Segregación de la Patria

Raúl Scalabrini Ortiz (1898-1959)

Hay que hacer un serio esfuerzo intelectual para impedir que las escena cotidianas de la tragicomedia que está sacudiendo la entraña del país, distraigan nuestra atención del examen de aquellos aparentemente inimportantes hechos que atañen a la subsistencia de la integridad territorial de la Nación. Problemas económicos y problemas políticos nos están requiriendo con premiosa insistencia. Mas a pesar de su extrema gravedad, todos ellos están subordinados, porque siempre son, de alguna manera, recuperables.

Hemos afirmado que el asombroso e injustificado decreto 10.991 que crea una zona franca al sur del paralelo 42, es el punto inicial de una maniobra final que terminará con la independización de la Patagonia. A muchos juicios honrados ese aserto pareció una exageración manchada de alarmismo infundado. Esas personas olvidan que en 1810 el Virreinato del Río de la Plata que constituía una verdadera unidad geopolítica, tenía una superficie aproximada de cinco millones de kilómetros cuadrados. Hoy tiene un poco más de la mitad: 2.791.000 km². Ha ocurrido con la Argentina un proceso inverso al de Estados Unidos, que en el momento de su independencia, en 1783, medía 2.300.000 kilómetros cuadrados. Y hoy, incluida Alaska, tiene una extensión casi cuatro veces mayor: 9.038.000 kilómetros cuadrados.

Destruir la unidad del Virreinato debía inevitablemente ser uno de los fines de quienes sobre bases muy precarias aspiraban a sustituir el declinante dominio español, socavado en la metrópoli por la invasión napoleónica, y que en ese momento no tenían ni fuerza ni riqueza como para imponerse en lucha franca. Trabajando en la sombra de sus asociaciones secretas, colocando en los puestos claves a personajes cuya fidelidad habían asegurado previamente con medios no estrictamente morales, los ingleses pusieron en ejecución el adagio latino: Divide et impera. El eje de la operación divisionista fue la instalación en la sede del gobierno central de un tipo de gobernante y de una clase social que por sus concepciones políticas y por sus sentimientos eran repudiados por los pueblos. La oligarquía porteña comenzó a identificar la palabra cultura con la muy escasa educación y modales de los comerciantes ingleses y la palabra libertad con el alcance de las posibilidades mercantiles de esos mismos comerciantes. Barbarie será todo lo que huela a pueblo y a resistencia a las pretensiones extranjeras. Divorciados de su ámbito vital, esos oligarcas porteños serán dóciles juguetes que la diplomacia británica manejará a su antojo. La rebelión del pueblo de Buenos Aires se sofoca y silencia con medidas policiales. La análoga rebelión de los pueblos del interior contra las mismas oligarquías extranjerizantes, se presentará como un afán de independencia lugareña, cuando así convenga a la política disgregadora de la diplomacia británica.

Campo franco a las maniobras divisionistas

Las provincias eran sociedades más antiguas, más ricas y más cultas que Buenos Aires. Si los dirigentes porteños hubieran respetado las autonomías provinciales y amparado sus intereses fabriles y manufactureros, las maniobras divisionistas no hubieran encontrado el campo franco. Se hizo todo lo contrario porque convenía al extranjero. No eran simples fórmulas abstractas y principios teóricos lo que estaba en juego: era la defensa del modo de subsistencia que algunas de las provincias habían tenido durante varios siglos.

