Batalla de la Ciudadela

General Juan Facundo Quiroga (1789-1835)

El 10 de mayo de 1831, un certero tiro de bolas del soldado Ceballos, de las tropas santafecinas de Estanislao López, convierte en prisionero al general Paz. Los chasques cruzan las pampas con la rapidez del rayo llevando tan extraordinaria noticia. La táctica militar ha caído vencida por la habilidad gaucha. Rosas se impone de tan fausta nueva en Pavón, mientras vigila el adiestramiento de sus tropas; Facundo se entera en Mendoza. Los emigrados de Montevideo reciben la noticia con estupor; pero si bien se desalientan al principio, pronto se reaniman; les sobran generales valientes, pero no tenían uno solo con cabeza, que era lo que en grado eminente tenía Paz. Los hechos posteriores lo probarían.


Quiroga no se alegra de la prisión de Paz: lo priva del gusto del desquite de Tablada, ya que Oncativo no fue batalla, sino sorpresa con mucho de traición. Con todo, hay que terminar con el ejército unitario que está todavía con las armas en las manos en las provincias del norte. Comunica a Rosas y a López su decisión de ir a buscar a Lamadrid que has sucedido en el mando a Paz. El jefe unitario ha instalado sus cuarteles en Tucumán, y allá va el general Quiroga, que ha pacificado las provincias de Cuyo, Salta y Catamarca.


No lleva ahora la pequeña División con que salió para la campaña de Cuyo, sino un ejército de las tres armas con regimientos bien disciplinados como el de Auxiliares, Defensores de la Libertad y Los Andes. Lleva buena artillería, numerosa infantería y jefes prestigiosos como su primo don Pantaleón Argañaraz, don Faustino Beatriz Soria, don Manuel del Castillo, don Nazario Benavidez y don Martín Yanzón, además del coronel Ruiz Huidobro y el comandante don Prudencio Torres.


El general Lamadrid, en cambio, víctima de su carácter alocado y arbitrario sufre la deserción de sus mejores jefes, como Deheza, que aspiraba al mando supremo del ejército, de Pedernera y de su gran enemigo el ex gobernador don Javier López que defecciona en el primer combate. Tan alocado es Lamadrid que ha escrito a Facundo, el 21 de marzo de 1831 –estando a las órdenes de Paz- proponiéndole aliarse contra Estanislao López. Además, no puede entenderse con el general don Rudecindo Alvarado, verdadero jefe legal de las fuerzas unitarias. Y así, mientras el ejército de Lamadrid se disloca, Facundo avanza sobre Tucumán a marchas forzadas. Pero Alvarado y Lamadrid, cada cual por su lado, sin orden ni concierto, procuran evitar la lucha, apelando al recurso de escribir cartas proponiendo treguas y hasta la paz.


Inclinado siempre a la conciliación, el general Quiroga detiene su marcha. Las negociaciones se entablan seriamente con el general Alvarado, y en principio tienen éxito. Facundo envía al campamento del jefe unitario de los Barrialitos a su agente Latorre. Y así se firma. El 19 de setiembre de 1831, un armisticio por 15 días.


Ya la concordia tan anhelada parece un hecho. Facundo escribe sobre tan feliz suceso a Estanislao López y a Rosas, congratulándose de lo que él califica de triunfo. Pero cuando más entusiasmado está Facundo con el acontecimiento, llega hasta él un chasque de La Rioja anunciándole que el general Acha –el que con el comandante Escribano el año 1828 entregaron a Lavalle el coronel Dorrego- había invadido aquella provincia en son de guerra. Quiroga, Ibarra y López protestan ante Alvarado, quien ignora, en realidad lo que ocurre. Pocos días después, Quiroga recibe otro chasque anunciándole que Acha ha tomado prisionero al capitán Juan de Dios Melián, ayudante de Facundo, y lo ha fusilado sin forma alguna de proceso. Luego se completa la información, con Melián han sido fusilados los ocho soldados que lo acompañaban.


