Cementerio de la Recoleta

Entrada del Cementerio de la Recoleta, Buenos Aires

Es el cementerio más antiguo de la ciudad y el único que queda en vigencia desde la época de Bernardino Rivadavia. Existía en esa zona un convento de los frailes recoletos que fue expropiado por el superior gobierno de Martín Rodríguez a los 48 años de haberse habilitado. El gobernador y su ministro querían dar un cementerio digno a la ciudad junto al Plata.

El decreto fue promulgado en diciembre de 1821:

Artículo 2º – Se destina para uno de los cementerios el sitio y edificio que servía antes al hospital de misioneros franciscanos.

Artículo 7º – Como el edificio destinado a cementerio por el Art. 2º presenta capacidad para comenzar desde luego a servir, sin perjuicio de llevarlo a mayor perfección: desde el primero de enero próximo no será permitido hacer sepultura alguna en los enterratorios que han servido hasta el presente, y todos los cadáveres serán conducidos y sepultados en el cementerio que se llamará de Miserere,

Rivadavia manu militari intentaba en veinte días habilitar un cementerio pero pese a su voluntad tuvo que esperar unos meses más.

En julio de 1822 por otro decreto se oficializa la expulsión de la orden; sus miembros deberán secularizarse o irse a Tucumán donde permanece un convento abierto. Dice así: “Buenos Aires, 1º de julio de 1822 – Empero la estrechez y estado ruinoso del edificio para cementerio por el artículo segundo del enunciado decreto, hizo indispensable la resolución del 27 de diciembre que suspendió los efectos del artículo 7º. En su virtud se procedió a la formación del plano que debía dirigir dicha obra y sobre la demora que las atenciones del departamento de ingenieros han hecho indispensables, se ha presentado éste con el correspondiente presupuesto. El tiempo que la proyectada construcción demanda induce desde luego el gran perjuicio de que continúe abandonada esta capital a la privación de un establecimiento que tanto debe influir en su policía y aún en su mismo honor”.

“El edificio llamado de la Recoleta, sobre las ventajas de su posición presenta con gran capacidad todas las de un cementerio hábilmente construido al intento…”.

El decreto continúa ocupándose de la expulsión de la orden:

“1º) Los religiosos que habitan en el edificio llamado de la Recoleta pasarán a su elección o al convento llamado de la observancia en esta ciudad o al de la recolección de San Pedro. 2º) Los preindicados religiosos llevarán consigo todos los útiles y muebles de sus respectivos usos…

“Como es exigente la necesidad de dar cuanto antes principio a las obras del cementerio, el ministro no puede menos de hacerle presente al expresado guardián para que disponga la ejecución del decreto de manera que en la presente semana se deje libre el convento por los demás religiosos y se empiece en éste a hacer el servicio; en el concepto de que con esta fecha se den las órdenes correspondientes al jefe de policía para que eso mismo se ejecute en esta misma semana, recibiéndose por inventario de todo el edificio y muebles que no sean de los expresados en el artículo 2º del decreto que se transcribe”.

De poco le valió protestar al guardián del convento fray Domingo Bustos. Escribió a Rivadavia ofreciendo sepultar gratuitamente los muertos del nuevo enterratorio; de ese modo la comunidad lograría permanecer en el convento. Decía: “En nada menos piensa el guardián y su venerable comunidad, que en contradecir el decreto que destina el lugar de la Recoleta para cementerio; él es emanado de la autoridad a que obedece la Provincia, y esto es bastante para recibirlo con toda resignación; pero él cree que a este propio objeto es de utilidad la permanencia de los mismos religiosos en este mismo convento, como que ellos se obligan a sepultar todos los cadáveres sin el menor gravamen público y sin erogación alguna de los fondos del Estado. El guardián y cada uno de sus religiosos se constituyen para el caso, en otros tantos capellanes gratuitos”.

Lógicamente el pedido del guardián no encontró eco y no causó brecha alguna en la intensión reformista de Rivadavia. Se le ordenó al ingeniero jefe Próspero Catelín que levantara los planos y reconociera el edificio a pesar de la “resistencia manifestada por el guardián de la Recoleta para hacer por sí la entrega del edificio”.

