Fiebre Amarilla en Buenos Aires

“Un episodio de la fiebre amarilla en Buenos Aires”, oleo de Juan Manuel Blanes

Desde su fundación hasta principios del último tercio del siglo XIX, la ciudad de Buenos Aires fue azotada por varias pestes que probaron la fortaleza de su población, el desempeño de las autoridades sanitarias, el heroísmo de algunos, que ofrendaron sus vidas en pro de la comunidad.

Esta peste histórica, que señaló el capítulo más trágico de la historia de nuestra ciudad, no fue casual, sino debida a una serie de circunstancias, tales como la procedencia de Asunción del Paraguay, su itinerario por la vía fluvial paranaense, la negligencia grave de la Junta de Sanidad del Puerto de Buenos Aires, el afincamiento en el barrio de San Telmo, la pérdida de tiempo y recursos en la innecesaria persecución de los inmigrantes y finalmente su propagación a través de los barrios parroquiales de Buenos Aires por el mosquito Aedes aegypti.

La peste que diezmó a la población de Buenos Aires, en el primer semestre de 1871, había provenido de Asunción; se propago luego a la ciudad de Corrientes y finalmente, a través de la vía fluvial paranaense, penetró en nuestra ciudad, radicándose con toda cizaña en el barrio de San Telmo.

En Asunción, el máximo apogeo se había producido en diciembre de 1870, propagándose luego a los pueblos ribereños del río Paraguay.  Las noticias sobre la fiebre amarilla en el Paraguay creaban un estado de aprensión en los porteños.  El 29 de diciembre de 1870, el doctor Luis Tamini, municipal del barrio de San Telmo, propuso el ensanche del Lazareto Municipal, como medida de precaución, en el caso de que se produjese una epidemia.

No obstante las medidas tomadas por las autoridades sanitarias de la Capitanía de la Ciudad de Corrientes, el 9 de enero de 1871, el flagelo epidémico arraigó en esa ciudad mesopotámica, cuya población no sobrepasaba los 15.000 habitantes.  De inmediato se estableció una cuarentena de 15 días para los barcos que partían hacia Buenos Aires y aquellos que hacían escala en Corrientes, a fin de contemplar todas las embarcaciones que tenían como destino el puerto de Buenos Aires.  Sin embargo a veces se burlaban esas disposiciones, tal como aconteció con el vapor Columba, que habiendo partido de Asunción el 5 de enero, no tocó en los puertos argentinos del Paraná, y arribó a Montevideo, y desde allí siguió viaje hacia Buenos Aires.

El 11 de enero, Arístides Cote falleció de tifus icteroide en el Hospital General de Hombres, pero al practicar la autopsia el Dr. Larrosa señalo que el deceso se había producido por una ictericia.  Esta noticia provocó cierta alarma entre las autoridades sanitarias, a tal punto que la Municipalidad ordenó la construcción de dos pabellones en el Lazareto Municipal y dictaminó que se practicaran las visitas domiciliarias en las casas de inquilinato, bodegones y fondas y en cualquier lugar donde hubiera hacinamiento, imponiéndose multas a los infractores.

En la segunda semana de enero, la población comenzó a intranquilizarse, pues había la alarma de que existía cólera en la ciudad.  Una noticia periodística fue premonitoria de la entrada de la fiebre amarilla: “las defunciones habidas ayer, 19 de enero, dentro del municipio ascienden a 40.  Desgraciadamente esto hace creer que estamos propensos a ser amagados por algún flagelo, pues en épocas normales, el número de defunciones rara vez excede de 28 a 30 individuos”.  Si bien las estadísticas no lo recuerdan, se da como fecha de iniciación de la epidemia el 27 de enero de 1871 con tres casos identificados por el Consejo de Higiene Publica de San Telmo.  Las mismas tuvieron lugar en dos manzanas del barrio de San Telmo, las viviendas situadas en las calles Bolívar 392 y Cochabamba 113, primeros focos de iniciación y propagación de la mortal epidemia.

En Bolívar 392, pequeño inquilinato de 8 cuartos de material, la fiebre amarilla atacó sin piedad a una familia.  El italiano Ángel Bignollo de 68 de años de edad y su nuera Colomba de 18 años, contrajeron la enfermedad siendo asistidos por el Dr. Juan Antonio Argerich, quien no pudo detener el desenlace fatal. En el certificado de defunción el Dr. Argerich expresó que el deceso del primero se debía a una gastroenteritis, y el de la segunda a una inflamación de los pulmones. Ese diagnóstico, expresado erróneamente a sabiendas, tuvo la finalidad de no alarmar a los inquilinos de la casa y a los vecinos del barrio; pero en la notificación que Filemon Naón, comisario de la Sección 14, elevara al jefe de la policía, Enrique Gorman, se expreso que ambos eran casos de fiebre amarilla.

