Elisa Alicia Lynch

Elisa Alicia Lynch (1833-1886)

Nació en Cork (Irlanda), hacia1833, proveniente de una acomodada familia burguesa de marinos y magistrados. Al morir su padre, se trasladó a Londres donde a los 18 años, conoció al joven cirujano francés Carlos Xavier de Quatrefages, con quien se casó el 3 de junio de 1850, llevándola a vivir a Argelia por su destino profesional en el ejército colonial. A los tres años de casada, se separó de su marido, por no amarlo, y se trasladó a París con su hermana y cuñado.

Bella y pobre, ambiciosa de figuración y fortuna, seguramente tuvo algunos idilios hasta que conoció en 1853, al brigadier Francisco Solano López, que por entonces realizaba en Europa una gira oficial, enviado por su padre, el presidente Carlos. Esta relación significó para ella, el único amor de su vida, y cuando López regresó a su patria, no tuvo reparos en abandonar la cómoda existencia europea e ir a reunirse con él. Embarcada en Burdeos en el vapor “Ville de Marseille” llegó a Buenos Aires en estado de gravidez, en octubre de 1854, y poco después daba a luz el primer hijo de López, a quien se le puso el nombre de Juan Francisco Quatrefages.

Tres meses permaneció en esta ciudad, hasta que vino a buscarla el vapor paraguayo “Tacuarí” para trasladarla a Asunción. López la instaló en casa separada, dándole como ama de llaves a Isidora Díaz, hermana del general José Eduvigis Díaz, que después se cubriría de gloria en Cutupaytí. Su amante la rodeó de lujos inusitados para la sencilla población asunceña. Le amuebló y adornó la casa con lo mejor que pudo adquirir en París, obsequiándole hasta un juego de muebles de estilo Imperio.

Aprendió el idioma español y su casa comenzó a llenarse de todos los extranjeros más distinguidos. López sólo la visitaba discretamente, porque el celoso respeto a la autoridad paterna, imponía forzosas restricciones a su amor. Casi todos los años, Solano López solía realizar viajes a Buenos Aires. En 1859 fue el último y triunfal viaje en que se le dedicó un álbum con tapas de nácar y terciopelo con incrustaciones de bronce y la leyenda: “El pueblo de Buenos Aires al brigadier general de la República del Paraguay, don Francisco Solano López”.

Mientras tanto la irlandesa debió vivir en soledad, aislada en el medio hostil que la rodeaba por doquier. Esa sociedad, apegada a las rígidas costumbres españolas, repudiaba a la intrusa, escandalizada por su sola presencia en la ciudad. Muchas familias linajudas demostraban ostensiblemente su hostilidad.

La muerte del presidente Carlos López, ocurrida el 10 de setiembre de de 1862, puso alivio a la triste condición social de la extranjera. Un mes después, el general López convocó un Congreso que de acuerdo a la Constitución lo eligió presidente por abrumadora mayoría, siendo investido del poder el 16 de octubre. Su exaltación dio motivo a ruidosas celebraciones sociales y populares. Elisa Lynch, aunque siempre resistida por el patriciado asunceño, tuvo entonces muchos amigos y aduladores.

Recibió en su casa y dio fiestas al margen del protocolo oficial. La historia ha recogido la crónica de un fastuoso baile de disfraz organizado por la Lynch, el 7 de noviembre de 1863, en los salones del Club Nacional. La ciudad comenzó a experimentar el influjo poderoso de su cultura y refinamiento. En ese año vinieron contratados profesores para dirigir una escuela superior femenina y una academia de francés y música. De París se importaron muebles, ropas, libros y revistas.

Al declararse la guerra a la Argentina y al Brasil, por ley del Congreso, López recibió el título de mariscal-presidente de la República, y comandante supremo de todas las fuerzas. La Lynch desde entonces comenzó a lucir los entorchados de mariscala, título que se dio a sí misma. Su codicia por las alhajas y el oro no tuvo límites. Fue ella, quien propuso que las familias adineradas contribuyeran con su oro y piedras preciosas para regalarle al mariscal una espada de oro macizo y plata cincelada, a más de otros objetos y trofeos.