Facundo no tiene más contemplaciones, ni quiere tener ningún trato con los unitarios. A sangre y fuego hay que tratarlos, y la guerra ya nomás, debe ser sin cuartel. Todo ataque ha de iniciarse con el toque de “a degüello”. ¿Quieren rigor? Lo tendrán.


En la madrugada inicia la marcha al frente de su ejército de 4.000 hombres bien armados y mejor disciplinados. En cuanto al general Acha, el entregador Acha, el traidor Acha y el asesino Acha, como con tal repetición lo nombra, en cuanto se lo tome habrá que pasarlo por las armas.


Lamadrid espera a Facundo en la Ciudadela, en las puertas de la ciudad de Tucumán. El 4 de noviembre se avistan los dos ejércitos. Algunas partidas se tirotean. El valiente capitán Soria persigue a una partida de Lamadrid, ésta se “pierde” en un monte de arbustos; Soria detiene la persecución. Llamado frente a Facundo se explica: paró porque no pudo penetrar entre los árboles. ¿Y cómo pudo penetrar la partida perseguida? “Comandante Argañaraz: fusile a este capitán delante de la tropa”. El rigor no se debe emplear solamente con los enemigos.


Formada la tropa en orden de batalla, Facundo lanza su proclama: Soldados, no hay otro punto de reunión que el campo de batalla. Allí nos debemos encontrar todos ¡todos! De pie o caídos, vencedores o muertos.


Momentos después la artillería de Lamadrid dirigida por el notable artillero Arengreen, comienza a vomitar fuego. En ambos campos redoblan los tambores, hiende el aire las notas de los clarines tocando “al ataque” y “a degüello”, y ocho mil hombres armados se ponen en movimiento. Las alas de caballería, de uno y otro bando, respingan, se abren, y los cascos golpean furiosamente la tierra como si las castigaran. El comandante Angel Vicente Peñaloza, seguido de sus gauchos, repite sus hazañas de enlazar a todo galope los cañones enemigos y llevarlos a la rastra hasta su campo, lo que obliga a Arengreen a poner guardias de infantería en cada batería. Facundo y Lamadrid son dos titanes, imposibles de aventajar en valor, ganando la delantera a sus propios escuadrones, con lanza el uno y sable el otro, y abriendo claros terribles a su alrededor. El valiente y temerario Pantaleón Argañaraz se une con Prudencio Torres y acometen hasta junto mismo a Lamadrid, que ya tiene tres heridas graves. El coronel Ruiz Huidobro, ya no es el elegante oficial de pañuelo perfumado y manos pulidas, sino que es un terrible sableador, aventajando a todos los de su División en el peligro.


Aleccionado por lo que había ocurrido en La Tablada, Facundo no sólo llevó numerosa infantería, sino que antes de iniciarse el combate, se dirigió con un trompa de órdenes hacia el campo enemigo, y ya en su peligrosa aproximación, inspeccionó directamente la formación de Lamadrid. Cuando las balas picaban las patas mismas de su caballo, volvió grupas y dirigió los regimientos con exacta precisión hasta los puntos vitales del enemigo. A las dos horas de combatir, el ejército de Lamadrid perdió toda formación y comenzó a desbandarse. Sólo su jefe, rodeado de un fuerte escuadrón de caballería quedó haciendo frente en un costado del campo de batalla, mientras en su retaguardia, Barcala procuraba hacer pie firme con sus infantes. Todo fue inútil: la derrota lo destruyó todo.


Del encarnizamiento de la lucha daba muestras la gran cantidad de muertos y heridos. En algunos lugares del campo los cadáveres están encimados, entreverados los de los dos bandos. Los heridos dejan oír sus ayes, mientras unos se arrastran en busca de agua, de alivio, de una mano piadosa que los socorra. Allá, a lo lejos, se oyen aún tiroteos de partidas que no se entregan, galopes de caballos de jinetes que huyen, clarines que suenan con toques de victoria y redobles de tambores que dan desahogo al “tamborero”.


Facundo da las últimas órdenes para que se ponga todo en regla: se atienda a los heridos, improvisándose en carretas, tiendas, y en algunos ranchos, en la forma usual, entonces, se recogen las armas y se atiende la necesidad de la tropa. Al día siguiente Facundo se dirige a la ciudad, donde tiene muchos amigos, por sus vinculaciones comerciales y por haber concurrido allí numerosas veces.


