El naufragio del América

Naufragio del América

 

El año de 1871 había sido un año de desgracias y calamidades públicas para la ciudad de Buenos Aires.  En febrero apareció la fiebre amarilla haciendo estragos entre la población –que partía a refugiarse a Belgrano, Adrogué y a otros pueblos cercanos para liberarse del flagelo-, y las noticias de Europa que excitaban a los francófilos y a los inmigrantes no eran tampoco alentadoras.  Francia había perdido la guerra con Prusia, París ardió con la Comuna, se incendió la ciudad de Chicago; un temblor de tierra destruyó la ciudad de Orán (Salta), sepultando a muchos de sus habitantes.  Pero algo faltaba para completar ese cuadro de tragedia.

 

El 24 de diciembre habían zarpado dos barcos de la carrera a Montevideo con pasajeros que pensaban pasar las fiestas navideñas entre sus parientes y amigos.  Se decía también que iban con el secreto propósito de ver corridas de toros que aún se verificaban en la capital vecina, estando prohibidos desde cincuenta años atrás en Buenos Aires.  Partieron el “Villa del Salto” y el “América”, vapores de una carrera que iba a ser fatal.  Este último, como su compañero el “Yi”, hundido poco antes, habían sido construidos en Norteamérica y eran similares a los que recorrían el ancho Mississippi.  Oigamos la descripción de un contemporáneo, el doctor H. Armaignac: “El América era un verdadero palacio flotante, construido sobre el modelo de los que navegan por el río Mississippi.  Es sabido que tales barcos, de poco calado y bien lastrados, llevan sobre cubierta grandes construcciones que contienen gran número de camarotes distribuidos en varios pisos, como también magníficos salones.  A fin de desplazar lo menos posible el centro de gravedad y conservarle al barco la estabilidad necesaria, no se emplean para la obra muerta más que maderas sumamente delgadas y livianas, cuidadosamente pintadas y barnizadas”.

 

A eso de las dos de la madrugada y mientras los 200 pasajeros dormían “en brazos de una brisa fresca y blanda” se propagó un fuego devorador proveniente de la caldera, que dividió el barco en dos.  No se podía ir de la proa a la popa.  “Despertarse rodeado del fuego abrasador y sin más horizonte que la muerte, entre las llamas o las profundidades del río, debió ser un despertar desesperante y siniestro –comenta La Prensa del 27 de diciembre-, suplicio superior al de Titán atado a la roca a quien un cuervo devoraba eternamente sus entrañas.  La pluma se niega a describir escenas tan desgarradoras”.  Y luego: “Hay desgracia, es verdad”.

 

“Se asegura que la explosión de los tubos de la máquina del América fue la consecuencia de haber intentado forzar su marcha para ganar la carrera al Villa del Salto; es decir, que una diversión del capitán tal vez a costado el espanto de una escena infernal en que han conquistado su martirio cerca de 150 seres humanos de lo más distinguido de nuestra sociedad… Padres amorosos, esposas tiernas, madres candorosas, niños inocentes”.

 

En Buenos Aires no se conoce exactamente la magnitud de la tragedia, pues la lista de pasajeros que posee la Capitanía del Puerto da una nómina de 140 personas; sin embargo esta lista es a todas luces incompleta, pues “era práctica en muchos viajantes tomar el pasaje a bordo por la premura del tiempo.  Se calcula que 60 hicieron esto”.

