Trinidad Guevara

Trinidad Guevara y uno de sus seis hijos

Nació en Santo Domingo de Soriano (Banda Oriental), el 10 de mayo de 1798. Era hija del actor Joaquín de Guevara y Vasconcellos, y Dominga de Cuevas, según expresa su partida de Bautismo. Se inició como actriz en el Teatro Coliseo de Buenos Aires, a los dieciséis años, y pronto hizo rápidos progresos, contando con el apoyo de la “Sociedad del Buen Gusto”.

Protagonista de una vida amorosa intensa. Tuvo a su hija Carolina Martina con el futuro presidente de Uruguay, Manuel Uribe, y a los 21 años, volvió a ser madre sin marido, cuando dio a luz a su segundo hijo, Caupolicán.

Mientras se convertía en la actriz favorita del teatro porteño, cosechó envidias y escándalos. Una mujer de la cual solo se recuerda su apellido, Ujier, comenzó a visitar las funciones en las cuales estuviera la Guevara, para iniciar una guerra de chimentos y críticas con la intención de ser ella la principal actriz de teatro de la época. Trinidad, cansada de esta mujer, decidió cederle su lugar y ocupar el palco que tenía esta señora. Con el correr de las funciones, Ujier demostró no ser muy buena actriz. Se olvidaba la letra y tampoco poseía la gracia ni el talento suficiente. El público, a pesar de las malas actuaciones, iba a disfrutar de las caras que hacía la Guevara desde el palco.

A los pocos días, Trinidad volvió a intercambiar lugares con la Ujier y regresó a lo grande.

La Ujier, dolida por su fracaso como actriz, encontró en el periódico El Despertador Teofilantrópico Místico Político del Padre Francisco de Paula Castañeda, un lugar para seguir con sus críticas y chimentos contra Trinidad Guevara.

Dentro de su arte escénico fue la maestra del amor y del suspiro; una verdadera actriz. Sus grandes triunfos los obtuvo con Los hijos de Edipo, Tupac-Amaru, Pablo y Virginia, Siripo, La precaución infructuosa y Carlos IX, entre sus obras representadas.

Juan Antonio Wilde la recuerda, como “una mujer interesante sin ser decididamente bella; de esbelta figura, finos modales y dulcísima voz; pisaba con gallardía las tablas y tenía lo que se llama posesión del teatro”.

Interesó vivamente al público de Buenos Aires, quien le brindó aplausos sin retaceos, aun en los casos en que las intimidades de su vida privada pudieron ser aviesamente utilizadas por sus enemigos para desacreditarla.

Entre los años 1822 y 1824, debió contraer matrimonio con un señor de apellido Gallardo, probablemente chileno, y aunque jamás lo usó en su actividad profesional, figura asentado en su partida de defunción. Después de 1825, cuando decayó la actividad dramática, llevó su arte al extranjero; Chile y Montevideo, alternativamente, aplaudieron sus interpretaciones hasta 1830, en que retornó a Buenos Aires, participando en las últimas temporadas de ese año, en el Coliseo. Hasta entonces, ella fue la atracción, el centro del espectáculo y del espectador, pero su talento comenzó a declinar, superándola Juan Aurelio Casacuberta, convertido en predilecto del público. Protegió artísticamente al actor Francisco Cáceres, un rival de aquél, que no alcanzaría a empañar su gloria, y no lo siguió a Casacuberta cuando intentó crear la “Sociedad Dramática” del Parque Argentino para romper el monopolio que ahogaba la vida del teatro porteño, manteniéndose, en cambio, junto al primero en las funciones del Coliseo. Actuó con Casacuberta en veladas teatrales dadas en 1832, que alcanzaron un brillo inigualado.

Pasó a Chile a fines de 1832 acompañada de su discípulo Cáceres, permaneciendo ambos hasta mediados de 1836, en que regresaron. Estuvo unos días en Buenos Aires, y de inmediato partió a Montevideo donde le reclamaban asuntos privados. No obstante los años de ausencia, todavía era atracción para el público. De vuelta, se incorporó al elenco del Coliseo, con Alejandra Pacheco, trabajando hasta noviembre de 1837, y uniéndose al grupo de actores que abandonó el viejo teatro para organizar uno nuevo.