Y así contra viento y marea se habilitó el Cementerio del Norte al cual se trajeron quince carradas de huesos humanos de los enterratorios de las iglesias. La bendición del cementerio se realizó el 17 de noviembre de 1822 y se invitó al clero secular y regular por oficio dirigido a los curas rectores de las siete parroquias y a los prelados locales de los conventos, A las diez de la mañana el provisor Zavaleta junto a los presbíteros José León Benegas y Mariano Somellera, revestidos de ricos paramentos, preparada la música, cantores y todo lo demás que prescribe el Pontifical Romano, dio principio a la bendición y la concluyó a las doce.

Relato de un inglés observador

“El verano de 1824-1825 debe de haber sido muy malsano a juzgar por los numerosos cortejos del Sacramento que se veían por las calles. Generalmente estas visitas tienen lugar de noche. De cuando en cuando hay sonrisas, cuando la procesión elige un barrio muy concurrido y obliga a todo el mundo a arrodillarse. Frecuentemente se me presenta el contraste entre estas costumbres católicas y las de nuestra sobria Inglaterra.

Vista interior

“Me cuentan que en el lecho del agonizante se toman disposiciones y preparativos para esperar el Sacramento. No admiro tal cosa…

“La sala en que se expone el cadáver es iluminada: grandes cirios rodean el ataúd y las paredes y mesas se hallan cubiertas de adornos blancos, cruces, etc. Las ventanas se dejan abiertas para que los transeúntes vean la lúgubre escena y reflexionen sobre la fugacidad de la existencia. Recuerdo mi sorpresa cuando vi por primera vez un espectáculo de esta naturaleza. El cadáver de una mujer de treinta años yacía en el ataúd; la tapa había sido retirada, las manos estaban cruzadas sobre el pecho y entre ellas se veía una cruz…

“Los muertos son enterrados dentro de las veinticuatro horas: precaución necesaria en un país de clima cálido. Los cementerios están repletos y ahora se llevan los cadáveres al Cementerio Nuevo, en la Recoleta, y se trasladan allí desde los cementerios de las iglesias, con lo que se producen escenas de confusión, en que madres, esposos y esposas prorrumpen en gritos al reconocer los restos de quienes ya no esperaban ver más en este mundo.

“Los carros fúnebres son de estilo francés y los deudos no los siguen. Los parientes del muerto concurren al camposanto a recibir el cadáver, y las ceremonias religiosas tienen lugar unos días más tarde.

“El fallecimiento de un sacerdote es anunciado por un tañido peculiar de las campanas.

“Las misas por el reposo del alma tienen lugar en varias iglesias, de acuerdo con los deseos de los deudos, que imprimen tarjetas de invitación. Cualquiera puede concurrir. Las personas respetables –que pueden permitírselo- hacen celebrar muchas misas, pero esto es muy caro. La ceremonia dura de una a dos horas. Un ataúd simulado se coloca cerca del altar rodeado de luces…

“Los parientes y amigos íntimos del difunto concurren a la casa del duelo (a veces al refectorio de la iglesia), donde se prepara un refrigerio de frutas, tortas, vino, licores, cerveza, etc. He escuchado buena música en estas misas, y el efecto no deja de ser impresionante: es una hermosa costumbre llevar una luz encendida durante el “réquiem” por los que amamos. Pero hay más sincero sentimiento en las simples ceremonias fúnebres de Inglaterra que en todos estos requerimientos a los sentidos. Un fantástico carro fúnebre para niños se ha puesto ahora de moda. Tiene ramilletes de plumas blancas en el techo y es tirado por dos mudas; el conductor, un muchacho, está ataviado como los jinetes de Astley”.

Cuarenta años después, recogemos otras opiniones de extranjeros sobre nuestro primer cementerio. Dice Hutchinson:

“Mi visita a la Recoleta me acarreó menos ideas tristes, con relación a la muerte, que en el último paraje descrito (alude al cementerio de disidentes). Una de las venerables capillas, erigida por los jesuitas, pero que no se concluyó hasta 1782 (siete años después de la expulsión de la Orden), se levanta entre el Panteón y la Barranca, mirando al río. Hoy está a cargo de los Padres Franciscanos, los que sostienen un Asilo de Mendigos al lado. El Cementerio, por sí, me recordó a primera vista al del Pére-Lachaise (París). Hay varios magníficos monumentos de mármol, entre otros el del gobernador Rivadavia. En el centro hay un sepulcro abierto con una cantidad de pequeños ataúdes de lata en el interior, el que tiene la siguiente inscripción: “Sepulcro de los Niños Expósitos, debido a la munificencia del Exmo. Gobierno del Estado de Buenos Aires: año de 1855”. Algunos de los más adecuados monumentos, son aquellos que tienen, en una guirnalda de siempre-vivas, esta sencilla inscripción: “Mi esposo”.

