Villegas rumbo a Trenque Lauquen, siguiendo un día después Leopoldo Nelson desde Fuerte Gainza para ocupar Italó. El 24 de mayo de 1876, a orillas de la laguna del Monte, Freyre fundó Guaminí, donde estableció su comando.

Muy lejos, allá en la retaguardia, quedó el Fortín San Carlos, al cuidado de una reducida dotación. En medio de la soledad, ya no era punta de lanza hacia el Desierto, sino apenas punto de paso hacia la frontera que cada vez se internaba más, empujando al indio.

Fuente

Best, Félix – Historia de las guerras argentinas – Buenos Aires (1960).

Clifton Goldney, Adalberto – El cacique Namuncurá – Buenos Aires (1956).

Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado.

Garra, Lobodón – A sangre y lanza – Buenos Aires (1969).

Martínez, Alvaro M. – Orígenes de San Carlos de Bolívar – Buenos Aires (1967).

Portal www.revisionistas.com.ar

Prado, Manuel – La guerra al malón – EUDEBA – Buenos Aires (1965).

Ramírez Juárez, Evaristo – La estupenda conquista – Buenos Aires (1946).

Scenna, Miguel Angel – San Carlos, la última batalla de Calfucurá.

Shoo Lastra, Dionisio – El indio de desierto – Buenos Aires (1957).

Todo es Historia – Año V, Nº 59, Marzo de 1972.

Walther, Juan Carlos – La conquista del Desierto – Buenos Aires (1964).

Yunque, Alvaro – Calfucurá. La conquista de las pampas – Buenos Aires (1956)

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