Fundación de Montevideo

Fundación de Montevideo - 24 de diciembre de 1726

El mejor seno que forma el Río de la Plata al desembocar en el océano fue cabalmente el último punto que ocuparon los españoles durante su larga dominación en el Nuevo Mundo; y cuando se resolvieron a poblarlo, no fue por las ventajas que les ofrecía, sino por el temor que otros las aprovecharan.

Desde algún tiempo la corte de Madrid miraba con recelo el establecimiento de los portugueses en la Colonia del Sacramento, cuya ocupación era un ataque a sus derechos de soberanía. Sin embargo eran ambiguos los títulos en que se fundaban, y la exacta demarcación de los dominios de ambas coronas en América había sido un manantial inagotable de reclamaciones y debates. La corte de Lisboa, más osada que la de España en llevar adelante sus pretensiones, había dado orden al Virrey de Río Janeiro de apoderarse de hecho de la Colonia, y la inesperada aparición de los lusitanos en estos parajes obligó a las autoridades españolas a tomar las armas para rechazarlos.

Una fuerza de 260 soldados, auxiliados por 3.000 guaraníes, cruzó el río para ir a atacar a estos advenedizos en sus propias trincheras. El maestre de campo, Vera Múxica, que la mandaba, había organizado una vanguardia de 4.000 caballos sueltos, para recibir sin estrago la primera descarga de la artillería enemiga. Los indios, más sagaces que su jefe, le representaron los inconvenientes de esta disposición, que, lejos de ahorrarlos, los exponía a ser arrollados por sus mismos caballos.

Mientras se peleaba en América para defender los derechos de la corona de España, sus ministros los desamparaban en las conferencias de Badajoz y de Ryswick, suscribiendo ignominiosamente a la entrega de la Colonia. Pero la adhesión de Portugal a la grande alianza contra Felipe V y los auxilios que prestó a su competidor, el archiduque don Carlos, desbarataron estos planes, y una nueva expedición, que salió de Buenos Aires en 1704, obligó a los portugueses a retirarse de aquella plaza, después de haber arrasado sus fortificaciones. De este modo la Colonia, o más bien sus escombros, pasó a los españoles, en cuyo poder quedó hasta el año de 1715, en que, por efecto del tratado de Utrecht, volvió a ser ocupada por los lusitanos.

Entretanto, a los desastres de la guerra de sucesión, encendida por el testamento de Carlos II, sucedieron otros amagos, debidos a la política astuta e insidiosa del cardenal Alberoni, que se proponía nada menos el someter a su influjo a una gran parte de Europa, atacando a Italia, conspirando en Francia y preparando el restablecimiento de los Estuardos en Inglaterra. Estas intrigas convirtieron en enemigos de la monarquía española a sus antiguos aliados; y mientras una escuadra inglesa destrozaba las fuerzas navales de Felipe V en las aguas de Siracusa, los ejércitos franceses, al mando del mismo Duque de Berwick, que había afianzado su trono en Almanza, volvían a transitar los Pirineos para llevar la guerra al corazón de sus estados.

En estos momentos de ansiedad y conflicto se inculcaba a los virreyes y gobernadores de América que redoblasen su celo para poner los puntos vulnerables de la costa en estado de defensa. Entre ellos se hizo especial recomendación de Montevideo y Maldonado, acechados por dos enemigos poderosos, según lo insinuaba la correspondencia secreta de los embajadores de España acerca de las cortes de Lisboa e Inglaterra; y, de conformidad con estas órdenes, el día 17 de junio de 1719 salió de Buenos Aires una embarcación para elegir un buen paraje inmediato a la ciudad donde establecer un muelle, o un castillo, para el abrigo de los galeones. De esta idea se pasó a la de poblarlo, y sin nada variar del plan que el Marqués de Capecelatro dijo tenía la corte de Lisboa para este objeto, se enviaron familias de Canarias, como los portugueses debían haberlas traído de las Azores.