 

¿Qué había ocurrido?  A la altura de San Gregorio dejó atrás al América el Villa del Salto que llevaba el mismo derrotero.  Según el maquinista, el capitán dio en seguida la orden de dar toda la fuerza a la máquina.  Pero ésta no podía soportar más de 25 libras de vapor y se le dio 36.  El diario opina que el maquinista sería también cómplice.  “Hacía tiempo que el América sostenía una rivalidad indomable de ligereza en la marcha con todos los demás vapores.  Reventó un tubo de la caldera y luego otro quedando parado.  Momentos después se sintió olor a quemado y pronto apareció el fuego por la cámara.  Contribuyó el ser la mayor parte del buque de pino”.  La tripulación indisciplinada “compuesta de marineros improvisados que se mudan con frecuencia en las riberas respectivas y la calidad de los pasajeros contribuyó al pánico”.  Los tripulantes y gente de servicio tomaron el primer bote y huyeron.  El otro bote no era suficiente para todo el pasaje (200 personas).  Los que no cupieron se lanzaron al agua en tablas o con salvavidas, o se sumergieron arrastrados por las olas que empezaron a barrer la cubierta.  El otro barco estaba a doce millas de distancia y el América no podía hacer señales “porque ni el pito de la máquina funcionaba”.  Pero un práctico del otro vapor vio el humo y dio aviso.  El Villa del Salto viró acto continuo y en una hora llegó al lugar del siniestro.  Empezaba a aclarar y el río no estaba muy agitado.

 

Mientras tanto ¿qué había pasado?  La tragedia del América se vivió en Buenos Aires y en Montevideo como cuarenta años después se viviría en Estados Unidos e Inglaterra la del Titanic.  Emocionó por igual a todos, y todos se arrebataban los periódicos para saber de qué se trataba,

 

El Villa del Salto recogió a 66 pasajeros vivos.  Por lo menos 100 habían muerto en la catástrofe.  Juan Antonio Larrazábal y su joven esposa estaban abrazados en cubierta, cuando una ola los arrebató.  El escribano Segundo Garrido también murió con su mujer, la señora Martínez Nieto de Inurrieta y su hija de quince años (pese a tener salvavidas) se ahogaron, dos sobrinos de Alejo Arocena que iban a Montevideo para divertirse y olvidar las penas, pues sus padres habían perecido es mismo año en la epidemia de fiebre amarilla, desaparecieron o murieron quemados.  Una de las historias más trágicas era la de Darío Beccar; los diarios dan dos versiones diferentes: una de ellas dice que su esposa con un hijo pequeño estaban en un salvavidas y un náufrago la apuñaleó para quitárselo; el marido se salvó.  Otra historia relata que era él quien tenía un salvavidas en el que sostenía a su hijo y vino el mismo náufrago con el puñal, lo hirió en la mano y le sacó el salvavidas.  “Excusado decir que el señor Beccar no volvió más a ver a su hijo”, termina La Nación.

 

La proporción de hombres salvados por el Villa del Salto fue de sesenta contra seis mujeres, lo que no habla demasiado bien de la caballerosidad de los rioplatenses, aunque entre el pasaje hubiera posiblemente muchos más hombres que mujeres.

 

Hubo también casos ejemplares.  Uno de los que más conmovió al público, fue la sangre fría del sajón Augusto Rhol, comerciante de Buenos Aires, que ordenó a su familia, compuesta de mujer y tres hijos, que permanecieran en el camarote mientras él buscaba salvavidas, declarando que de no salvarse todos, morirían juntos.  Encontró salvavidas –que aunque muchos de los pasajeros lo ignoraban estaban bajo las camas- y partió con su familia a la cubierta.  Se lanzó él primero al agua, responsabilizando solemnemente al hijo mayor de catorce años e intimándole que le obedeciera en todo.  Ya en el agua le ordenó que lanzara a la madre y luego a cada una de sus hermanas hasta que sólo el muchacho quedó sobre cubierta y pudo tirarse él también al agua.  Permanecieron nadando juntos hasta que los recogió un bote del otro barco.  Su serenidad y presencia de ánimo conmovieron de tal modo a la población, que cuando en los últimos días de diciembre el señor Rhol fue a la Bolsa de Buenos Aires como lo hacía siempre, fue rodeado por todos los bolsistas y corredores y ese día casi no se hicieron operaciones, pues todos estuvieron pendientes del relato de Rhol.

