La fusilación

La partida de nacionales marchaba bajo un sol que iba aplastando hombres y caballos sobre la tierra reseca.  El paisaje, siempre igual a sí mismo en monótona fidelidad a su geografía, se extendía a todos vientos: rara pelusa de cardones, jarillas y garabatos sobre el rugoso cuero de los llanos.  A veces, la cicatriz de un peladal o un zanjón seco o un hosco quebracho acentuaban lo arisco del contorno.  Hombres y caballos andaban bajo una cúpula azul que sólo peinaba algún jote alerta, metidos dentro del calor que era una presencia viva en cada poro.

El capitán Miguelito Gómez Azcuénaga estaba aburrido, cansado, desesperado.  Tres meses que no hacía otra cosa que marchar y contramarchar en ese verano riojano que lo venía matando, ni siquiera verle la cara a la montonera, persiguiendo fantasmas que los burlaban, los acechaban, jugaban con la estrategia que ordenaba el jefe del ejército a centenares de kilómetros de distancia, y hacían perecer de extenuación a sus perseguidores sin dejarles más prenda que un alarido golpeado, o una celada sorpresiva de tanto en tanto.

- Estoy hasta el moño de esta guerra que no es guerra –murmuró.  La voz le salió enronquecida y áspera entre los labios resquebrajados.

- Ordene, mi capitán –requirió el sargento, creyendo que Miguelito le hablaba.

- Nada, Orellana.  ¿Cómo anda el prisionero?

- Sin novedad, señor.  Total, pá lo que le falta…

Torciendo el cuello pinchado por mil neuralgias, Miguelito echó una ojeada al condenado.  Montaba un caballejo sin riendas, que un soldado iba cabresteando.  Iba con las manos apoyadas sobre la cruz de la cabalgadura, los ojos fijos en algún punto impreciso: mudo y ajeno.

¡Pobre diablo!, pensó distraídamente el capitán.  ¡Pobre diablo él y pobre diablo yo…!  Yo, haciendo funciones de verdugo.  Yo, el capitán Miguel Gómez Azcuénaga, estudiante aventajado de Derecho, destacado político alpinista, mediocre poeta y periodista de alguna nota, oficiando de verdugo en un lugarejo de los llanos de La Rioja…

Era casi de reírse.  ¡Pensar que había corrido a los cuarteles dos años antes, creyendo que estaría no más de tres meses en función militar!  Tenía entonces veinte años: lucía una melena aceitada prolijamente y un fino bigote cultivado con infinitos cuidados.  Sabía engolar la voz cuando correspondía, ya fuera en el salón del Club del Progreso, llevando de la cintura alguna beldad porteña sobre los compases del vals, o en el comité alpinista donde tallaba con su oratoria rotunda y agresiva. ¡Oh témpora!

Era el niño mimado de su círculo.  Cantaba en registro de barítono las arias que se estrenaban en el Colón.  ¡Qué triunfos había logrado en los recibos de sus primas, las Mendióroz, cuando entonaba aquello de “Una furtiva lágrima” o “Toreador en garde”, acompañado en piano por Cleofé, la más bonita de las tres, que siempre lloraba cuando él ponía énfasis en la cantata!

¡Todo aquello había pasado; para siempre, tal vez!  Sus estudios de Derecho cortados, su incipiente carrera política interrumpida, su figuración social olvidada…  Para que no lo echaran de menos solía mandar alguna correspondencia al diario de los Varela, relatando las peripecias de la guerra al Paraguay: pero Lucio Mansilla monopolizaba la atención del público en esa materia.  Estaba definitivamente olvidado del mundo.  Si en ese momento cayera sobre él un destacamento enemigo y lo ultimaran a lanzazos, el hecho pasaría en Buenos Aires tan inadvertido como el fusilamiento de ese montonero que iban a ejecutar en cuanto llegaran al Portezuelo.