En junio de 1865, ambos se separaron, porque López marchó a ponerse al frente de sus legiones en Humaitá. Luego pasó a reunirse con él, llevando a sus hijos y servidumbre. Puso de manifiesto toda su abnegación y fidelidad. Vivió la dura vida de los campamentos, mientras todo se le informaba y consultaba. Sus órdenes tenían tanta fuerza y autoridad como las del mismo López.

Anduvo por Paso de la Patria, Paso Pacú y San Fernando, lugares donde se trasladaba el campamento general. Siguió al lado del mariscal y conoció su decisión de continuar la guerra hasta vencer o morir, pues se había convertido en una trágica obsesión desde la entrevista celebrada con el general Mitre, jefe supremo de los ejércitos aliados, en setiembre de 1866.

Aparte de las grandes y épicas batallas que inmortalizaron a los paraguayos, sucedió la conspiración de San Fernando durante los meses de abril a junio de 1868, donde llegó a ejecutarse a lanza y fusil a 27 personas por día. Hombres y mujeres de elevada posición fueron obligados a seguir al ejército en el heroico éxodo de la retirada. En diciembre de aquel año, terminó López con diez batallas perdidas en un mes. La Lynch vio la triste legión de las “traidoras” y “destinadas” de 1868, mientras abandonaba el campamento, dirigiéndose al norte en su larga y postrera marcha a través de selvas, esteros, ríos y desiertos, seguida de una inmensa tropa de carretas, conduciendo el tesoro nacional.

En la mañana del 1º de marzo de 1870, rodeados por los brasileños en Cerro Corá, el mariscal López fue muerto mientas montaba a caballo con la espada desenvainada, y su hijo Panchito, de catorce años, que promovido a coronel desde los once, seguía a su padre como edecán. La Lynch con sus propias manos cavó la fosa de ambos, y arrodillada junto a ellos cortó algunos mechones de sus cabellos coagulados de sangre.

Trasladada con los suyos por el vencedor a Concepción, desde allí fueron embarcados en el “Princesa”, barco brasileño que los transportó a Asunción. Guardaba detención a bordo cuando su equipaje fue escrupulosamente revisado por oficiales brasileños, encontrándosele innumerables joyas, objetos valiosos y una crecida cantidad de dinero en oro y plata. Entre los papeles de su camarote, fueron halladas las escrituras y títulos de numerosas propiedades urbanas y rurales. El gobierno provisional ante la efervescencia popular expidió un decreto embargándole todos esos bienes.

A fines de mayo de 1870, la Lynch con sus hijos se embarcaban en el “Jaurú”, camino del destierro. En Río de Janeiro llegó la orden disponiendo que fuera puesta en libertad. Pidió ella entonces que se la condujese a Montevideo, y una semana más tarde, regresaba a Inglaterra en el “City of Limerich”.

Establecida en Londres, alquiló una hermosa casa amueblada donde vivió poco tiempo. Mandó llamar al doctor Stewart (cirujano inglés de su confianza, que vivió en Asunción antes y durante la guerra), que ya había regresado a esa capital, y le exigió la devolución de la crecida suma de 200.000 libras, que le confiara en calidad de depósito el año anterior, cuando se hallaba en Villeta, pero éste se negó a entregárselo, manifestando que aquel dinero sólo lo restituiría al gobierno del Paraguay, su legítimo dueño. La Lynch, irritadísima, ante lo que ella consideraba un despojo, inició en los tribunales el largo y famoso pleito que nunca pudo ganar. Sin embargo, retiró importantes cantidades de dinero en oro de algunos bancos de Londres, donde estaban depositadas a su nombre desde diferentes y anteriores fechas, y resolvió dirigirse a Francia.

Viendo la indiferencia general decidió partir al Oriente. Acompañada de sus hijos y sirvientes pasó a Alejandría. Permaneció algunas semanas en el Cairo donde se le tributaron algunos honores oficiales de escasa importancia. De Egipto pasó a Palestina y visitó Jerusalén. Cuando regresó a París se vio apostrofada por una airada muchedumbre que la confundió con la odiada emperatriz Eugenia de Montijo.