Apenas llega a la ciudad y aún no ha podido descansar de las fatigas del viaje que ha hecho desde Mendoza a Tucumán, y de las de la batalla, cuando se le presenta el coronel Ruiz Huidobro, muy acicalado, perfumado y de elegante uniforme, acompañado de una dama. Es la señora esposa del general Lamadrid, portadora de una carta de su esposo para Facundo. La señora toma asiento en un sofá y Facundo de pie, lee la carta: “Excmo. señor general don Juan Facundo Quiroga. General: No habiendo tenido en mi vida otro interés que el de servir a mi patria, hice por ella cuanto juzgué conveniente a su salvación y a mi honor hasta la una de la tarde del día 4, que la cobardía de mi caballería y el arrojo de Vd. destruyeron la brillante infantería que estaba a mis órdenes. Desde ese momento en que Vd. quedó dueño del campo y de la suerte de la República como de mi familia, envainé mi espada para no sacarla más en esta desastroza guerra civil, pues todo esfuerzo en adelante sería más que temerario, criminal. En esta firme resolución me retiro del territorio de la República, íntimamente persuadido de que la generosidad de un guerrero valiente como es Vd. sabrá dispensar todas las consideraciones que se merece la familia de un soldado que nada ha reservado en servicio de su patria y que le ha dado algunas glorias. He sabido que mi señora fue conducida al Cabildo en la mañana del 5 y separada de mis hijos, pero no puedo persuadirme de que su magnitud lo consienta, no habiéndose extendido jamás la guerra, por nuestra parte, a las familias. Recuerde Vd. general, que a mi entrada en San Juan yo no tomé providencia alguna contra su señora. Ruego a Vd. general, no quiera marchitar las glorias de que está Vd. cubierto conservando en prisión a una señora digna de compasión y que se servirá Vd. concederle el pasaporte para que marche a mi alcance, etc.” (1)


Facundo se ha puesto sumamente serio. Explica a la señora de Lamadrid que su detención, hechas con todas las consideraciones debidas a una señora, obedece al solo fin de preguntarle si sabe algo de los dineros que su esposo ha extraído de los tapados de Facundo, de La Rioja, pero que ella es completamente ajena a los hechos de su esposo.


Inmediatamente Facundo extiende un salvoconducto para la señora de Lamadrid. Luego dicta a su secretario la siguiente carta en respuesta de la que ha recibido: “Señor General don Gregorio Aráoz de Lamadrid. Tucumán, 24 de noviembre de 1831. General: Desde que oí resonar su nombre por mil acciones heroicas que Vd. hizo contra los enemigos de nuestra independencia, me mereció el aprecio más distinguido, y ésta ha sido la causa o fundamento principal para que viniéramos a ser los más mortales enemigos, de lo cual voy a hacer a Vd. una exacta explicación. Cuando en julio de 1826 fui invitado por los muy malos y bajos Bustos e Ibarra para derribar al déspota Presidente don Bernardino Rivadavia, los desprecié, porque no los consideré capaces de hacer oposición con provecho al poder del Presidente, pero habiéndome asegurado el edecán del finado Bustos, coronel don Manuel Castillo (que fue uno de los enviados) que Vd. estaba de acuerdo en este negocio, y que era más interesado en él, no trepidé un momento en decidirme a arrostrar todo compromiso contando únicamente con su espada para esperar un desenlace feliz. Pero ¡cuán terrible fue mi chasco cuando vi que los partidos de La Rioja, Córdoba y Santiago del Estero que depusieron al gobernador de Catamarca don Manuel Antonio Gutiérrez, fueron repelidos por las fuerzas que Vd. mandó bajo las órdenes de su primo don José Ignacio Helguero!.


Desde entonces ya conocí que era Vd. demasiado injusto y que procedía como un malvado, poniéndose de parte del Presidente para atacar a los pueblos que no querían reconocer su autoridad, cuando yo fui el más interesado en no atacarle, como se nos ordenaba por la circular del gobierno del General Las Heras creyendo que Vd. se uniría a nosotros para encabezar la oposición contra el gobierno de Buenos Aires”.