Las fortificaciones empezaron a levantarse en 1724, según el plan presentado por el piloto don Domingo Petrarca, y modificado en algunos detalles por el Marqués de Verbon, general en jefe del real cuerpo de ingenieros de España. Cerca de 350 personas trabajaban a esta obra, en la que, en menos de dos años, se insumieron 287.000 pesos, pero con tanta lentitud que apenas se pudo concluirla el año de 1744, a esfuerzos del Gobernador de Buenos Aires, que lo era entonces don Domingo Ortiz de Rozas. Esta falta de actividad era efecto de la escasez de recursos, por más reiteradas y ejecutivas que fuesen las órdenes mandadas al Virrey del Perú para que los franquease.

Entretanto eran continuos los temores del gobierno español por los peligros a que consideraba expuestos sus dominios. En 1736, poco antes de estallar una nueva guerra entre España e Inglaterra, avisaba su ministro en Londres que “habían salido del puerto de las Dunas una fragata y una balandra, aprestadas por comerciantes ingleses, para apoderarse de un territorio que se aseguraba haber entre la demarcación del Brasil y la del Paraguay, y que comprendía un lago de grande extensión, con posible comunicación al Río Negro, suponiéndose que la entrada del lago, por la parte del mar, es sólo de un cuarto de legua ancho, y que los territorios vecinos son ricos de minas y fértiles”. Y en el duplicado de este oficio se agregaba, que “se tenía además noticia de los proyectos de la corte de Rusia de apoderarse del citado lago y territorio, y que se recelaba que a este fin había despachado, a principios de junio del mismo año de 1736 dos navíos que desembocaron la Sonda, a los que debían seguir otros que se aprestaban en Arcángel”.

Por más que se empeñase el gobernador Salcedo en disipar estos temores, no pudo conseguirlo, y lo que más se encomendó al cuidado de su sucesor Rozas fue: evitar el arribo de las embarcaciones inglesas o rusas; y tomar las noticias precisas de la situación y circunstancias del expresado lago. ¡Habían pasado cuatro años entre el primer aviso y este encargo, y la corte de Madrid había permanecido inmóvil entre sus dudas y alarmas! No eran éstos sus únicos recelos; otros le inspiraba la presencia de los portugueses en la Colonia del Sacramento, que, aunque más reales que las expediciones marítimas de Rusia e Inglaterra, no merecían estos cuidados, por el corto número de la tropa que guarnecía aquel punto. Este estado duró hasta el año de 1750, en que, por el artículo XIII del tratado ajustado en Madrid, Portugal cedía a España todos los establecimientos que había formado en la margen oriental del Río de la Plata, inclusa la Colonia del Sacramento.

Casi en la misma época se resolvió el Rey a organizar un gobierno en Montevideo, y condecoró con el título de gobernador a don Joaquín de Viana; pero nada se hizo para fomentar la población e industria de esta provincia, una de las más desatendidas de las antiguas colonias. ¡Ningún acto importante, ni una sola medida eficaz, recuerdan la existencia de un poder que la dominó por cerca de un siglo! Sólo la naturaleza desarrollaba sus fuerzas y cubría aquellos campos solitarios con un prodigioso número de ganados, sin que esto bastase a despertar de su apatía a la corte de España, que sólo se conmovía al anuncio de algún nuevo hallazgo de minas.

Ninguna importancia damos a los reconocimientos que se hicieron en Madrid en 1749 de los metales y piedras preciosas que se pretendió haber descubierto en la Sierra de las Minas, al norte de Montevideo; basta leer los informes de los que los practicaron para convencerse de su ignorancia. Pero nos importaba multiplicar las pruebas de un hecho que se presenta con todos los visos de la inverosimilitud, y del que sin embargo ya no es posible dudar, esto es, que el Rey de España tenía que echar mano de un platero para valorar el mérito de una mina de diamantes, y que el primer ensayador de la casa de moneda de Madrid, por donde rodaban tantos caudales, era un idiota.

Estos documentos nos han sido franqueados con su acostumbrada liberalidad por el señor canónigo doctor don Saturnino Segurola, a cuyo celo ilustrado es debida la conservación de tantos materiales importantes para la historia de estas provincias.