 

Pero el episodio que más conmovió el corazón de los argentinos y que se recuerda hasta hoy, es el salvamento de Carmen Pinedo Quesada de Marcó del Pont por el señor Luis Viale.

 

Dice así La Nación: “Los episodios de que está rodeado el acontecimiento feliz del salvataje de la Sra. de Marcó son tales que han de llevar al espíritu conmovido de nuestra sociedad, un detalle más para juzgar lo horrible de la situación de los náufragos.

 

“Cuando el fuego se había apoderado completamente de todo el buque envolviendo las llamas todos los departamentos, Augusto Marcó del Pont y su joven esposa Carmencita Pinedo, se arrojaron al río asida la una de los brazos del otro.  En los primeros momentos Carmen y Augusto pudieron luchar no contra las olas sino contra el agua.  Nadaban rodeados de otros pasajeros.  El peso de los cuerpos por la fatiga del valiente nadador comenzaba a hacerles asfixiar.  Inmediato a ellos nadaba en esos momentos provisto de un salvavidas el honorable señor D. Luis Viale víctima ilustre de uno de los más heroicos sacrificios de que jamás se tenga noticias.

 

“El señor Viale ve aquella escena en que una mujer joven abrazada a su esposo va a sucumbir.  Dios sabe los pensamientos que cruzaron por su mente.  Los sentimientos nobles del corazón del hombre y del caballero dominaron el pensamiento del señor Viale aun en medio de la lucha con la muerte.

 

“Don Luis Viale no quiere consentir al mar que devore una vida preciosa como la de Carmen Pinedo y entonces ofrece voluntario el sacrificio de la suya para salvar aquélla.  Haciendo esfuerzos logra desasirse del salvavidas que le sostiene a flote y acercándose a los esposos Marcó del Pont, con palabras que no conocemos pero que lamente comprende y el corazón siente, les entrega aquel instrumento de salvación que en esos momentos importaba una existencia.

 

“Augusto Marcó del Pont toma el salvavidas medio asfixiado ya y logra colocarlo sobre el cuerpo casi yerto de su esposa –procura desprenderse de sí para que el peso de ambos cuerpos no neutralice la fuerza de suspensión del salvavidas- y se ahoga a pocas varas de distancia de donde se ahogaba el incomparable don Luis Viale, que impotente para sostener su cuerpo sin salvavidas muere también víctima ilustre de su abnegación sin ejemplo.

 

“Carmen Pinedo no quiere abandonar a su esposo; sabe que está muerto y sin embargo se abraza a aquellos restos queridos e invoca a Dios mezclando a aquella escena terrible el recuerdo de su hijo que había dejado en Buenos Aires.  Las fuerzas comienzan a abandonarla y una ola arranca de sus brazos el cadáver de Augusto, viniendo la providencia a remplazarlo por una pequeña almohadilla flotante que la náufraga recoge apoyando sobre ella su pecho palpitante.  Flotando sin dirección todos los náufragos, se encuentran muy cerca una del otro Carmen Pinedo y Torcuato Villanueva.  Con las fuerzas Torcuato Villanueva perdía las esperanzas y en ese momento los dos náufragos estaban en tristísimo diálogo.  Carmen lo reanima sin embargo, le infunde confianza en Dios para retemplar aquella fe desfalleciente, entona en alta vos una plegaria a María que el náufrago repite balbuceante.

 

“Apenas ha terminado la hoy viuda inconsolable de Marcó del Pont, la “Salve”, cuando al volver la cabeza divisan en lontananza la columna de humo del vapor Villa del Salto.  El buque llega.  El capitán J. O. Morse adopta sus medidas y Carmen Pinedo es recogida entre los 66 náufragos salvados.  Ella es una de las pocas pasajeras del América que probablemente no se habían acostado.  Fue arrebatada al río vestida con todo su traje completo con todas sus alhajas, sólo le faltaba la prenda que ella más amó en su vida, el malogrado Augusto Marcó del Pont”.

