La yerra

La yerra

 

A mediados del siglo XIX, la yerra, o sea la marcación de la reproducción anual de la hacienda vacuna, era una de las labores más importantes de los ganaderos.  No por su valor intrínseco, sino porque daba lugar a grandes reuniones, que asumían el carácter de grandes fiestas, en las que los criollos ostentaban sus habilidades en el caballo y sobre todo en el uso del lazo.

 

Eran tan llenas de alegres emociones estas labores y halagaban tanto al paisano, que muchos se costeaban de largas distancias al lugar donde se anunciaba una yerra.  Por entonces la ganadería era la industria madre y la única que había entonces en la campaña. Los campos estaban llenos de hacienda vacuna y yeguariza, que no valían nada, salvo los cueros vacunos que se vendían al ínfimo precio.  Antes de fundarse los saladeros se mataban cantidades de novillos y vacas para vender los cueros.

 

Los campos estaban divididos entre poseedores legítimos, pero su uso era casi común, las haciendas merodeaban por todos ellos sin que se oyera la menor protesta.  Cuando llegaba el tiempo de la marcación de los terneros, se fijaba el día de la yerra en cada estancia y se avisaba a los vecinos, noticia que se divulgaba en seguida por toda la región.

 

Llegado el día fijado, al segundo canto de los gallos, que serían de dos a tres de la madrugada, todos en la Estancia estaban en pie.  Las mujeres aprontando lo concerniente a los potajes de la fiesta del día, como las morteradas de maíz pisado para la mazamorra y el suculento locro, el picadillo para las picantes albóndigas y los pasteles, con la ordeñada de las lecheras, etc., etc.  Y los varones aprontando sus caballos, a la vez que saboreaban grandes mates amargos, para salir a la recogida de la hacienda, lo que hacían una vez prontos, saliendo al campo hasta el paradero de ésta, donde se bajaban a esperar que aclarara un poco, para darles el primer grito y largarles la perrada.

 

Allí y mientras llegaba aquella hora, sacaban el naco de tabaco negro y picaban para un cigarrillo, que encendían en su yesquero, formado de la parte delgada de la guampa de una vaquillona o torillo, bien pulida y con su correspondiente tapa, con yesca de un trapo quemado, un pedazo de piedra dura y un pedazo de lima u otra pieza de acero, con la que se rozaba la piedra hasta que largara chispas y encendiera la yesca.

 

Todos estos adminículos se guardaban en una vejiga de vaca, bien sobada y bordada, algunas con jeroglíficos y figuras de bichos, las que servían también de monedero, para guardar las monedas de plata y oro.  Entonces no había aquí la moneda papel que hoy circula, sirviendo como moneda y también como vehículo conductor de microbios de cuanta peste se presenta, y siendo sin embargo, tan apreciada, que millares pierden la chaveta por poseerla.

 

Por lo general y a la misma hora, llegaban también algunos vecinos, prontos para ayudar en la recogida.  Cuando llegaba la hora, se procedía a arrear la hacienda hacia el rodeo, animando la jauría que se lanzaba con furiosos ladridos, al unísono de los gritos ensordecedores de los amos, corriendo y garroneando los animales de un extremo al otro de la línea.

 

Si la hacienda era mucha (tres o cuatro mil vacas), se hacía la recogida por secciones, calculando lo que se marcaría en el día.  Aquellas operaciones no ofrecían mayores dificultades, porque la hacienda se separaba en cuadrillas, más o menos grandes, con sus toros respectivos, pastando en determinados lugares, que se conocían por los nombres adquiridos por algún hecho o por alguna circunstancia.

 

Los campos estaban abiertos, no había la infinidad de potreros que los dividen y los circundan hoy.  Y las haciendas se traían de largas distancias, hostigadas por los camperos y por los perros, que eran un valioso auxiliar, corriendo y toreando de punta a punta, y sosteniendo recias luchas con las vacas paridas que quedaban atrás.  Las que arremetían furiosas y con agudos balidos contra ellos, en defensa de sus crías; luchas que aquellos sostenían con toda crudeza hasta que intervenían los amos y los hacían cesar.  Así llegaban al rodeo, saliendo del monte o apareciendo detrás de una lomada a toda carrera y en grandes chorros, cuya diversidad de colores en nerviosos movimientos y reflejando sobre la aurora, ofrecían una vista hermosa y fantástica.

 

En el rodeo ya los caballos bañados de sudor y echando el corazón por la boca, los perros tendidos en el suelo y con la lengua afuera de cansancio, se oía el balido de las vacas, que corrían de un lado a otro en procura de sus crías extraviadas en la corrida, los lastimeros balidos de éstas llamando a las madres, con los bramidos de los toros padres y sus retumbantes mugidos, especie de canto guerrero, característico en ellos como enseña de gran superioridad.  Todo, todo ese vocerío formidable, confuso y estridente, haría pensar, más de una vez, en lo que seríamos nosotros cuando careciéramos de clara razón y de palabra.