El excesivo calor, la gran sequía que asolaba a la ciudad y las deficientes condiciones sanitarias, favorecieron el desarrollo del mosquito Aedes aegypti por los barrios de la ciudad. Las autoridades sanitarias, comisiones de higiene y los facultativos comprometidos con la salud pública, ignoraban al enemigo oculto, del cual poco se sabía y nada se sospechaba.

La Comisión de Higiene de San Telmo solicitó a los vecinos del barrio, el cumplimiento de las siguientes medidas higiénicas:

1) Hacer fogatas con maderas, alquitrán y otros combustibles, cuyo humo no sea nocivo, para desinfectar la atmósfera.

2) Blanquear las viviendas interiores y exteriores.

3) Desinfectar y asear las letrinas con cal.

En la sesión del 7 de febrero, la Municipalidad acordó que los cadáveres de los amarílicos fuesen inhumados en el Cementerio del Sud, seis horas después de ocurrido el deceso. Se prohibieron las inhumaciones de los apestados, en el Cementerio del Norte. El 9 de febrero la peste salió de su foco primitivo y prosiguió su marcha por toda la ciudad.

Desalojo de los inquilinatos y persecución de los inmigrantes.

La Comisión Popular, atenta a los nacimientos de los distintos focos de la peste, había verificado que estos se relacionaban con los lugares en que existían aglomeraciones humanas.  El articulo publicado por el diario La Nación, de fecha 5 de Marzo de 1871, intitulado La mortalidad y sus causas, decía: “… la fiebre ha buscado el punto de mayor aglomeración y desaseo y lo ha atacado sin piedad. Inmediatamente que se han hecho cesar las causas de la propagación, la peste ha desaparecido encerrándose de nuevo en su guarida primaria. Sabido es que un nuevo foco de peste se había anunciado en la calle Paraguay, entre Artes y Cerrito.  Averiguando el hecho, resultó que el lugar atacado, teniendo capacidad para cincuenta personas, alojaba trescientas veinte.  Pero había algo peor… con un objeto que no es fácil adivinar, el locador o dueño de esa casa no consentía que se sacasen las basuras que se hacían diariamente en ella, que no serían pocas ni de buena calidad. Iba amontonando en el fondo de la casa donde hacia 10 meses que se estacionaban, por manera que, cuando se sacaron, fue necesario ocupar 10 grandes carros de los que hacen el servicio municipal.  Allí dio su asalto la fiebre amarilla, atraída sin duda por los inmundos efluvios de aquella atmósfera, y la primera victima que hizo fue el mismo dueño o arrendatario de la casa, en seguida fue atacada su mujer y murió…”

El día 9 de marzo, a 4 días de la aparición del articulo de La Nación, en un acuerdo entre las autoridades del Municipio, la Comisión Popular y el Gobierno, se dispuso proceder al inmediato desalojo de todos los conventillos de la ciudad, en el término de cinco días, y bajo la pena de que pasado el tiempo y no cumplida la disposición, se emplearía la fuerza publica.

Mientras aumentaban las víctimas de la epidemia de fiebre amarilla, los miembros de la Comisión Popular recorrían los barrios más afectados, echando a la calle a todos los habitantes de los inmuebles donde aparecía el terrible mal. Especialmente  encargados de la misión fueron Juan Carlos Gómez, Domingos Cesar, Manuel Argerich y León Walls. A veces eran acompañados por miembros de la Comisión de Higiene, y siempre por un piquete policial con orden de actuar cuando surgían dificultades.

La mayoría de las veces la resistencia era mucha. No solo se desalojaban los inquilinatos, también se incineraban todos los mubles, ropas y demás cosas que hubieran estado en contacto con los enfermos.

Fueron los conventillos los que padecieron este tipo peculiar de requisa. Los pobres inmigrantes allí hacinados, recién llegados al país y medio muertos de miedo por el espanto que los rodeaba, recibían la visita de la nutrida comisión, con la que apenas podían entenderse las más de las veces por desconocer el idioma. Los desdichados, desarraigados, perdidos en medio de la locura en que se hallaban sumergidos, contemplaban entre desolados y temerosos a esos señores que les impartían órdenes, incomprensibles la mayoría de las veces.  Cuando comenzaban las requisas, los echaban a los empujones a la calle, casi siempre sin dejarles recoger sus pertenencias.  Es natural que se resistieran, que gritaran, que intentaran salvar lo poco que tenían. Pero todo cuanto había en la casa estaba condenado a ser quemado.