La experiencia de lo ocurrido con la ocupación del puerto y el peligro que representaba el establecimiento de la Colonia del Sacramento -por entonces nuevamente en manos portuguesas- así como la importancia económica adquirida por la riqueza ganadera existente en el territorio oriental del río Uruguay, movió al gobierno español a llevar a cabo actos de posesión efectiva de ese territorio, y a establecer una plaza militar fortificada.

El lugar donde se habían establecido los portugueses en 1723, resultó ser el más adecuado desde varios puntos de vista. Por una parte, poseía un excelente puerto natural, al formar una pequeña bahía bastante cerrada, con playas accesibles. Por otro lado, en uno de los cierres de la bahía, justamente el del lado oeste, existía un cerro bastante elevado como para avistar cualquier barco que se aproximara desde el Este y eventualmente colocar en él algunas piezas de artillería.

El territorio aledaño, eran praderas ligeramente onduladas, propicias para adjudicarlas a los colonos para emplearlas en diversos cultivos; y no existían en las cercanías demasiadas poblaciones indígenas hostiles. De tal manera, en 1724 Zavala llevó desde Buenos Ayres a la zona del Monte VI de E.a O., un grupo de 110 soldados y 1.000 indígenas, con una batería de 10 cañones, para construir el que decidieron llamar Fuerte de San José.

Una vez emplazado el Fuerte, Zavala volvió al lugar, haciéndose acompañar por un grupo de familias originarias de las Islas Canarias afincadas en Buenos Ayres, con un total de 37 personas, que fueron los primeros pobladores civiles de la nueva colonia. Para entonces, se había reclutado otro contingente de colonos en las Islas Canarias y en Galicia, por lo que poco tiempo después arribó una treintena de familias más.

Se transcriben a continuación algunos documentos relativos a la fundación de Montevideo:

Diario del Gobernador de Buenos Aires

“El día 1.º de diciembre del año de 1723 me dio noticia el capitán Pedro Gronardo, práctico de este Río de la Plata, que, habiendo llegado a la ensenada de Montevideo con motivo de conducir un navío del asiento de negros que volvía a Inglaterra, había hallado en ella uno de guerra de 50 cañones, portugués, con otros tres más chicos, mandados por don Manuel de Noroña; y en tierra, en 18 toldos, hasta 300 hombres que se fortificaban, y que le habían dicho venían a apoderarse y establecerse en aquel puerto, y le mandaron saliese de él. El mismo día despaché, por la guardia de San Juan, a la Colonia del Sacramento al capitán de caballos don Martín José de Echaurri con carta para el gobernador de ella, en que le pedía me informase de esta novedad; y llamé a los capitanes y demás oficiales de los navíos de registro, y les propuse, en vista de todo, la precisión de armar en guerra éstos, a lo que se halló la dificultad de estar la capitana sin palo de trinquete, y los otros dos no ser capaces de oponerse.

El día 2 envié al capitán de caballos don Alonso de la Vega y al de infantería don Francisco Cárdenas con orden de que, si Echaurri, volviendo a la referida guardia, confirmase la noticia de hallarse los portugueses establecidos en Montevideo, continuase su marcha Vega, reforzando su destacamento con la gente de ella, y Cárdenas quedase con la infantería, como se ejecutó. El día 7 se puso delante de los portugueses con su gente, la que se reforzó en pocos días hasta el número de 200 caballos.

El día 3 volvió Echaurri de la Colonia con carta del gobernador, en que me decía que por orden de su Soberano se hallaba el Maestre de Campo don Manuel de Freytas Fonseca establecido en Montevideo como en tierras pertenecientes a su corona; lo mismo el referido Maestre de Campo respondió a Vega, que llevaba orden de reconvenirle de la novedad que intentaba. Con esta confirmación volví a juntar todos los oficiales de registro y a los de la maestranza, y, explicándoles lo indispensable del apresto de sus navíos, se resolvió que, sin perder tiempo, se trabajase a este fin; lo que se consiguió antes de 34 días, poniendo en la capitana algunos cañones de a 18 y 380 hombres entre la guarnición y equipaje; la almiranta con los que se pudieron montar de a 12 y 250 hombres, y el patache a proporción, añadiéndoseles un navío del asiento de negros, que también se armó en guerra con oficiales y guarnición españolas, precediendo algunas protestas de los ministros de su nación que, a vista de la necesidad y paga que se les daba, convinieron en ello, asegurados de su repugnancia por lo que les pudiese sobrevenir.