Casi tres años chapoteando en el barro fétido del frente paraguayo, devorados por los mosquitos, acosados por la fiebre, extenuados por la disentería, sin ver jamás a los paraguayos, luchando con la jactanciosa ineptitud de los brasileros y la imprevisión corajuda de los argentinos.  Y ahora, cuando al fin la cosa parecía querer acabarse por allá, estalla la sublevación de ese maldito Varela, que se apodera de un periquete de todo el oeste del país, y jaquea por retaguardia el esfuerzo bélico de la Triple Alianza.  Y entonces él, Miguelito Gómez Azcuénaga, ¡con mil demonios!, justamente él es escogido con su batallón por el coronel Arredondo para ir a cazar a esos bandoleros en pleno verano de 1867.  A cazar por los llanos y sierras una presa que no se cobra nunca porque no se deja ver ni se pone a tiro, pero que enloquece a sus perseguidores con su ubicuidad asombrosa y sus burlerías.

-¡Hasta el moño, estoy! –barbotó furiosamente el capitán.

El sargento Orellana, acostumbrado a los soliloquios de su jefe, ni mosqueó.

Estaban en Alcázar, en la falda noreste de la sierra de los Llanos, vigilando que una partida enemiga, presumiblemente guarnecida en Malanzán, no se descolgara sobre La Rioja.  Allí habían recibido al prisionero, junto con la orden de ponerse en marcha inmediatamente hacia el Portezuelo y fusilarlo no bien llegaran a ese punto, leyéndose previamente al auditorio la sentencia del Jefe militar.  En una breve carta particular al capitán Gómez Azcuénaga, el Jefe de la expedición pacificadora expresaba que el prisionero había asesinado a un caracterizado vecino del Portezuelo, conocido liberal, y que su ajusticiamiento en el propio lugar del crimen habría de servir de escarmiento a los demás.  Tal procedimiento, añadía el Coronel, se usó frecuentemente cuando la guerra contra el Chacho; entre otros, con los bandidos que mataron al capitán Mayer.  Quería volver a actualizarlo, pues anteriormente había tenido el éxito que se deseaba.

- No parece haber tenido mucho éxito desde que a la vuelta de cuarto años hay que usarlo de nuevo… -rezongó mentalmente Miguelito.

Pero aunque su incorporación al ejército había sido solamente en ocasión de fervor patriótico (cuando la agresión paraguaya a Corrientes), conocía lo suficiente la Ordenanza como para saber que las órdenes no se discutían.  Aunque la comisión no le resultara particularmente agradable, dejó pues el campamento al mando del teniente, ordenó reforzar las imaginarias y cuidar la caballada y después de elegir seis hombres y un corneta se largó a media mañana hacia el Portezuelo con intención de llegar a la oración y volver antes de que aclarara.

Había pasado ya Guaja.  Faltaba todavía la mitad del camino.  La sierra de los Llanos los seguía a la mano siniestra, lejana, diáfana.  Parecía que la serranía que fuera durante tantos años nido y refugio de la montonera, quisiera acompañar a su nativo hasta el lugar del suplicio, como una mujer enamorada.

Andaban a un trotecito que demolía los huesos del Capitán, no acostumbrado todavía a esas marchas.  Sentía la barba crecida escociéndole los pómulos, la piel ampollada, los músculos doloridos.  Estaba, sobre todo, aburrido.

- Matías Behety diría que esto es “Spleen” –pensaba-  ¡Pobre Matías!  ¿Seguirá haciendo versos?  Por lo menos ellos tienen las columnas de los diarios a su disposición; yo ni eso, y aunque las tuviera, no tendría nada que decir, porque me estoy embruteciendo día a día.  Ni tema para una correspondencia hay aquí.  Aquí no pasa nada.  Nada es digno de contarse…

Súbitamente, tuvo una idea.  ¿Cómo no se le había ocurrido antes?  ¡Qué magnífico tema para “La Tribuna”!  Hasta el título tenía: “Lo que me dijo el montonero antes de ser fusilado”.