El conventillo era encalado, desinfectado y luego cerrado. Los comisionados y la policía se iban y quedaban los inmigrantes en la calle librados a su suerte.  Como la mayoría de los inmigrantes eran italianos, hubo verdadera saña contra ellos.  Una prueba de psicosis colectiva anti-italiana la ofrece el historiador norteamericano Alison William Bunkley, al decir: “…se culpo de la epidemia a los inmigrantes italianos.  Se los expulsó de sus empleos. Recorrían las calles sin trabajo, ni hogar, algunos incluso murieron en el pavimento, donde sus cadáveres quedaban con frecuencia sin recoger durante horas.  Había un gran pedido de pasajes para Europa.  La compañía Genovesa vendió 5.200 pasajes en quinces días…”.

Escenas trágicas

A mediados del marzo, se había producido el éxodo de las dos terceras partes de la población de San Telmo.  Las familias y comerciantes abandonaban sus hogares y huían despavoridos hacia pueblos de campaña, olvidando a veces en el apresuramiento, cerrar las puertas de las viviendas.  Por esta causa fue incesante la actividad cumplida por el personal de la Comisaría 14, a cuyo frente se hallaba el comisario Lisandro Suárez.  Permanentemente, durante el día y la noche, el personal policial recorría las calles, y al encontrar una casa abandonada la cerraba con candados, remitiéndose la llave al jefe de la policía.  Poco a poco, San Telmo se despoblaba  por la peste, y ese barrio tan dinámico se volvía sombrío a medida que la fiebre amarilla penetraba en sus casonas, convertidas en grandes inquilinatos.  Gran cantidad de casas estaban abandonadas, expuestas a la voracidad de los ladrones.

En la madrugada del 17 de marzo, Manuel Domínguez, sereno de la manzana 72, notó que la puerta de la casa situada en la calle Balcarce 384 estaba abierta.  En cumplimiento de su deber llamó, y al notar que nadie contestaba, penetró en el inquilinato, y encontró el cadáver de una mujer, con una criatura de pecho, mamando.  Condolido ante esa situación, el sereno levantó al niño y lo entregó al ayudante quien lo remitió al departamento de Policía.  La madre se llamaba Ana Cristina, residía con su marido enfermo en el barrio de la Boca, del cual había sido conducida en el carro de pobres a la casa antedicha, que estaba abandonada.  Esta trágica escena pudo haber motivado al famoso cuadro del pintor uruguayo Juan Manuel Blanes.

Al tiempo que el gobierno nacional y el provincial decretaban feriado hasta fin de mes, la Comisión de Higiene decidía finalmente adoptar la grave medida de aconsejar al abandono de la ciudad.  Era una cumplida demostración de impotencia ante la calamidad reinante, y si bien ya Buenos Aires estaba semi vacía, la actitud de las autoridades, aumentó el pánico.  Ya el 9 de abril el diario La Nación aconsejaba desde su editorial el éxodo de la ciudad.

El editorial pintaba exactamente la triste realidad que se vivió en abril de 1871. El consejo de evacuar llegó tarde, cuando la ciudad ya estaba evacuada a medias y desordenadamente pero, si bien agravó la fuga, las autoridades tomaron medidas para alojar a los fugitivos. El gobierno provincial ya tenia listos, aquel 11 de abril, cien vagones del Ferrocarril Oeste en Moreno, dispuestos para alojar a familias pobres y preparaba otros cien en Merlo, además de setenta carpas en San Martín (hoy Ramos Mejía). A su vez, la Comisión Popular dispuso la preparación de casillas de emergencia.

En la primera quincena de abril, el terror epidémico había penetrado en los hogares porteños.  El abandono de las casas y la huida de las dos terceras partes de la población, en la cual se contaban legisladores, funcionarios de gobierno, miembros de la Corte Suprema de Justicia y profesionales diversos, constituyeron la prueba fehaciente de la excesiva mortandad.  Desde el 30 de marzo hasta el 13 de abril, fueron inhumadas 5.377 víctimas de la epidemia.