A vista de estos aparatos me escribió don Antonio Pedro Vasconcellos, gobernador de la Colonia, protestándome de parte de Su Majestad Portuguesa, y los demás príncipes garantes de la paz, sobre las consecuencias de mi resolución. A lo que le respondí que éstas eran muy anticipadas, pero esperaba no llegasen tarde las mías en defensa de la justa causa del Rey, mi amo. Un ayudante suyo me entregó la carta, y le previne, como también a él, que no me volviese a enviar embarcación, porque no le admitiría; y si tuviese que mandarme, lo hiciese por la guardia de San Juan, que estaba prevenida para recibir sus órdenes. Al mismo tiempo escribí largo al señor Freytas, reconviniéndoles con los tratados de paz entre las dos coronas, la posesión que se les dio de la Colonia, la religión con que he observado la buena correspondencia que el Rey me manda con ellos y la impensada irregular resolución suya de apoderarse de los dominios de otro príncipe, con quien mantenía el suyo una paz establecida con tanta solemnidad. Me respondió que no le tocaba especular los capítulos de la paz de Utreque, que ignoraba lo que había pasado en la posesión que se les dio de la Colonia del Sacramento, y sólo sabía que su amo le había mandado establecerse en estas tierras, sin disputa pertenecientes a su corona, y que, como soldado, conocería yo que no podía abandonarlas sin expresa orden de su gobierno. Al mismo tiempo supe que el gobernador de la Colonia le había socorrido con gente, caballos y vacas luego que llegó, sin que se le pudiese impedir, por haberlo ejecutado antes que tuviese noticia de su desembarco. Así procuré ceñirle para que no lo hiciese otra vez, quitándole más de 1.200 caballos y mucho ganado, con la desgracia que le sobrevino de quemársele sus sembrados, por cuyo accidente repitió otro ayudante a decirme le hiciese saber si tenía orden de mi Rey para declarar la guerra, pues mis operaciones lo daban a entender, y que los instrumentos de que me había valido para estas extorsiones los tenía guardados para enviárselos al suyo. A lo que respondí que las órdenes que tenía repetidas del mío eran de mantener una buena correspondencia, como lo había hecho, y que el incendio de los campos nacería de alguna de las muchas casualidades a que estábamos expuestos en este país, y que no ignoraba los nombres de los que habían conducido el socorro a Montevideo.

El día 4 de Enero el comandante del destacamento que tenía en Montevideo les quitó, a las 11 del día, 450 caballos y porción de vacas, que los tenían pastando debajo de su cañón.

En todo este tiempo procuré, sin perder instante ni reservar fatiga, disponer que toda la guarnición, menos parte de la infantería que quedó para la de los navíos, pasase a la parte septentrional de este río, como también las milicias que pude juntar; y embarcando en los dos navíos menores todo el tren de la artillería con que había de atacarlos en su fortificación, y dispuestos los víveres y municiones así por tierra como por mar, pues la disposición mía fue de envestirlos a un mismo tiempo por las dos partes, fiándome en el todo de la fuerza de los navíos, y obrando por mí como si no los tuviera, me embarqué el día 20 de enero para hacerlos levar; y, por no permitirlo el tiempo, pasé a la guardia de San Juan, dejando orden para que lo hicieran al primer viento. Hallándome en ella, disponiendo mi marcha con la gente que pude juntar, el día 22 de enero recibí carta de don Manuel de Freytas, con fecha de 19, en que me expresaba que, en vista de los aparatos con que intentaba atacarle, se retiraba, abandonando el puerto y protestando la posesión que había tomado de él, a dar cuenta a su Rey de mis operaciones, de las que no sabía cómo podría responder, siendo dirigidas a un rompimiento declarado. No me dio lugar a responderle, porque el mismo día 19 se hizo a la vela, llevándose toda su gente.