No.  No hay caso.  No podría hacer semejante cosa.  Era como especular con ese pobre diablo en sus últimos momentos: robarle la intimidad a que tenía derecho antes de morir.  Eso, que lo haga Eduardo Gutiérrez con sus novelones por entregas…

Abandonó la idea.  Pero ahora, desinteresadamente, cierto impulso de humana simpatía lo indujo a pensar a la par del prisionero.

- ¿Cómo anda, amigo? –le preguntó, en un tono que calificó aprobatoriamente como “severo ma non troppo”.

El hombre pareció regresar de lejanísimos territorios con cierto desgano.  Miró al Capitán con una chispa de ironía agazapada en los ojos.  Miguelito se sintió irremediablemente estúpido.  ¿Cómo podría estar un hombre a quien iban a fusilar dos horas más tarde?  Pero el interrogado salvó la “gaffe” con inesperada cortesía:

- Bien nomás, señor.  Tan sólo un poco de sed…

Miguelito se alegró íntimamente de que el escollo quedara salvado.  Agradecido, tomó el rumbo que le abría el condenado.

- Es que hace mucho calor.  ¿No le han dado agua?

- Desde esta mañana no hi probau gota.

El Capitán le alcanzó su caramañola y el hombre hizo un largo buche.

Otro silencio.  Como Miguelito seguía cabalgando al lado, el prisionero pareció querer corresponder su cortesía continuando con el amago de conversación.

- ¿Vuelven al Alcázar en seguida? –preguntó pausadamente.

Atrás del “en seguida” flotaba tácitamente la conclusión de la frase: “en seguida que me fusilen…”.  Miguelito contestó atropelladamente, temiendo que la cosa derivara por ese molesto aspecto.

- No.  Vamos a hacer noche en Portezuelo.  Saldremos antes de la madrugada, así marchamos con la fresca.  Hace mucho calor y los caballos están muy aplastados.

- Cierto es.  Mucho calor…

Se atascó de nuevo la charla, pensó el Capitán.  La meteorología es un tema donde nacen y mueren la mayoría de las conversaciones.  (Se felicitó por la observación y prometió incluirla en su próxima carta a Buenos Aires).

Silencio, de nuevo.  No había motivo para seguir hablando y ése hubiera sido el momento para dejar solo de nuevo al prisionero y continuar la marcha como hasta entonces.  Pero a Miguelito ya le estaba interesando el cortés estoicismo del hombre.  Pensó si él, el capitán Gómez Azcuénaga, exhibiría tan viril desapego por la vida si estuviera a dos horas de la muerte.  El personaje le pareció digno de análisis.

- ¿Usted es de por acá?

- Más al sur, señor.  Del Balde del Milagro, cerca de Chepes.

- ¿Así que estos no son sus pagos?

- Mi pago es toda La Rioja –dijo el hombre casi pensativamente.

Ante respuesta tal, Miguelito se creyó obligado a decir su propio origen.

- Yo soy de Buenos Aires…

Dicho esto, cayó en la cuenta de hasta qué punto se sentía intruso.  ¡Y además, un intruso con poder para quitar la vida a la gente arraigada!

Por un momento creyó vislumbrar una enorme injusticia, una odiosa intromisión en todo lo que significaba esa expedición a cutas órdenes servía.  Temió que el hombre abarajara al vuelo sus palabras.  Pero el preso no lo advirtió o pensó tal vez que no valía la pena decirlo.  Se limitó a asentir con la cabeza y producir un “Ahá” inexpresivo.

- Antes de venir aquí estuve en el frente paraguayo.  Guerra distinta a ésta: trincheras, ataques por río, fortificaciones inexpugnables.  Y además, mucha fiebre, mucha humedad, muchos bichos.

- Nosotros queríamos la paz con el Paraguay –dijo el hombre.

Miguelito se alegró de que le diera un pretexto para justificar su presencia en La Rioja.  Habló con calor, impostando un poco la voz, como cuando pronunciaba sus arengas en el club alpinista.