El progreso de la epidemia, el abandono de la ciudad de unos 62.000 habitantes, que habían huido presas del terror, la feria declarada a las actividades administrativas, con excepción de los indispensables organismos del estado, la clausura de las escuelas y de las iglesias, el cierre del puerto, transformaron a Buenos Aires en una gran aldea silenciosa.

A pesar que se expendían pasajes gratuitos para salir de la ciudad, es indudable que la falta de transporte se debió principalmente al apuro.  La enfermedad dio motivos de sobra para que algunos inescrupulosos obtuviesen dinero, haciendo pagar traslados a un costo extraordinario, o exigiendo fortunas por el pago de ranchos miserables a las afueras de la ciudad.  Las casas abandonadas ya habían provocado la codicia de numerosos ladrones.  Muchas familias, a su regreso, encontraron sus casas virtualmente saqueadas.

A mediados del mes de abril, la epidemia comenzó a declinar, y en mayo la población regresó a Buenos Aires, a sus casas, con la esperanza de volver a su vida cotidiana.

 A modo de conclusión

Hacia 1871, cuando Buenos Aires comenzaba a cambiar su fisonomía colonial por la de una metrópolis moderna, el flagelo de la peste se abatió sobre la ciudad.  La epidemia tuvo pronto sus mártires y sus héroes, sus momentos trágicos y sus anécdotas.

No por azar la fiebre amarilla azotó Buenos Aires.  Distintos factores decretaron la desgracia: las obras de salubridad inexistentes, viviendas precarias, escaso o nulo control sanitario, y una casi actual despreocupación oficial por el bienestar de la población.

De los habitantes de la ciudad, 14.000 aproximadamente perecieron.  Nunca como entonces la igualdad ante la muerte se hizo tan evidente.  Noches y días, carros fúnebres llevaban montañas de cadáveres, que saturaron el Cementerio del Sur, y demandaron la creación del de la Chacarita.  La Reina del Plata cayó estoicamente durante la presidencia de Domingo Faustino Sarmiento.

En San Telmo se vieron los primeros casos de fiebre amarilla, en enero de 1871, propagándose rápidamente a los barrios de Monserrat, Balbanera, San Nicolás, San Miguel y Catedral al Sud. La hipótesis más cuestionada era que los soldados que regresaban de la guerra del Paraguay, como así los inmigrantes enfermos, propagaban el mal. No se conocía la etiología del flagelo, y la inoperancia terapéutica colmaba los limites razonables, se suministraba quinina a altas dosis, diaforéticos, revulsivos cutáneos, tónicos amargos y hemostáticos…

Creado el cementerio de la Chacarita, el Ingeniero A. Ringuelet instaló las vías de un ferrocarril que llevara los casos fatales desde Centro América y Corrientes, transportados por “La Porteña”.  Hospitales y lazaretos trabajaron a ritmo agotador, morían médicos y enfermeros, mientras se arbitraban medidas desesperadas.  La Cruz de Hierro, primera orden de caballería argentina, fue destinada a honrar a los conductores de la defensa civil.  Los ejemplos de altruismo se multiplicaron.

Se imputó injustamente el desarrollo de la epidemia al hacinamiento en los conventillos, y quizás con más verdad, al sucio Riachuelo y a los saladeros. Estas circunstancias fueron potenciadas por lluvias persistentes, con la formación de pantanos, y un calor intenso, que favorecieron la proliferación del mosquito, real responsable de la epidemia, de quien aun no se sospechaba.

En el mes de junio, la fiebre amarilla se alejó para siempre. El gobierno proclamo su mea culpa, y se impulsaron las medidas de salubridad y saneamiento que, de haberse adoptado antes, sin duda hubieran impedido en mucho la propagación de la enfermedad.

Fuente

Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado

Fonso Gandolfo, Carlos – Public. de la Cátedra de Hist. de la Medicina, Bs. As., Fac. de Medicina, UBA.

Garramone, Esteban Ignacio – 1871: La Epidemia de Fiebre Amarilla en Buenos Aires, Bs.As.  (2000).

Howlin, Diego – Vómito Negro, Historia de la Fiebre Amarilla en Buenos Aires de 1871.

Jankilevich, Ángel – Hospital y Comunidad: de la Colonia a la Independencia y de la Const. a la Rep.

Martín, Ernesto – Fiebre Amarilla.

Portal www.revisionistas.com.ar

Revista Persona

Scenna, Miguel Ángel – Cuando Murió Buenos Aires: 1871 – Bs. As., La Bastilla, 1971.

Wyngaarden Cecil y col. – Medicina Interna – 19ed., Interamericana, 1994.

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