 

Los toros padres, o sea jefes de cuadrilla, acostumbrados al predominio absoluto, se embravecían al oír los provocativos bramidos de sus congéneres, allí reunidos, y procuraban su encuentro para librar singular combate.  Así, enfurecidos, se iban acercando hasta ponerse a la vista, donde escarbaban la tierra echándosela sobre el lomo como prueba de su bravura y de su poder, lanzándose uno contra el otro en estruendosa topada, pugnando por vencer a su contrario y arremetiendo con encarnizamiento hasta que alguno cedía, huyendo, y quedando el otro empacado y dueño del terreno.  Este encuentro de los grandes gladiadores reyes de su especie, daban lugar a muchos e interesantes incidentes.  Algunas veces se creía vencedor a uno, cuando el toro en un momento de reacción, atacaba con terribles topadas a éste, y cambiaba la faz de la pelea.  Y así, con tan impresionables alternativas, duraban horas enteras estos terribles duelos que siempre eran presenciados por los torillos, que en gran número los rodeaban en un coro de balidos.  Hasta el final, en que se dividían siguiendo unos al vencido en son de gran farra, y los otros al vencedor con alegres mugidos de felicitación, hasta que los colosos se fastidiaban y arremetían contra ellos desparramándolos.

 

Como ésta, se producían muchas escenas, hasta que se procedía al encierro de toda la hacienda en el corral.  Esta operación ofrecía muchas dificultades, pues la hacienda acostumbrada a la soltura no se avenía a la entrada del corral.  Pero la rodeaba un gran número de jinetes acostumbrados a estas operaciones y la metían con maña y empujada por una muralla viva, o sea a pecho de caballos.

 

Una vez la hacienda en el corral, se procedía a la marcación.  Entrando los enlazadores y empezando uno de ellos por enlazar la ternera más grande y más gorda, la que al salir se pialaba de “volcado”, tirándola de cierta manera, que por lo regular se quebraba o se dislocaba, carneándola con cuero y echando los asados a la fogata que calentaba las marcas, para churrasquear, siguiendo una costumbre de antaño.

 

Luego se seguía enlazando para marcar, empezando por los machos.  Los terneros se sacaban a la playa, donde los esperaban los pialadotes, formados en dos alas, que arrancaban de la puerta del corral.  Divididos en dos clases: primero los pialadotes de “volcado” que estaban contra la puerta, y segundo, los pialadotes por “sobre el lomo” y con todo el lazo, que seguían enfilados en la playa.  Los pialadotes de “volcado” -que, generalmente eran muchachos- usaban lazos cortos, y los pialadotes por “sobre el lomo” usaban lazos muy largos y muy delgados, trenzados de cuatro o seis tientos y tan apretados que semejaban la tiesura de un alambre.  Los enlazadores usaban lazos muy largos también, para facilitar todas las evoluciones que exigen las pialadas.  El tarjador, o sea el que llevaba la cuenta de los terneros que se marcaban, era siempre un viejo con la circunspección de los sesenta o setenta años.  Este estaba en la puerta del corral con una lonja partida en dos, tarjando en una tira los machos y en la otra, que tenía una muesca en la punta, las hembras.

 

Cuando todo estaba pronto, se sacaban los terneros recibiéndolos en la puerta con el primer pial que los hacía rodar por el suelo, levantándose y disparando por la calle que dejaban los pialadotes por “sobre el lomo”, donde recibían una lluvia de lazos y algunos golpes, antes de salir de aquel enjambre de hábiles y entusiastas pialadotes.  En esta operación, el enlazador no hacía más que seguir el ternero en todos sus accidentes, para lo que se necesitaba mucha destreza, tanto en el jinete como en el caballo, pues se hacían corridas violentas y paradas repentinas.  El enlazador volvía con el ternero hasta la puerta del corral, donde lo aflojaba de nuevo para la pialada, lo que se repetía mientras conservaba el ternero sus energías.  El pial de “volcado” se ejecutaba estando el animal muy cerca.  Dándole ese nombre, porque al tirar el lazo, se da vuelta la armada de manera que la argolla que debía ir arriba, iba abajo, y pasaba por debajo del pescuezo, agarrándole las dos manos, que es lo que constituye el pial.

 

El pial por “sobre el lomo”, se ejecutaba con todo el lazo y a larga distancia, dándole un cimbrón al lazo al caer la armada sobre el lomo, para dejar sólo la parte que abraza las manos del ternero.  Ese pial es muy difícil, pero había algunos muy hábiles y peritos que pocos tiros erraban.  Cuando se hacía uno de estos piales, se saludaba con un trago de caña, y algunos merecían aplausos, cuando se resolvían allanado dificultades y se realizaban con limpieza.

 

Cuando el entusiasmo llegaba a un período álgido, se pedía a uno de los campeones que echara un pial con todas las reglas del arte.  Se tenía el ternero apretado hasta el momento oportuno, en que se le sacaba el lazo y se largaba, saliendo éste como un flechazo.  Y como a doce o quince varas, el pialador que estaba pronto, le largaba el tiro de lazo con toda maestría, agarrándole las manos y dejándole tendido en el suelo.  Este rasgo de habilidad era recibido con grandes aplausos, y la limeta de caña que aparecía para enardecer el entusiasmo, era acariciada con grandes sorbos por los adoradores de Baco.

 

Estos cuadros, llenos de aventuras y alegres impresiones, duraban hasta una semana en algunas estancias muy hacendadas, entre bailes y comilonas, donde prevalecía el asado con cuero.

 

Fuente

Monzón, Julián – Recuerdos del pasado – Vida y costumbres de Entre Ríos en los tiempos viejos – Buenos Aires (1929).

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