El empréstito de Londres

Banqueros ingleses

Entre los varios legados de las administraciones Unitarias, todos ominosos para el país, hay uno que gravita sobre el honor y la fortuna pública del Estado: el empréstito de Inglaterra, que a nadie aprovechó sino a sus autores.  Fue contraído en los días más prósperos de la República, en el seno de la paz, en la calma de las pasiones, y cuando los capitales afluían por todas partes para explotar nuestro comercio y fomentar nuestra industria.

El gobierno, sin más gastos que los muy precisos de la administración, se empeñó en las operaciones de crédito, por un espíritu de imitación a lo que se practicaba en Europa, y para justificar sus procedimientos,  hizo insertar en los diarios varios artículos sobre la utilidad de endeudarse.  El público no quedó convencido, y el gobierno tuvo que buscar otros arbitrios para conseguir su intento.  

Lo que más cuidado daba entonces era la inseguridad de nuestros campos, expuestos a las frecuentes y desastrosas incursiones de los indios.  Todos decían: “¡Oh, si se lograra asegurarlos!”  En estas palabras se fundó el proyecto del empréstito, ni fue difícil realizarlo.  Era la época de las ilusiones, y no se perdonó medio para fomentarlas.  El objeto principal del empréstito era la fundación de colonias agrícolas en la nueva frontera, pero lo que se hizo valer más para estimular a los prestamistas, fue la facilidad con que brotaba el oro y la plata en algunas de nuestras provincias del interior.  Se organizaron compañías, se nombraron agentes, se enviaron facultativos, y antes que llegaran los informes, se concluyó el negocio del empréstito.  La suma demandada era de un millón de libras esterlinas, equivalentes a cerca de cinco millones de pesos fuertes; pero quedó reducida a 700.000 libras esterlinas, por haber sido negociados al 70 por ciento.  Cuando llegaron los fondos, ya habían variado los pareceres sobre el destino que debía dárseles.  Se puso de un lado el proyecto de las colonias agrícolas, y se discutió si debía darse la preferencia a la construcción de un puerto con todos sus accesorios, o al establecimiento de un banco.  Después de varios debates, se decidió que se fundase el banco, en que el Gobierno debía entrar como principal accionista, dándole lo que quedaba del empréstito.  Se hicieron muchos cálculos para probar las grandes ventajas que resultarían al gobierno y al público de este modo de disponer de los fondos, y con estas esperanzas se aplaudió mucho el acierto que se había tenido en endeudarse.  Pero no pasó mucho que empezaron a aflojar los resortes del Banco, y llegaron las cosas a tal extremo, que fue preciso sostenerlo con emisiones, y con otras medidas ruinosas, que lo desacreditaron completamente a los pocos años de su institución.  Entretanto quedaban en pie los derechos de los prestamistas, y el Gobierno tenía que ocuparse cada año en el Mensaje de sus reclamaciones, manifestando, no sin disgusto, la imposibilidad de atenderlas por el apuro en que se hallaba el erario.  Estas razones eran positivas, pero no satisfacían a los acreedores, que insistían en solicitar el pago de la deuda.

Tal era el estado de este negocio a la llegada del Sr. Falconnet, representante de los Sres. Baring y Hermanos, y demás accionistas del empréstito de Londres.  Manifestó el objeto de su misión, y la confianza que ponían sus representados en la lealtad y justicia del Gobierno de Buenos Aires.  La contestación a esta nueva demanda era más fácil que nunca.  El comodoro Purvis, sin ninguna provocación, y contra las órdenes de su gobierno, hostilizaba a la Confederación Argentina, tomando bajo su protección al gobierno intruso de Montevideo y a los salvajes unitarios que lo sostienen.  Esta intervención caprichosa y culpable de un jefe de la marina británica contribuía a prolongar la guerra, y a mantener el tesoro público en la imposibilidad de hacer frente a más gastos que a los ordinarios de la provincia.

Los atentados del comodoro Purvis eran tan evidentes como incontestables sus consecuencias.  Todo lo que se oponía al restablecimiento del orden había desaparecido;  a los que lo habían perturbado no quedaba más abrigo que Montevideo, cuya ocupación no presentaba el menor obstáculo.  Con la expulsión de Rivera de un poder usurpado, terminaba la lucha encendida en las dos orillas del Plata, se apagaba el fuego devorador de las discordias civiles, renacía la confianza, y todos los bienes que promete la paz interior y exterior a un pueblo industrioso.  Pero el comodoro Purvis se empeñó en convertir una ciudad abierta y desguarnecida en una plaza fortificada.  Franqueó auxilios, y bajo su inmediata dirección se improvisaron esas trincheras que debían abrigar a los enemigos de la Patria.  Ni se limitó tan solo a esto la cooperación del comodoro Purvis, sino que ciego en sus bárbaras hostilidades, ¡llegó hasta a hacer fuego sobre el pabellón argentino!.  Eran justos los reclamos de los prestamistas, pero no lo eran menos los del Gobierno de Buenos Aires contra estas ofensas gratuitas de un oficial, investido del mando de las fuerzas navales de S.M.B. en el Río de la Plata; y el pueblo, en su exaltación, ni distinguía la diferencia del caso, no veía más que la identidad de origen en los ingleses que atacaban, y en los acreedores, y este sentimiento vulgar no era la menor dificultad para expedirse en este negocio.