 

A este emotivo comentario de La Nación seguirían en los días subsiguientes sentidas semblanzas del muerto.  El caso se popularizó tanto que hasta llegaron a cantarse coplas por las calles que decían así:

 

“El señor don Luis de Viale

su salvavidas entregó,

todo por salvar la vida

de Carmen Marcó del Pont”.

 

La tradición recoge sin embargo otras versiones de la famosa y generosa acción de Luis Viale.  Augusto estaba en cubierta con su esposa y se tiró al agua contando con que ella haría lo mismo después.  Esta no lo vio, pues su marido había caído mal golpeándose.  Como no lo veía, Carmen no se decidía a tirarse, y en medio de su espanto sintió que le ponían un salvavidas diciendo: “Señora, usted es demasiado joven para  morir; yo ya he vivido bastante”, o según otras fuentes: “Señora, su vida es más preciosa que la mía”.  El hecho es que Luis Viale, un hombre de unos cincuenta y cinco años, obligó a la señora a tirarse.  Ella quedó, después del terrible naufragio, en estado melancólico.  Estaba encinta y tuvo que quedarse varios meses en Montevideo reponiéndose; volvió a Buenos Aires sólo para tener a su hija Sisi el 8 de julio de 1872.  Se dice que la catástrofe dejó en la cara de la joven viuda una expresión de tristeza infinita, un rictus que nunca perdió, y que jamás volvió a hablar del accidente en el que desapareciera su marido.

 

Los diarios dieron mucha importancia a la acción de Luis Viale.  En La Nación del 30 de diciembre ya se pide que se le haga una estatua por suscripción popular.  Viale era un conspicuo miembro de la masonería local, y la corporación no pensaba dejar sin honores a un hermano tan destacado.  El monumento es el que se puede ver en la Costanera Sur.

 

Mientas tanto, en Montevideo se toma declaración al capitán Bossi, que como es natural trató de salir airoso en el trance.  Contó éste que fue a la caldera a oscuras y allí le dijeron que se habían quemado los tubos pero que no había peligro.  Mandó entonces hacer señales con dos faroles al otro barco para que los auxiliara pues el pito no andaba.  Al cuarto de hora se notó un olor a quemado en el salón.  El maquinista dijo que era provocado por los fuegos que se apagaban.  El capitán ordenó armar las bombas, y al llegar las mangueras arriba se oyó el tremendo grito de ¡Fuego!  Nadie obedeció su orden de echar al agua los botes.  Cuatro marineros bajaron uno y se fueron en él.  La mitad de los tripulantes ya se había ido y sólo quedó el fiel Joaquín para acompañar al capitán.  Este se tiró al agua para pasar de la popa a la proa porque las llamas impedían el pasaje.  Cuando llegó al otro lado hizo echar el ancla para que se agarraran los infelices náufragos.  Permaneció a bordo hasta el final y sólo se arrojó al agua cuando llegaba el auxilio.

 

Pero esta versión del capitán Bossi fue desmentida en subsiguientes declaraciones por indignados pasajeros.  Se pidió su procesamiento y se dijo que aquellas declaraciones eran falsas.  G. Burmeister afirma en una seria acusación que el segundo comisario le dijo, mientras se empezaba a sentir olor a quemado: “Usted ve, el capitán esta fumando en el salón; él no es un capitán inglés para sumergirse con su buque; si pensara que había algún peligro, sería el primero que tomase un bote para salvar su vida”.  Otro pasajero vio al capitán alejarse con un salvavidas, y no faltó la suposición de Rhol, a quien se le ocurrió que el incendio del barco fue una venganza de los maquinistas, pues al estallar la caldera por el capricho y el apuro del capitán, hubo tres muertos, dos foguistas y un ingeniero, y los restantes marineros decidieron quemar el buque en represalia.  La terrible suposición se fundamente en que varios minutos antes de que se declarara el fuego a bordo se vio a un bote lleno de tripulantes como a doscientos metros del América.

