Falucho desciende del monumento

Cansado Falucho de estarse todo el tiempo en la actitud crispada que le impuso su padre, el escultor Correa Morales, decidió la otra noche abandonar algunas horas su incómodo pedestal de la Plaza San Martín. No era fácil empresa pasar inadvertido bajo el chorro de luz de los faroles eléctricos; pero recordando que en vida fue negro, se confundió en la sombra, y, para despistar a los transeúntes, dejó en su sitio la bandera que empuñaba. Cualquiera diría que cruzó la plaza, dispuesto a conversar con San Martín, cuando menos de la campaña del Perú. Pero, no. El héroe le tiene miedo a San Martín, sobre todo desde que en la imperativa actitud del gran capitán, un crítico descubrió esta frase mortificante: “¡Sáquenme ese negro del camino!…”.

Tomó, pues, Falucho rumbo opuesto, por Florida al sud; y aunque azorado de lo que iba viendo, logró que nadie reparara en su aire sospechoso, ni frente al Cabildo, ni cuando se descubrió ante la pirámide y esfumó luego su silueta a lo largo de los plátanos. Ya en la Casa Rosada, si algún negro sereno le vio, no dijo palabra, sin duda por razones de solidaridad étnica, pudiendo entonces deslizarse hasta el cuerpo de guardia. En todo caso, ningún militar se atrevería a denunciarle…

Era más de media noche. Los soldados dormían. Sólo un conscripto se calentaba las manos junto al fogón, y en su estado de modorra, no extrañó la rara catadura del compañero de bronce que vino a instalarse a su lado. Falucho, en voz baja, aunque naturalmente llena de ecos metálicos, empezó a decirle:

- La Patria, compañero, es cosa grande; pero hay que cuidarla mucho. Ustedes son felices: les pagan… ¡Si supiera cómo me fue a mí, porque a los compañeros se olvidó el gobierno de pagarles! Usted ha de conocer la historia de la sublevación del Callao ¿no? Repásela, entonces…

Mire, yo vivo en el mejor paraje de Buenos Aires. ¡Las cosas que he visto desde que me instalaron allí! Desfiles militares, cuya vista me erizaba las motas, como antes; políticos volviendo de Palermo; damas de pelo rojo; automovilistas; banqueros; presidentes; la procesión inacabable de los que mandan. Y también he visto a la pobre gente, a pie, la pobre gente que pasa temprano y se queja de la suerte; la pobre gente, que es el pueblo, el montón que obedece, y come mal y vive peor… Y entonces, me he dicho, hay algunas mentiras en ese cuadro tan lindo. ¡Están ustedes como en 1824!… A unos les pagan y a otros no…

- ¿Qué dice, amigo?

- ¡Lo que oye!… Mire, usted que está vivo, vaya a repetir a los que gobiernan, el consejo de este pobre negro… Al fin, ¿para quién hacen las leyes? Para ustedes, para el montón que las paga y las sufre… ¡Vaya a gritarles que se dejen de políticas, de intervenciones y de farsas! A la historia no le va a importar si fueron republicanos, autonomistas o radicales los que combatieron como los argentinos antiguos por el bien de todos… Míreme a mí, si quiere convencerse…


Y al decirlo, dábase también con su manaza sonora en mitad del pecho, que fue un milagro el que no cesaran los ronquidos de los demás soldados.

Dígale al gobierno que cuide de la pobre gente, que le endulce la vida, que no se lo de todo a los “niños”… Que recuerde que del montón salió la gente de mayo, la gente que cruzó los Andes con el general San Martín, la que fue al Perú; la de Güemes, la de Belgrano, la que hizo la Patria, la que supo morir… Y repítales que el montón es sagrado, lo más sagrado, lo que les ha dado a ellos la autoridad que envisten, y si no lo cuidan, si no alimentan su amor…

En este punto, sobresaltado el conscripto por el tono imperioso de su fantástico camarada, hizo ademán de levantarse, pero Falucho le contuvo:

- ¡Sí, sí, -exclamó- ya sé que ustedes son más y valen más! Ya sé que ustedes son seis millones, y nosotros éramos cuatro gatos. Pero oiga, descontando los extranjeros, las mujeres, los niños y los viejos, ustedes quizás no nos alcancen… Dígale al gobierno ¿oye? –prosiguió cada vez más airado, haciendo retumbar las palabras en su garganta metálica- dígale al gobierno que se acuerde de la sublevación del Callao… Los jefes recibieron su parte y la tropa siguió con su hambre. Los soldados se vengaron, se sublevaron, se pasaron al enemigo, mancharon sus galones de la gran campaña… Yo preferí la muerte a la traición; pero Oliva, Moyano y los demás… ¡se declararon en huelga!

Calló la voz, y en el aire pesado de la estancia se alzó más fuerte el roncar de los hombres. El pobre conscripto, sumido en la maravilla de su ensueño, oyó en la terraza inmediata el taconeo de las botas de bronce perdiéndose en los retumbos de las salvas que empezaban… No eran los cañonazos fatídicos de aquellos combates de leyenda, y sin embargo, el tronar de la pólvora y la voz de los clarines llegando de los buques de guerra, le trajeron algo como reminiscencias del mismo lenguaje que había escuchado toda la noche…

Clareaba el día, el sol de mayo iba a aparecer y mientras en la mente del joven soldado se alzaba una visión de gloria, allá lejos, detrás de la masa sombría de los edificios, el viejo Falucho, el heroico negro de la estatua, con su ademán victorioso seguía gritando como en la hora de la muerte: “¡Viva Buenos Aires!”.

Fuente
Correa Luna, Carlos – Caras y caretas, Buenos Aires (1907)
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
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