Cuando en 1809, con motivo del petitorio presentado por los co¬merciantes ingleses Dillon y Twaites para importar mercadería, el virrey Cisneros consultó la opinión del síndico Yañiz y del apoderado Agüero, y con aguda visión de las consecuencias, éstos dijeron: “Sería temeridad equiparar la industria americana con la inglesa. Estos audaces maquinistas nos han traído ponchos, que es el principal ramo de la industria cordobesa y santiagueña, lanas y algodones que además de ser superiores a nuestros bayetones y lienzos de Cochabamba, los pueden dar más baratos y por consiguiente arruinar enteramente a nuestras fábricas y reducir a la indigencia a una multitud innumerable de hombres y mujeres que se mantienen con sus hilados y tejidos… Es un error creer que la baratura sea benéfica a la patria. No lo es cuando procede a la ruina de la industria, y la razón es clara, porque cuando no florece ésta, cesan las obras, y al faltar éstas se suspenden los jornales, y entonces, ¿qué se adelantará con que no cueste más de dos lo que antes valía cuatro, si no se gana más que uno…? Las artes, las industrias y aun la agricultura misma llegarían aquí al último grado de desprecio y abandono. Muchas de nuestras provincias se arruinarían necesariamente, resultando de aquí división y rivalidad entre ellas…” El virrey Cisneros alarmado por estas prevenciones no se atrevió a implantar un librecambio absoluto. La primera Junta, bajo la influencia de los representantes provincianos, continuó manteniendo cierto proteccionismo manufacturero y financiero, para evitar el desmantelamiento del interior y la evasión del oro, vínico y abundante medio interno de cambio, entonces. Sólo la Asamblea del año XIII dicta el 19 de octubre una amplia y teórica igualdad y libertad que entonces, como ahora, significaba hegemonía del extranjero, pobreza, desocupación y ruina para nosotros. Paraguay y el Alto Perú se vieron obligados a tomar medidas localistas defensivas. Los ríos Paraná y Paraguay y el paralelo 22, bajo la influencia de los factores económicos, comenzaron a adquirir la antipática fisonomía de una frontera exterior. Buenos Aires ganaba con el libre cambio. En trueque de sus cueros y de sus salazones obtenía mucha de esa mercadería de boato con cuyo uso los mentecatos creen que dejan de ser un poco menos plebeyos. Pero esa misma mercadería aniquilaba el modo de vida que se había mantenido durante dos siglos en las provincias manufactureras y ellas debían defenderse con el aislamiento. El Alto Perú y el Paraguay, a pesar de su contraria voluntad, comenzaron a renegar de la unidad del virreinato. El germen del separatismo había sido sembrado. Un simple decreto de Rivadavia —del que Bolívar y Sucre se enteraron estupefactos— perfeccionó la escisión del Alto Perú. Sus economías ya estaban divorciadas desde diez años antes. El Paraguay se encerró en sí mismo. Tenía una larga tradición de aislamiento. La amenaza destructora del liberalismo extranjerizante de los porteños no hizo más que acentuarlo. Pero continuó con una expectativa amistosa, como si esperara que dieran frutos tardíos las “uniones federales” propuestas por el doctor Francia en 1811 y 1812. Bajo el impulso progresista de los López, la economía paraguaya adquirió un desarrollo extraordinario que contrastaba con el primitivismo que continuaba reinando en las márgenes del Río de la Plata. Pero tampoco los López desecharon la esperanza de reintegrarse a una verdadera confederación, tan fuerte era la mutua atracción de los pueblos y de los gobernantes que los interpretaban. La inicua guerra de la Triple Alianza que la diplomacia inglesa desencadenó para exterminar hasta la semilla de ese régimen de progreso realizado al margen de su predominio financiero puso un sangriento punto final a la relación fraternal de ambos pueblos.

Segregación del Uruguay

La segregación del Uruguay de la unidad del viejo Virreinato del Río de la Plata no fue precedida por medidas de índole económica que prepararan el ambiente. Gran Bretaña estimaba peligroso para sus intereses futuros que sólo dos grandes naciones dominasen toda la costa occidental del Atlántico Sur, que era pasaje obligado de todo el comercio con el Oriente. En su comunicación del 18 de enero de 1828, lord John Ponsomby, que es incansable gestor de la independencia uruguaya, le resume a lord Dudley las instrucciones recibidas y las ideas de Canning. Dice que “si a los brasileños se les consintiera incorporar la Banda Oriental del Río de la Plata a su imperio, podrían en cualquier tiempo dar facilidades a los franceses, de una naturaleza formidable para atacar con ventaja los intereses marítimos de Inglaterra… No creo que tampoco se pueda confiar con seguridad a Buenos Aires el dominio del Rio de la Plata. Puede suceder que un partido dominante llegue a tener intereses privados en emplear ese dominio para propósitos franceses o norteamericanos y aun seguir la política de unirse al Brasil, como se ha sugerido, para satisfacer miras estrechas. Con la posesión de la Banda Oriental, Buenos Aires podría hacer prosperar cualquier proyecto hostil que en Río se fraguase contra el comercio británico….. Pues no sería imposible que estos Estados se uniesen con el fin de cosechar alguna ventaja imaginaria actual, so capa de esos falsos principios patrióticos, que según se recordará, han sido cuidadosamente fomentados, si no engendrados, por los norteamericanos, nación cuya presteza en hostilizar y deprimir los intereses de Gran Bretaña podrá, creo, apenas ser negada por cualquier persona que conozca el carácter de ese pueblo… En vista de estas circunstancias y de lo que podría resultar de ellas en un futuro no distante, parece que los intereses y la seguridad del comercio británico serían grandemente aumentados por la existencia de un Estado en el que los intereses públicos y privados de gobernantes y pueblo fuesen tales que tuviesen como el primero de los objetivos nacionales e individuales, cultivar una amistad firme con Inglaterra… tal Estado sería una Banda Oriental independiente. La Gran Bretaña podrá con facilidad y sin dar motivo justo de queja a otra nación, contribuir mucho al rápido progreso de este Estado, en cuyo establecimiento firme se halla la fuente segura del interés y del poder para perpetuar la división geográfica de Estados, que beneficiaría mucho a Inglaterra y al mundo”.