- Precisamente por eso el Gobierno Nacional nos ha enviado para luchar contra ustedes.  ¿Cómo se puede tolerar que estén contra la guerra donde el país ha empeñado su honor?  ¿Cómo se puede traicionar a los miles de muertos heroicos en Humaitá, Curupaytí y Tuyutí?  El alzamiento de Rodríguez, Saá, Varela y los demás, es una puñalada por la espalda que se asesta a la Patria.  Han cometido ustedes un grave error, por no decir algo peor…

Y se calló.  Se calló, no porque le faltaran otras razones, sino porque en ese momento recordó a Juan Bautista Alberdi, el admirado, teórico de la Constitución; a Olegario V. Andrade, el formidable poeta entrerriano; a Carlos Guido Spano, el dulce aeda de la lira trivial; y a… ¡maldición! a su propio jefe, Adolfo Alsina, el tribuno porteño…  Todos ellos habían cometido el mismo delito que este pobre llanista a quien lleva al suplicio.  Todos ellos estaban contra la guerra y lo decían donde querían y como querían…  Con la diferencia de que a ellos se les escuchaba o no, pero se los dejaba tranquilos, mientras que a éste se lo fusilaba…

Se sintió desconcertado por un momento.  El hombre no había contestado a su parrafada.  Luego pensó que en realidad, al prisionero no se lo ajusticiaba sólo por ser enemigo de la guerra, sino porque había matado alevosamente a un ciudadano expectable.  Con algún recelo se lo dijo.

- A usted lo han condenado porque asesinó a un respetable vecino de Portezuelo.  ¿Cómo pudo hacerlo?

El hombre se volvió con viveza, y esta fue la única vez que Miguelito lo vio intentar defenderse.

- No lo asesiné, señor.  No diga eso.  Usté es muy joven y no debe mancharse con una mentira.  No lo asesiné.  Don Natalio pasaba alcahueterías a los nacionales sobre nuestros movimientos; y no de ahora sino desde la época el General.  Nos hizo mucho daño.  Muchos muchachos nuestros fueron muertos por su culpa.  Cuando la reacción federal del coronel Varela avanzó sobre La Rioja, yo levanté una partida por los llanos, mi patria, y en el Portezuelo desafié a Don Natalio mano a mano.  Lo maté, como él me hubiera podido matar a mí.  Pero no lo asesiné.  El mayor Irrazábal lo asesinó al General, y a él no lo fusilaron.

Y calló abruptamente.  Miguelito no sabía cómo se había producido el hecho en cuestión, pero su fibra jurídica le indicaba que había que escuchar la acusación y la defensa antes de pronunciar sentencia.  Mas Miguelito no era sino el capitán Gómez Azcuénaga, mero ejecutor de una orden superior, y no podía meterse a averiguar su justicia o injusticia.

El hombre había vuelto a resguardarse en su mutismo.  Tan sólo miraba la sierra fiel.  Un rato largo cabalgaron de ese modo.  En algún momento, el hombre dijo con esfuerzo:

- Todos estamos equivocados, señor.  La sangre llama a la sangre.  Es inútil que nos tratemos los unos a los otros de injustos o malvados: qué sea lo injusto o lo justo, no lo decide un General en su despacho ni un montonero en su campamento: se decide tan sólo acá.

Y se señalaba el pecho con su mano torpe.

Siguieron andando sin pausa.  El sol había bajado un poco y los caballos andaban más listos.  Como la última palabra la había dejado caer el preso, le pareció a Miguelito que podía proseguir la conversación.

- ¿Y tiene familia, usted?

- Tengo.  Mujer y un chango.  Dos tenía, pero el mayor me lo mataron en el Caucete, hace cuatro años, con el General.  El “shulco” es todavía muy chango para ir a peliar.

- ¿Así que en cuanto tienen edad se largan a la guerra?  ¿No ve, amigo?  El Gobierno Nacional no puede tolerar ese estado de permanente insurrección en que vive esta provincia.

- Peliamos porque nos obligan.

- ¿Pero ustedes saben por qué pelean?