Actuó en el escenario del Victoria, viajó nuevamente a Chile, y cuando regresó a Buenos Aires en 1840, encontró el teatro en lamentable estado y con algunos compañeros marchó rumbo a Río de Janeiro, donde se radicó por unos años, pero la salud precaria y la edad avanzada hicieron estragos en su físico. Sin embargo no perdió su oficio, y actuó en el país hasta 1851.

Después de Caseros, volvió a la escena con algunas compañías extranjeras. La última presentación suya fue la que realizó en su beneficio, en función extraordinaria en el teatro del Porvenir, la noche del 25 de noviembre de 1856, como protagonista de La Cisterna, de Albi, acompañada por el elenco español de Francisco Torres.

En 1873 llegó al país Jacinta Pezzana, la gran trágica italiana que marcó rumbos en el drama universal. Por ese entonces, Ernesto Rossi actuaba en el Colón, situado en lo que había sido el Hueco de las Animas, donde debió erigirse el primer teatro argentino y cuyas obras, apenas empezadas, fueron destruidas por el fuego. Había en aquella época más de una compañía francesa en los modernos y elegantes teatros de Buenos Aires, y el público porteño recordaba los nombres de los precursores como algo perdido a través del tiempo.

Un buen día se acordaron las autoridades municipales que en la calle Cangallo y Reconquista había un local que había sido teatro a principios del siglo y que permanecía cerrado. Lo visitaron y se decidió que lo único posible era demolerlo y dejar libre aquel solar céntrico para que se levantara en él un moderno edificio a tono con los adelantos edilicios de la ciudad. Trinidad Guevara contaba a la sazón 75 años y sobrevivía, más que vivía. Era fuerte y animosa y los años le habían dado una resignación particular.

Devota, como siempre lo había sido, concurría cuando sus achaques se lo permitían, a la iglesia de La Merced, entre cuyos muros había hallado muchas veces consuelo para sus pesares. La iglesia de La Merced quedaba frente por frente con aquel barracón que había sido escenario de sus éxitos juveniles, el teatro Coliseo Provisional. Una mañana, desde el atrio de la Iglesia, pudo ver la anciana Trinidad cómo una cuadrilla de obreros comenzaba su obra de destrucción. El primer golpe de la piqueta, hirió a un tiempo de muerte a los muros de adobes y a aquella reliquia del pasado, a aquella viejecita. Cayó en cama la actriz, tal vez porque su vida había llegado naturalmente a su término, tal vez porque no pudo soportar aquel espectáculo de la demolición del Coliseo, y cayó en cama para no volver a levantarse.

Nada se sabe de su hija, ni de cómo regresó al país de aquel viaje a Río de Janeiro en tiempos de Juan Manuel de Rosas, ni de la mano piadosa que cerró sus ojos cuando falleciera, ni de aquellos que acompañaron sus restos a la última morada, ni de su lenta agonía prolongada a través de los meses en que se inició la demolición del teatro hasta el día en que se terminaron los trabajos.

Olvidada y pobre falleció en Buenos Aires, el 24 de julio de 1873, a los 75 años. Sus restos fueron inhumados en el Cementerio de la Recoleta.

Un autor ha escrito que “Tenía noción cabal de las sutilezas incubadas en la paradoja del comediante; poseía la medida del oficio, señalando una avanzada renovadora frente a la vieja escuela española en decadencia”, y más adelante agrega: “Su naturalidad sentó cátedra y no está demás señalar la influencia del arte de Cáceres, ya maduro cuando entró en contacto con ella, logrando devastar su amaneramiento y pulir su afectación”.

El arte de Trinidad Guevara como precursor hizo posible que, más tarde, se comprendieran sus dotes inigualables depuradas a la luz de los juegos escénicos mostrando las facetas de su rica personalidad.

Ha sido considerada en su patria y fuera de ella como una de las más notables artistas que en su género había producido hasta entonces la América Latina.

Fuente
Cutolo, Vicente Osvaldo – Nuevo Diccionario Biográfico Argentino – Buenos Aires (1971).
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
El Nuevo Argos – Newsletter de la Manzana de las Luces, Buenos Aires, Marzo (2022)
Martínez, Elsa – La muerte de Trinidad Guevara – Máscara, Buenos Aires (1944).
Portal revisionistas.com.ar
Toulliard, Alfredo – Historia de nuestros viejos teatros – Buenos Aires (1932)

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