Efectivamente, la Recoleta se parece bastante al Peré-Lachaise, el cementerio más célebre de París y en general a los de las grandes ciudades de tradición católica, en donde abundan las bóvedas y monumentos funerarios. No ocurre lo mismo en los lugares donde predominan otros cultos y donde generalmente se sepulta en tierra.

Patricios de Vuelta de Obligado en una de las calles interiores del Cementerio de la Recoleta

“Pero uno de los lugares más curiosos e interesantes de Buenos Aires es la Recoleta, o cementerio de los católicos, nativos o extranjeros -dice Woodbine Hinchliff-. Se trata de un espacio grande de terreno en los suburbios, hacia el lado norte, y está completamente rodeado por un alto muro con troneras, que permitiría a un pequeño cuerpo de soldados desde adentro, guardar la calle contra un atacante. Se entra en el cementerio por hermosas puertas de hierro, y al lado se levanta una capilla para los oficios de difuntos. La gente pobre es enterrada en el suelo al fondo del recinto, en tumbas sencillas como en Europa; pero la parte principal está dividida por calles estrechas bordeadas por bóvedas y mausoleos de familia. Estos últimos están construidos, en su mayoría con mármol blanco y tienen la apariencia de templos pequeños construidos por lo común con una cúpula. Una puerta de hierro permite ver todos los ataúdes de la familia colocados sobre especies de anaqueles en los tres lados del espacio interior y decorados con siemprevivas y flores artificiales. Muchos de los principales vecinos han gastado grandes sumas de dinero en tales construcciones y el efecto general es muy favorable. Visto desde las vecindades, el vasto conjunto de cúpulas blancas y torrecillas que sobresalen por encima de los muros, haría creer a un visitante que se trata de una ciudad oriental.

“He caminado más de una vez por esta Recoleta, observando los epitafios en varios idiomas, y un día, precisamente junto al sitio en que una inglesa católica había sepultado a su marido, escribiendo en su tumba el recurrido “Tu esposa afligida que siempre te recuerda…” me encontré sobe un obelisco, la más concisa y terrible inscripción que había visto yo hasta entonces; era esta: “Don Francisco Alvarez – Asesinado por sus amigos”.

“¡Asesinado por sus amigos! Impresionado por tan extraordinario epitafio, inquirí cuál era el motivo de la inscripción y me contaron que un grupo de jóvenes de buena familia de la ciudad tenían el hábito de jugar por dinero, hasta que, en cierta ocasión, Alvarez les ganó a todos una buena suma y ellos determinaron pagar la deuda desembarazándose de su acreedor, para lo cual lo atrajeron a un lugar solitario con el propósito de asesinarlo; así lo hicieron; luego pusieron el cadáver en un coche que esperaba y lo arrojaron en un pozo de las inmediaciones. Habían discurrido el plan de tal manera, que el descubrimiento parecía imposible; pero, por rara coincidencia un testigo del crimen denunció a los asesinos. Mediaron grandes influencias de familia para salvarlos, pero en vano; fueron ejecutados y el hermano de la víctima erigió el obelisco en su memoria.

“En la época de Rosas se hacían curiosas anotaciones en los libros del cementerio. No era raro encontrar algunas como ésta: “Se ha enterrado el cadáver de un muerto hallado en el zanjón X degollado por salvajes unitarios”.

Y en cuanto a las inscripciones curiosas, uno de los casos más conocidos es el de la lápida que el poeta José Mármol dedicó a su esposa fallecida. Como correspondía a un vate, hizo grabar el siguiente dístico: “Duerme tranquila el sueño de la vida/ y espérame dormida”.

Pero pronto otro escritor –se supone que un López- anotó debajo, ya que el poeta estaba dedicado a oros amores: “Duerme tranquila el sueño de la nada/ y espérame sentada”.

Porque el humor –o la malignidad- puede expresarse hasta en la necrópolis.

En la Recoleta había una zona de bóvedas y otra destinada para sepultar directamente en tierra. La parte más vieja era la contigua al convento de los recoletos en donde se halla el rincón de los próceres que se habilitó junto al cementerio mismo. En el día de hoy se pueden ver ahí las sencillas tumbas de verdadera austeridad republicana de Marcos Balcarce (1832), de Cornelio Saavedra (1831), del deán Gregorio Funes (1829), de Antonio Sáenz (1825), de general Juan Izquierdo (1834), de Gregorio Perdriel (1852) y finalmente, ocupando un gran espacio de la esquina de los próceres, la de Rawson (1890).