Solo un gobierno justo, fuerte y popular como el del general Juan Manuel de Rosas, podía sobreponerse a estas consideraciones.  

Separó esto,  sólo pensó en sus compromisos; y a pesar de los apuros del erario, y de la multiplicidad de sus erogaciones, accedió a la propuesta de Falconnet, quien solicitaba que la misma suma de la asignación mensual acordada a Francia, por el tratado del 29 de octubre de 1840, fuese destinada a favor de sus representados, y en cuenta del empréstito, hasta llegar a un arreglo definitivo.  Una sola modificación hizo el Gobierno al proyecto de Falconnet, y fue ordenar que estas cantidades se entregasen libremente a los prestamistas, sin la calidad de depósito que había sido indicada por su representante, y lo hizo para probar que era sincero el deseo de complacerlos.

En estos términos fue elevada la resolución del Gobierno a la sanción de los Honorables Representantes de la Provincia, quienes, convencidos de los motivos que la habían dictado, la confirmaron con sus sufragios.

Nos hemos detenido en estas consideraciones, no para ingerirnos en una cuestión que está librada al saber y al patriotismo del Gobierno, sino para hacer valorar todo el mérito de la concesión hecha a los prestamistas de Inglaterra, en las circunstancias difíciles en que el comodoro Purvis nos ha colocado.  Los que promovieron el empréstito, y los que lo aprovecharon, fueron los salvajes Unitarios, que abusaron de su posición para descargar sobre la provincia el peso de una deuda exorbitante.  Son pues, los compromisos y las dilapidaciones de los Unitarios que paga ahora el tesoro público, sin que el país haya sacado el menor provecho de estas transacciones; más bien perjudicándose, porque sin la realización de este empréstito, no se hubiera pensado en la creación del Banco Nacional, sobre todo después del mal éxito que había tenido el de descuentos.  Los hombres más acaudalados de la provincia se rehusaron a concurrir a su fundación, y quedó justificada su repugnancia por la brecha que estos dos establecimientos abrieron a la fortuna pública y privada del estado.

Entretanto ningún gobierno se había ocupado de poner coto a estos males, que iban cada día en aumento, y estaba reservado a la administración del general Rosas la gloria de intentarlo.  El decreto del 30 de mayo de 1836 fue una medida provisoria para la reforma del Banco, cuyo giro quedó reducido a la conservación del papel moneda, bajo la doble garantía de la publicidad, y del crédito individual de sus administradores.  Con la regularidad introducida en los demás ramos de la hacienda, se manejaba ahora los asuntos de la Casa de Moneda, cuyas cuentas son examinadas cada año por una comisión especial, y comunicadas al público.  Lo que más contribuye a sostener el crédito de nuestro medio circulante es esta publicidad, en que vienen a estrellarse las especulaciones de todos los agiotistas, y los falsos anuncios de los enemigos del orden.  El decreto de que hablamos, era el programa de las reformas que se proponía emprender el Gobierno para reparar los estragos de las administraciones anteriores de los salvajes Unitarios.  En estos grandes trabajos no se hubieran olvidado los acreedores del erario, y un lugar preferente se hubiera acordado a los de Inglaterra, para restablecer el crédito del país al exterior.  Pero sobrevino el bloqueo, apareció el comodoro Purvis, y las intenciones del Gobierno fueron contrariadas.  Este es el caso de todos los ataques dirigidos contra la administración del general Rosas; los que hacen el mal lo imputan a los que lo sufren.  Los salvajes Unitarios que derrocaron el orden legal del país, echan la culpa a los Federales de no hallarse constituido; no han respetado las leyes, y las invocan; destruyeron las garantías públicas, y las reclaman; conspiran contra los derechos de los pueblos, y quieren que los pueblos no los aborrezcan.  Todos los medios de persuasión, todos los actos de clemencia, y las insinuaciones más amistosas, no han podido vencer la índole perversa de estos enemigos encarnizados del orden, y la medida de sus crímenes se ha colmado con su escandalosa deserción de la gran causa del Continente Americano.

Muy cortos deben ser los alcances de los que confían en el triunfo imposible de estos malvados.  Ninguna sociedad se entrega a merced de los traidores; los que han traficado del honor y de la independencia de su Patria, han perdido para siempre el derecho de gobernarla, como los prestamistas de Londres hubieran perdido hasta la esperanza de cobrar su dinero, si el país hubiese quedado sometido al poder de los autores del empréstito.

Fuente

De Angelis, Pedro – Archivo Americano (1843-1851) – Editorial Americana – Buenos Aires (1946).

Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado

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