Me viene Vd. ahora recomendando a su familia, como si yo necesitase de sus recomendaciones para haberla considerado como lo he hecho; agregando en dicha su carta, las consideraciones que dice prestó a la mía en San Juan, así como a mi señora madre en Los Llanos, pero sin acordarse de la pesada cadena que hizo arrastrar a dicha mi anciana madre en La Rioja, ni de que mi familia fue desterrada a Coquimbo o Copiapó por sólo libertarla de los tormentos que Vd. le preparaba en La Rioja, para cuyo solo efecto la había reclamado del gobierno de San Juan, quien por solo salvarla de las tropelías que Vd. le preparaba, se vio precisado a alejarla”.


General, hay algo más. Hallándose una noche en Buenos Aires varios generales reunidos, y entre ellos Juan Manuel de Rosas, en casa de don Braulio Costa, en la cual yo paraba, uno de ellos dijo que Vd. no había prestado jamás un servicio a la patria, y no pudiendo mi alma sufrir tal injusticia, les dije: ¿Cuál de Vds. fue el terror y espanto (en Bolivia) de los enemigos de nuestra independencia? ¿No fue el mismo que dicen Vds. no haber prestado un servicio a la patria? Dígase que ahora anda errante, que ha abrazado mala causa y que obra como el mayor de los malvados, pero no se le niegue que prestó servicios muy importantes en la guerra de nuestra independencia, ¡como ninguno de Vds. lo ha hecho! ¡Todos callaron y ninguno halló que contestarme”.


Pero aún hay algo más: cuando a consecuencia de la revolución de Brizuela en Los Llanos, cuando Vd. se marchaba para Córdoba, fue agarrado el pérfido descubridor de mis tapados, Carvallo, le encontraron en el bolsillo una esquela de Vd. en que le decía: “No me de Vd. cuenta del monto del último tapado sin antes haberme separado de doscientas a trescientas onzas, pues, yo de pura delicadeza no he tomado un solo peso de los dos anteriores, porque al fin esta cantidad que mando reservar ha de servir para todo cuanto se ofrezca, como sirve siempre cuando yo tengo para dar a los servidores de la patria”. Dicha su esquela no faltó entre mis jefes quien quisiera dar a la prensa en San Juan, y no quise yo permitirlo, a pesar de no haber entregado Vd. sino cuarenta y tantos mil pesos de los noventa y tres mil que se me extrajeron de Los Llanos; de que infiero que Vd. “por pura delicadeza” se sorbió la mayor parte….. ¡Bien que también estoy persuadido que los confidentes que Vd. tuvo se quedaron con la mayor parte por la ninguna precaución que Vd. tuvo en ese negocio.


Su familia, sin embargo, ha sido despachada a reunirse con Vd., por haberlo ella solicitado, desdeñando los ofrecimientos que le hice.


¡Adiós, General, hasta que nos podamos juntar para que uno de los dos desaparezca, porque esta es la resolución inalterable de su enemigo. Juan Facundo Quiroga”.


Carta serena y altiva al mismo tiempo, expresión varonil e hidalga de Facundo. Allá el sableador famoso quedaría, rumbo a Chile, repitiendo estos conceptos y esta acusación del caudillo riojano. Más tarde en cartas a Facundo, él tratará de justificarse y negar los cargos, pero los testigos son muchos en su contra, y nunca en su vida volverá a mentar el asunto. Representante del llamado partido de la ilustración y de la civilización, se ha portado como un vándalo en la provincia conquistada, y ahora, sobre derrotado en el campo de batalla, debe esconder el rubor de su felonía echada en cara por el que ellos tildan de representante de la barbarie.


Referencia


(1) Carta de Lamadrid a Quiroga, citada por Adolfo Saldías, tomo II, pág. 84; Lamadrid. Memorias y David Peña en Facundo, pág.303.


Fuente

De Paoli, Pedro – Facundo – Ed. Plus Ultra, Buenos Aires (1973).

Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado

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