Años más tarde se prohibiría la inhumación en tierra por falta de espacio.

Los novelistas del 80 y del 90, los realistas y los naturalistas, nos dan muchos datos de interés sobre cómo se celebraban velorios, funerales y entierros en esas décadas. Claro que el único cementerio utilizado era el del Norte.

“Un entierro de fuste en Buenos Aires –dice Lucio López- no necesita describirse: el empresario fúnebre conoce los gustos de la gran capital, en los que prepondera la gran aldea; el convoy tiene que hacer corso en la calle Florida, no hay otra para ir a la Recoleta, y si a alguien se le ocurriera la idea de cambiar de itinerario, no sería difícil que el muerto… resucitara, protestando contra la variación de la ruta…”.

“Mientras depositaban el cajón en la bóveda de la familia, yo me perdí en las calles del cementerio.

“¡Cuánta vana pompa!”

“¡Cómo podía medirse allí, junto con los mamarrachos de la marmolería criolla, la imbecilidad y la soberbia humanas! Allí la tumba pomposa de un estanciero…. muchas leguas de campo, muchas vacas; los cueros y las lanas han levantado ese mausoleo que no es ni el de Moreno, ni el de García, ni el de guerreros, ni el de los grandes hombres de las letras.

“Allí la regia sepultura de un avaro. Más allá la de un imbécil… la pompa siguiéndolos en la muerte”.

Vista aérea del cementerio

La Recoleta consta de cuatro manzanas y 6.400 bóvedas. Allí están enterrados los hombres más prestigiosos del pasado nacional; tiene también su folclore, sus tradiciones, sus misterios. A mediados del siglo XIX una cofradía llamada de los “Caballeros de la Noche”, secuestró el cajón de la madre de Enriqueta Dorrego de Miró, mujer muy distinguida y rica que vivía en un palacio frente a la Plaza Lavalle. Estos “Caballeros” pedían un elevado rescate por el cadáver. Intervino la policía y descubrió a los autores del atentado, pero su defensor, Rafael Calzada, adujo que no había ley ninguna que condenara a los secuestradores de cadáveres, por lo cual quedaron en libertad.

Otro escándalo se produjo en torno de la tumba del general Facundo Quiroga. Su familia colocó una placa muy elocuente y el mismo día que se pretendió hacer funerales al Brig. Gral. Juan Manuel de Rosas que acababa de morir en Inglaterra, una turba de exaltados unitarios corrió a la Recoleta para arrancar la lápida y también la estatua de La Dolorosa de Carlo Antonio Tantardini (1677-1748), tirando con caballos y cuerdas desde la calle. La oportuna aparición de los empleados del cementerio impidió tal desatino, pero la inscripción fue borrada.

En la época en que Torcuato de Alvear expropió tumbas para hacer las calles y avenidas del cementerio, es decir, en 1888, hubo un cuidador que se compró una bóveda y se mandó hacer una estatua de mármol en la que aparecía con balde y escoba y su uniforme de cuidador. Este original se llamaba David Alleno y cuando se terminó la bóveda lograda con las ganancias de su trabajo en tan triste lugar consideró que su tarea en el mundo estaba acabada y se suicidó.

La Recoleta, que desde la época de Lucio López es considerada un feudo particular del Barrio Norte, es ahora el único lugar de la inmensa ciudad donde la “gente conocida” se encuentra a su vez con otra “gente conocida”. “Tras el velorio anecdótico y cafeteril, zarpan los cadáveres de larga estirpe a fondear en la Recoleta con un gesto de suprema satisfacción seguros de que, por lo menos en su cementerio privativo y rodeada solamente de los suyos, un día la masa solidaria de las argentinas llegará junta codo con codo, como en la cazuela del antiguo Colón, al Valle de Josaphat”.

Pero ya esto no es del todo verdad: el “broche de oro” de la vida de un nuevo rico inmigrante es comprarse un solar del terreno más caro del país. Acariciado sueño de muchos y ya hecho realidad porque los antiguos patricios en decadencia venden sus bóvedas y envían a sus muertos a la Chacarita, Cada día se ven más mausoleos de apellidos desconocidos, erigidos con notorio lujo y pompa. Al lado de bóvedas abarrotadas porque se han diversificado las ramas de una familia y todas mantienen su derecho a ellas, se encuentran hermosas tumbas vacías, a la espera del primer cliente. Y se oyen diálogos particulares: “-¿Cómo está fulanita? ¿Cómo le fue en la operación? -Desgraciadamente está bien, porque yo esperaba estrenar de una vez la bóveda nueva”. Y nadie disimula la alegría que le produce decir al fin: “¿Sabés que ya tengo bóveda en la Recoleta?”.