- Al que es atacado no se le pregunta por qué pelea: eso se le pregunta al que ataca.  Dígame usté si gusta, por qué nos pelean a nosotros…

- No veo por qué nos califica de atacantes –retrucó Miguelito.

El hombre sonrió e hizo un gesto amplio.

- Detrás de esta sierra, veinte leguas al Naciente está mi casa.  Usté dice que la suya está en Buenos Aires, muchas leguas más abajo.  ¿Qué hace usté en mi casa?

Miguelito no supo qué contestar.

- Y ahora dígame, si gusta, por qué nos pelean –insistió triunfante, el prisionero.

No contestó el Capitán.  No hubiera sabido hacerlo.  Hacía dos años tal vez hubiera respondido: se incorporaba al ejército por patriotismo, por ganas de hacer algo heroico y castigar la avilantez de los paraguayos, por lucirse con su uniforme azul con vivos rojos, y su kepis volcado sobre la melena.  Pero ahora…

- Perdone si lo hi molestau –se disculpó el hombre.

- No me molesta en absoluto –se apresuró a decir Miguelito.

Y se dijo: “No me ha molestado, pero me hace pensar.  Y en esas ocasiones, pensar resulta muy molesto…”

Iban llegando.  A lo lejos se veían las barrancas del río del Portezuelo.  El Capitán juzgó prudente dejar al hombre en paz esos últimos metros y se adelantó un poco.

Era un caserío refugiado sobre la margen izquierda de un río casi seco.  Una única calle bajaba al hilo de agua, perdido entre la arena.  La barranca cerraba el cauce, del lado opuesto.  Los pasos de los caballos sonaron sin ecos sobre la paz del villorrio.  No había un alma.  Pero el humo de algún horno, dos o tres perros que les ladraron desganadamente, unas tiras de charqui colgadas bajo un alero indicaban que la aldea había estado habitada hasta momentos antes y que los pobladores, a la aproximación de los uniformes nacionales, se habían escapado.

Miguelito trató de contemplarse a sí mismo desde afuera, en esa desairada entrada triunfal a la alquería solitaria.

“Siempre lo mismo, pensó.  En cuanto palpitan que llegamos, ganan la tierra.  ¿Tanto terror inspiraremos?  ¿Qué barbaridades habremos cometido para que así nos teman?”

Sintió una opaca amargura.  No sabía qué sería peor: que lo eludieran con ese mudo desprecio, con ese terror caso atávico, o que acudieran todos a ver como él, Miguelito Gómez Azcuénaga, aventajado estudiante de Derecho y capitán sin vocación de la expedición pacificadora, iba a oficiar de verdugo en ese rito estúpido y bárbaro que le habían ordenado ejecutar.

El sargento lo miró interrogativamente.  Con un gesto indicó Miguelito la orilla del río.  Llegaron hasta allí.  Estaba fresco, porque los barrancones hacían sombra desde un buen rato antes.  A lo lejos, al Naciente, las piedras de Malanzán enrojecían más aún con los últimos rayos del sol.

Desmontaron.  Hizo formar el reducido destacamento y ordenó al trompa tocar atención.  El clarín rajó la tarde con su crispadota escala de metales.  Todo el auditorio lo componían ellos mismos y la compañía de perros flacos que los siguieron.  Uno de ellos meó contra un tronco y se fue, decepcionado.  Miguelito tenía la sensación de que millares de ojos lo estaban vichando desde los abandonados ranchos, desde las barrancas, desde los algarrobos próximos, desde las toscas del río seco, desde la sierra lejana.

- Sargento, lea la sentencia –mandó.

Tropezando con las palabras difíciles y con grandes pausas de estudio previo, leyó Orellana en fallo en alta voz.  Miguelito se distraía.  El prisionero, fumando un cigarrillo que armara al desmontar, lo seis soldados en posición de firmes sin entender palabra, el sargento luchando con la caligrafía del furriel, la tarde apacible, un olor dulzón a pueblo chico.  Parecía todo tan pueril, tan lejos de ser las últimas formalidades de una vida que se iba espejando ya en la muerte segura.  Miguelito recordaba sus juegos de niño, en los grandes patios de Madrinita Mercedes, y le parecía que eran más marciales aquellos juegos que estas funciones.