A los dos años, comenzaron las amarguras y los desengaños. Su fortuna disminuyó rápidamente. Algunos de los depósitos de oro fueron embargados y los pleitos iniciados contra ella por el gobierno del Paraguay, reclamándole enormes sumas sobre cuyo origen habían declarado agentes y personas autorizadas, se multiplicaron.

El 23 de octubre de 1875, volvió a Asunción con su hijo Enrique, con permiso del presidente Gill, para reivindicar sus bienes confiscados, pero fue reembarcada al día siguiente de su llegada, ante la hostilidad de la opinión pública.

De regreso a Buenos Aires, al enterarse de que el redactor de “La Tribuna”, Héctor F. Varela, se hallaba ausente del país, le escribió una carta a su hermano Mariano, director del diario, en la que se defendió de las acusaciones de que era víctima, señalando que publicaría un alegato. Pronto apareció en castellano y francés, su célebre folleto titulado Exposición y Protesta, extenso documento, donde el nombre del redactor nunca se supo. Entre coincidencias que no siempre tienen el claro sonido de la sinceridad, valiéndose de digresiones interminables y explicaciones que tratan de ser convincentes, y que resultan confusas muchas veces, contiene acentos que por instantes resultan conmovedores. En el alegato declaró su nacimiento y nacionalidad, los nombres de sus padres y antecesores, la fecha de su casamiento con el doctor Quatrefages, y cómo se convirtió en la compañera de Francisco Solano López. Detallaba además, los extensos campos, bosques y yerbales de su propiedad, adquiridos al Estado, valiéndose de su influencia personal sobre el mariscal, que según ella, no excedía de noventa mil pesos, suma que, como afirmó durante el largo y ruidoso pleito de reivindicación que inició contra el gobierno paraguayo que los había confiscado inmediatamente después de la guerra, no equivalía al valor de las tres mil leguas que reclamaba, según lo estableció el jurisconsulto doctor Ramón Zubizarreta en su Consulta sobre el valor legal de los títulos de madama Lynch. Este pleito interminable y lleno de incidencias de toda clase, que se prolongó muchos años, fue la obsesión de la Lynch hasta sus últimos días.

Regresó a Buenos Aires por tercera vez en 1885, en compañía de Enrique, para revocar los poderes y otorgar otros a favor de su hijo y algunas personas de su amistad. Sus intrincados juicios se complicaron cada vez más, y las alternativas de esa interminable lucha judicial la fue llevando al borde de la ruina. Pocas semanas se quedó en la ciudad, y entre las escasas personas que fueron a despedirla en el puerto se encontraba Carlos Guido y Spano.

De vuelta a París, falleció en su pequeño departamento del Boulevar Pereire, próximo al Sena, el 25 de julio de 1886, a los 53 años de edad, olvidada por todos. El Municipio la hizo enterrar, y posteriormente, sus hijos mandaron construir en el cementerio Pére Lachaise, de aquella capital, un sencillo túmulo donde descansan sus restos.

En su vida de hogar fue una dama correcta y madre ejemplar. Además de su hijo mayor Juan Francisco, nacieron en Asunción Corina, niña que murió muy pequeña; Enrique, venido al mundo en 1859; Federico Morgan Lloyd, en 1860, y Carlos Honorio, en 1861. Más tarde, le siguieron Leopoldo, de precaria salud que murió apenas llegado a Londres, y tres criaturas perdidas durante los años de la guerra. En total, nueve hijos más el que Juanita Pessoa dio al mariscal en Pilar, y Rosita Carreras, de madre desconocida.

“Apasionados antagonismos y hondos resentimientos de una época trágica de la historia paraguaya han recargado con tintas sombrías los perfiles de esta mujer, de fuerte personalidad que ligó su destino al del mariscal Francisco Solano López. Pero la biografía objetiva debe reconocer que la intolerancia, el sectarismo, la calumnia, la injuria cebáronse en ella como chacales implacables, aun sin esperar que llegara su hora de adversidad”.

Fuente
Cutolo, Vicente Osvaldo – Nuevo Diccionario Biográfico Argentino – Buenos Aires (1975).
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
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