Barrio de la Recoleta

Mientras, los decaídos miembros de las familias patricias se apretujan en el peristilo del cementerio en los entierros paquetes. Hay días en que coinciden varios sepelios de miembros de la sociedad, y los cuatro tarjeteros se encuentran ocupados por algún nombre ilustre. Y ahí empiezan las pequeñas rivalidades y vanidades: “¿Por cuál entierro venís?” ; según la clase de respuesta se clasificará al interlocutor; si viene por el más elegante es un indudable miembro de la “high”; pero puede venir por otro muerto de menor brillo social y avergonzarse de confesarlo. Y a lo mejor conoce a dos y aprovecha para colocar su tarjeta en dos de las urnas y “cumplir” así sin molestarse demasiado. El más “relacionado” se llevará la palma poniendo su tarjeta en todos los tarjeteros.

También se susurra que algunas personas alquilan catres en sus bóvedas para que un muerto que no la tiene pueda hacerse un entierro lujoso en el cementerio más elegante. Días después ese cajón es llevado sigilosamente a la Chacarita. Esto que aparecía hace unos años en una película argentina constituye un delito, y si la Municipalidad descubre al alquilador del catre puede expropiar su bóveda.

Y el folclore macabro: no faltan tampoco los cuentos en que se relata que una hermosa joven se hace acompañar a la salida de un baile por un muchacho a quien ha conquistado. Le dice que la deje cerca de la Recoleta pero le da la dirección de su casa. El muchacho se presenta al día siguiente y ante su asombro se entera de que la hermosa joven que bailaba envuelta en tules ha muerto meses atrás. Se dice que otro caso extraño sucedió en la plaza frente al cementerio donde se encontraba sentado un anciano médico, Avelino Gutiérrez. Pasó una señora y se puso a conversar con él, pero observó que su interlocutor ignoraba lo que había sucedido en el país desde diez años atrás. Luego de despedirse la señora se enteró de que Gutiérrez había muerto diez años antes.

Dice Jorge Luis Borges:

Convencidos de caducidad
por tantas nobles certidumbres del polvo,
nos demoramos y bajamos la voz
entre las lentas filas de panteones,
cuya retórica de sombra y de mármol
promete o prefigura la deseable
dignidad de haber muerto.
Bellos son los sepulcros,
el desnudo latín y las trabadas fechas fatales,
la conjunción del mármol y de la flor
y las plazuelas con frescura de patio
y los muchos ayeres de a historia
hoy detenida y única.
Equivocamos esa paz con la muerte
y creemos anhelar nuestro fin
y anhelamos el sueño y la indiferencia.
Vibrante en las espadas y en la pasión
y dormida en la hiedra,
sólo la vida existe.
El espacio y el tiempo son normas suyas,
son instrumentos mágicos del alma,
y cuando ésta se apague,
se apagarán con ella el espacio, el tiempo y la muerte,
como al cesar la luz
caduca el simulacro de los espejos
que ya la tarde fue apagando.
Sombra benigna de los árboles,
viento con pájaros que sobre las ramas ondea,
alma que se dispersa entre otras almas,
fuera un milagro que alguna vez dejaran de ser,
milagro incomprensible,
aunque su imaginaria repetición
infame con horror nuestros días.
Estas cosas pensé en la Recoleta,
en el lugar de mi ceniza.

Fuente
Cañás, Jaime. “Los Caballeros de la Noche”, Todo es Historia, Nº 11.
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado.
Hinchliff, Woodbine. “Viaje al Plata en 1861”, Ed. Hachette, Buenos Aires (1955).
Hutchinson, Thomas. “Buenos Aires y otras Provincias Argentinas”, Ed. Huarpes, Buenos Aires (1945).
López, Lucio Vicente. “La Gran Aldea”, Centro Editor de América Latina, Buenos Aires (1967).
Millé, Andrés. “La Recoleta de Buenos Aires”, Buenos Aires (1952).
Portal www.revisionistas.com.ar
Sáenz, Jimena. “Las muertes de Buenos Aires”.
Todo es Historia, Año IV, Nº 43, Buenos Aires, Noviembre 1970.

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