Leía el sargento: “…y latrocinios cometidos en perjuicio de los vecinos del departamento de Costa Alta, habiendo asimismo…”

“¿Tiene sentido todo esto”, se preguntaba Miguelito.  ¿Es razonable?  Yo, que sólo quiero volver a mi casa, a mi vida, ¿tengo que estar matando a este hombre que no ha hecho sino defender lo suyo?  Yo cumplo órdenes, pero ¿puedo prestarme a ser ejecutor de algo tan absurdo, tan cruelmente absurdo como este suplicio?”

Seguía Orellana: “…en cumplimiento de las instrucciones recibidas por el señor Ministro de la Guerra y de mis facultades como jefe de la expedición pacificadora…”

Y Miguelito: “Tiene razón el hombre.  No se va a ningún lado con esto.  La sangre pide sangre.  ¡Expedición pacificadora!  Estamos sembrando la semilla de un odio tremendo.  No tenemos derecho a catalogar a estos pobres hombres como bárbaros, sin apelación ni caridad, mientras nosotros nos atribuimos el usufructo de la civilización”.

“…en el mismo lugar donde cometiera su abominable crimen, para escarmiento…”

“Tal vez haya algún medio para encauzar lo que tiene de bueno esta gente, para hacer fecundo su esfuerzo.  Que no se derrame su hombría, su amor a la tierra, su reciedumbre, su estoicismo, en estos desafueros que cometen sin maldad, por ignorancia y por desesperación, pero que nosotros castigamos implacablemente.  ¿No habrá algún medio para salvarlos y salvarnos?  ¿No habrá?”

- Ya está señor.

El sargento esperaba órdenes.  Desganadamente indicó Miguelito que pusieran al preso contra la barranca.  Se le acercó, vacilante.  No sabía qué decirle, pero comprendía que no podía dejarlo ir así, aunque toda palabra ahora resultara pueril.  El hombre miraba como en sueños el ojo de agua que hilaba entre las toscas.  Tal vez pensaba que era el llanto de su tierra.

- Adiós, amigo –musitó Miguelito.

- Adiós, señor.  Buena suerte –dijo el condenado lejanamente.  Con sencillez, como si comprendiera que cada uno estaba haciendo lo suyo, en ese enorme juego incomprensible.

El hombre y el pelotón, frente a frente.  Cada cual en su puesto.  El hombre, contra la greda, medio quebrado sobre las paredes de la barranca, como dejándose abrazar.

- ¡Carguen! –ordenó Miguelito.

Se oyó el chasquido de los Remingtons.

“Toda la vida tendré esta culpa comiéndome el alma, pensó.  Si lo dejara escapar, este hombre podría vivir otra vida, limpio de sus pecados.  Podría vivir tranquilamente allá, en su Balde del Milagro, con su mujer, con el hijo que le queda, y envejecer contando a los suyos de cuando lo fueron a fusilar…”

- ¡Apunten!

“…y se acordaría de esta guerra como el recuerdo de algo que pudo ser menos cruel si todos hubieran puesto algo de su parte, y diría que la Patria no se hace con odios ni con violencias sino con amor y alegría.  Toda la vida cargaré con el remordimiento: con esos ojos achinados que se están bebiendo ansiosamente su paisaje para llevarlo retratado hasta la fosa.  ¿No habrá un medio, digo yo, no habrá un medio…?

- ¡Fuego!

Le pareció que su propia voz había sonado inútilmente áspera y dura, como cuando de chico jugaba a la guerra.  Las catas que parloteaban sobre los algarrobos de la barranca huyeron despavoridas hacia el sol mugiente, criticando en voz alta el estampido.

Fuente

Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado

Luna, Félix – La última montonera – Biblioteca Boedo, Buenos Aires (1992).

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