Maniobras de lord Ponsomby

La comunicación de lord Ponsomby está fechada en 1828, cuando aún luchan las Provincias Unidas y el Imperio del Brasil en una guerra que desde sus comienzos es estéril para ambos beligerantes. Pero la intriga separatista había comenzado trece años antes y quizá fue planeada junto con la decisión de heredar los bienes del difunto imperio español. Separar a la Banda Oriental del resto de las Provincias Unidas no era empresa baladí. Ambas bandas del río epónimo tienden a aproximarse como si estuvieran ligadas por un elástico. Todo es intercambiable en ellas: las razas y las religiones fundadoras, el idioma y sus deformaciones, las costumbres, el temperamento, los modales, la vanilocuencia de su literatos, la extranjería desdeñadora del pueblo de su clase dirigente y hasta esa fe casi inasible por las palabras que como una llamita de encendedor tenemos siempre pronta en el fondo de nuestras esperanzas. Por eso la segregación del Uruguay del cónclave de provincias hermana no era posible sin una operación intermedia que relajase los vínculos naturales, que resquebrajase la cohesión casi química y establecieran relaciones económicas que contrabalancearan la influencia de las restantes provincias. Esas consecuencias podían obtenerse poniendo como paso previo a la Banda Oriental bajo el dominio de los portugueses. Inglaterra gozaba de influencia suficiente en la corte portuguesa de Río de Janeiro como para lograr más tarde la liberación y, en todo caso, no faltarían a sus diplomáticos estratagemas que condujeran a ese fin. La dificultad mayor residía en la resistencia que oponía la corte de Río de Janeiro. No quería arriesgar el peligro de verse envuelta en una guerra con las Provincias Unidas que podía derivar en una guerra de principios entre republicanos y monárquicos, en que todo el continente ocurriría en ayuda del enemigo. Al director supremo, don Juan Martín de Pueyrredón, la ayuda portuguesa lo seducía. Desestimaba la importancia del territorio oriental y juzgaba que su población cerril no permitiría nunca sentar las bases de un verdadero progreso. En cambio, Artigas era su mayor enemigo y no tenía fuerza ni medios para combatirlo. El prestigio de Artigas era inmenso en las poblaciones argentinas. Córdoba, Santa Fe, Entre Ríos, Corrientes, Misiones y el Uruguay se habían coaligado en la Liga Federal y le habían otorgado el título de Protector de los Pueblos Libres. Si avanzaba un poco más, la unidad del virreinato podía salvarse merced al esfuerzo de los orientales y al valor e integridad de su jefe. Para asegurar a los portugueses que la operación contaría con su beneplácito, Pueyrredón envió a Río a don Manuel José García, el más leal servidor de Inglaterra en los veinte años que median entre 1815 y 1835, en una palabra, el Raúl Prebisch de esa época. Bajo el mando del general Lécor, los portugueses enviaron 12.000 soldados que, a pesar de la desesperada resistencia de Artigas, entraron en Montevideo el 27 de octubre de 1816. El Congreso General Constituyente reunido en Tucumán, ignorante de las maniobras de Pueyrredón, en la sesión secreta del 28 de agosto de 1816, resolvió que se encargue al Supremo Director la defensa del territorio por cuantos medios estén a su alcance y especialmente activando el reclutaje a razón del cinco por ciento de la población de provincias y acelerando los empréstitos ofrecidos por los norteamericanos Desforest y Devereux. Ninguna de las medidas ordenadas tendrá principio de ejecución siquiera.