 

El capitán del Villa del Salto había recibido cariñosamente a todos; como es natural cedió su cámara al capitán Bossi acostándolo en su propia cama.  Pero una vez que los pasajeros se empezaron a reponer del susto y la fatiga pasadas, comenzaron a gritar contra Bossi, y entonces Morse, asustado, se paró contra la puerta de su camarote temiendo que los excitados náufragos lincharan a su huésped.

 

Burmeister en su declaración decía que si él hubiera tenido un revólver a mano hubiera matado como a un perro al capitán cuando lo vio tranquilamente en cubierta, sin haber dado ninguna orden atinada ni aconsejar nada a los pasajeros; pero agrega que en realidad un tiro de revólver era demasiada suerte para un cobarde como Bossi “que debía ser linchado en la plaza pública”.

 

Lo cierto es que el pánico fue espantoso y no hubo tiempo de informar de nada a los pasajeros.  Se oyó primero una explosión y luego otra que esta vez alarmó a todos, pero el capitán, sentado en el salón, mandó decir que se acostaran porque no había peligro.  Sin embargo muchos no obedecieron porque dudaban de esa afirmación.  Efectivamente, a los pocos minutos las llamas devoraban el buque y los pasajeros casi desnudos ganaron la cubierta.  Un uruguayo, Artagaveitia, que era un gran nadador, se zambulló desde lo más alto de la borda después de haber cedido su salvavidas a dos mujeres, pero al salir a flote descubrió que otro náufrago se le había aferrado a una pierna con peligro de hundirlo en su desesperación.  Artagaveitia tuvo que luchar a brazo partido –o pierna partida- con su desconocido contrincante hasta que logró zafarse.  El señor Ghirardo cedió su salvavidas y se refugió en la quilla del barco auxiliando al escribano Garrido que nadaba llevando a su señora.  Los colocó en las palas de la rueda (recordemos que el barco era como los del Mississippi) pero pronto el fuego y los maderos incendiados que caían los obligaron a echarse al agua y al matrimonio Garrido no se lo vio más.

 

Este fue el famoso naufragio del América ocurrido el mismo año que la fiebre amarilla asolara las costas porteñas.  Parecía que el destino quisiera ensañarse con ese pueblo de Buenos Aires.  En los comentarios de los periódicos se pide a Dios que el próximo año de 1872 sea más benigno y favorable.  Todos esperaron el primero de año como una liberación.  Las tristes noticias de los días anteriores habían paralizado el comercio.  Los teatros quedaron casi desiertos la noche de Navidad, cuando se supo, aunque sin detalles, el tremendo siniestro.  No había ventas en el mercado y la comunidad seguía con un interés desesperado las diferentes noticias que llegaban.

 

Durante mucho tiempo se siguió hablando del naufragio del América.  Hubo un largo proceso contra el capitán Bossi, que permaneció preso en Montevideo hasta que salió en libertad; uno de los sobrevivientes, Billinghurst lo retó a duelo pero el desdichado capitán se negó a batirse.  Al capitán del Villa del Salto y a sus oficiales los sobrevivientes les regalaron medallas, lo mismo que a Rhol.  Luis Viale tuvo también su estatua, como póstumo homenaje a un gesto que tuvo tanto de valor como de galante caballerosidad.  Hijos y nietos de los que salvaron su vida siguieron perpetuando el recuerdo de esa tragedia.  Ahora, ya casi nadie recuerda el naufragio del “vapor de la carrera” que costó más de cien vidas; solo una estatua frente al río, en la Costanera de Buenos Aires, mantiene viva la memoria de una actitud que, dentro de la impericia, la cobardía, la mala suerte y el sórdido horror de esa Navidad, salvó los mejores valores del ser humano a través de un salvavidas regalado a tiempo.

 

Fuente

Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado.

Portal www.revisionistas.com.ar

Sáenz, Jimena – El naufragio del América.

Todo es Historia –Nº 32, Diciembre de 1969.

 

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