La corriente de los intereses económicos comienza a desviarse de inmediato hacia Río de Janeiro. En 1822 son ya tan fuertes los vínculos, que una comisión de vecinos de Montevideo, representantes de lo que más tarde se llamaría fuerzas vivas, pide en nombre del pueblo uruguayo que la Banda Oriental sea incorporada al imperio que Pedro I funda al independizarse de Portugal. La nueva provincia Cisplatina contribuye eficazmente a aumentar el prestigio del flamante monarca americano. Pedro I estima que su imperio necesita una frontera que lo resguarde de las tropelías de los montoneros anárquicos de las Provincias Unidas, a los que desprecia, y por eso se niega a abandonar la costa oriental de los ríos Uruguay y de la Plata. Los diplomáticos ingleses gastan sutilísimos argumentos para tratar de convencerlo de que la paz de este continente requiere la existencia de un Estado intermedio que desempeñe la función de paragolpe entre ambas potencias. Don Pedro I no transige. No cree que las Provincias Unidas tengan posibilidad alguna de agredirlo. Está al tanto de la extensión de la anarquía que las carcome. Es inútil que los diplomáticos ingleses amenacen veladamente con la posibilidad de que quizás “los hombres libres del mundo” puedan ayudar a los argentinos en una causa justa. Cuando los ingleses se convencen de que no doblegarán la terquedad del emperador con simples argumentos verbales, Lavalleja invade la provincia Cisplatina al mando de 32 hombres. La guerra entre la República Argentina y el Imperio del Brasil había comenzado y se prolongaría durante más de dos años. Inglaterra ayudaría a uno y otro beligerante alternativamente, hasta equilibrar las posiciones, quebrantar las resistencias nacionales y doblegar el espíritu de los gobernantes.

Entretelones de la guerra con el Brasil

Los heroicos episodios de esta guerra, especialmente escritos para exaltar el patriotismo romántico en que los hechos de la guerra y los heroicos episodios no guardan relación con las necesidades materiales de los pueblos, pueden releerse en cualquier historia elemental. Lo que no podrá leerse es la originalísima descripción de intimidades que de la guerra del Brasil y la Argentina hace el Hon. Robert Gordon, enviado de Gran Bretaña en Río de Janeiro, en la comunicación que le envía a lord Dudley el 1° de octubre de 1827. Dice el Hon. Gordon: “El temor de que sean rechazadas las propuestas formuladas en mi despacho N° 21, es el que me impulsa a molestar a V. E. con algunas consideraciones sobre el extraordinario aspecto de esta guerra… Las principales y casi únicas operaciones de guerra se hacen por mar, no entre brasileros y españoles, sino por extranjeros, en su mayoría ingleses. Y no es alejarse de la realidad decir que la guerra entre Brasil y Buenos Aires se mantiene actualmente entre ingleses… No hay menos de 1.200 marineros ingleses en la flota brasileña y lamento tener que anunciar a V. E. que varios centenales de ellos son desertores de la armada de Gran Bretaña… El jefe de la escuadra bloqueadora en el Río de la Plata es un inglés y el jefe de la flota de Buenos Aires, lo mismo. Sus dotaciones inglesas, cuando caen prisioneras, sin vacilación se unen a sus compatriotas alistados del lado opuesto y a veces vuelven a cambiar a causa de los malos tratamientos o por inclinación al saqueo. Las últimas noticias de Montevideo dicen que una hermosa goleta brasilera, con 14 cañones y con dotación completa de marinos ingleses, se pasó al enemigo…”.

Este desconocido aspecto de la guerra no influye en el ánimo de lord Ponsomby que presiona constantemente sobre ambos bandos para lograr lo que al fin consiguió: la independencia de la República Oriental del Uruguay garantizada por sus dos poderosos vecinos. Cualquier inconveniente irrita a este extraordinariamente tenaz negociador, y es así que el 9 de marzo de 1828, ante una posible vacilación de Dorrego, obligado a firmar la paz porque los fondos del Banco Nacional son manejados como propios por el diplomático británico, Ponsomby le escribe al Hon. Robert Gordon: “La mayor diligencia que pueda usted emplear es necesaria. No sea que esta República democrática, en la cual, por su verdadera esencia, no puede existir cosa semejante al honor, suponga que puede hallar en las nefastas intrigas de Dorrego, medios de servir su avaricia y su ambición”.

¡Y decir que toda esta lamentable maniobra en que el Uruguay y la Argentina se perdieron mutuamente, tuvo su origen en el maligno deseo de exterminar a una gran fracción del pueblo argentino que sólo había cometido el delito de ser leal a su jefe, porque entendían que su jefe era leal a los reclamos de su tierra! ¡Hago votos por que las generaciones venideras no puedan decir del asombroso decreto 10.991 —que segrega económicamente a la Patagonia— lo mismo que las presentes generaciones de argentinos tienen derecho a decir del general Pueyrredón y de su asesor, don Manuel José García!.

Fuente
Portal www.revisionistas.com.ar
Scalabrini Ortiz, Raúl – “Bases para la reconstrucción nacional”, Editorial Plus Ultra, Buenos Aires, 1965. Originalmente fue publicado como artículo en algún periódico que no se consigna en el libro.
Turone, Gabriel O. – Recopilación y adaptación del artículo.

Se permite la reproducción citando la fuente: www.revisionistas.com.ar