Yo continué con la mía la marcha a Montevideo, dando orden para que los dos navíos grandes se mantuviesen en el surgidero, por no exponerlos a pasar el banco, y desembarcasen la guarnición de infantería y vecinos; y los dos pequeños siguiesen su rumbo para echar en tierra la artillería y municiones. Como lo ejecutó el comandante de ellos, don Salvador García Posse, viniéndose a este puerto, donde hallé un reducto que habían formado, bastantemente capaz, con diez explanadas en que tenían la artillería que retiraron con precipitación, dejando alguna tablazón y otros fragmentos.

Luego que la nuestra se echó a tierra, hice volver los dos navíos, y en ellos toda la gente de las milicias y parte de la guarnición, quedándome sólo con 50 caballos y 60 infantes, con los oficiales correspondientes, con una compañía de voluntarios poco numerosa y 30 indios para guardar el ganado, lo que me vi precisado a ejecutar, así por evitar el expendio en su manutención, como por dar alivio a la guarnición por lo fatigada que se hallaba, y también a los vecinos, que les era ya insufrible el trabajo. Sin perder día, con la aprobación del ingeniero don Domingo Petrarca, empecé una batería a la punta que hace al este la ensenada, para defenderla; y continuando en ella la noche del día 23 de febrero, me avisaron de la gran guardia que habían descubierto un navío que traía el rumbo a este puerto. A las 8 hizo seña con un cañonazo, y di orden para que se colocase el cañón que se pudiese en la batería empezada. El 24, al amanecer, se reconoció ser navío de guerra, y que venía continuando sus señas, y a poco después que era portugués. A las 9 dio fondo debajo de la batería que ignoraba, y con uno de los cuatro cañones que tenía montados disparé sin bala, pidiéndole bote; después de algunos amagos que hizo de rehusar enviarle, lo despachó con bandera blanca, a la que se le correspondió con la nuestra. Y estando a menos de tiro de fusil de la referida batería, donde venía sin conocimiento, o con sobrada malicia, a perderse, se le habló para que fuese al puerto; y lo ejecutó hasta a tiro de pistola de donde yo estaba, y luego que nos pudo reconocer arreó su bandera, largó la vela y a toda diligencia viró para su bordo. Viendo una demostración tan irregular e impensada, mandé a un bote que tenía con gente vizcaína, le diesen caza; y lo ejecutaron con tal resolución que, llevándole un tiro de cañón de ventaja, le sacaron de bajo de su artillería y de la fusilería de una lancha que venía en su socorro; habiéndole herido algunos echándole a pique, y cogídole cinco marineros que me los trajeron, escapándose los demás, que se echaron al agua y los recogió su lancha. En este tiempo el navío empezó a disparar al bote con bala, y le correspondimos en la misma moneda, con tres cañones de a 24 y uno de a 18, a cuya novedad cesó su fuego, como también el nuestro, y le volví a llamar con cañón sin bala; y a esta seña despachó con un oficial a tierra la lancha que le había quedado, y me dio noticia de que el navío era portugués, armado en guerra con 32 cañones montados, llamado Santa Catalina, y que venía con 130 hombres de desembarco para aumentar la guarnición de Montevideo, ignorándose en el Río Janeiro, cuando le despacharon, la retirada de los suyos de este puerto. Con el mismo oficial restituí los prisioneros, y le envíe algunas terneras, y el día inmediato volvieron a tierra los oficiales, trayéndome tarros de dulce, por los que recompensé a los marineros con dinero, y a ellos con cosas comestibles de su gusto. El día 26 se levó, y este mismo se descubrieron otras tres velas, las que, según el rumbo que llevaban, salieron de la Colonia; dos días después se volvieron a perder de vista.

Luego que llegué a Montevideo empecé a construir la referida batería de la punta del este, con el seguro de que vendrían los indios Tapes, como lo tenía prevenido; pero, habiéndose retardado éstos, la concluí poniendo en ella cuatro cañones de a 24 y 6 de a 18 en batería.

El día 25 de marzo llegaron 1.000 Tapes, y el inmediato empezaron a trabajar en las demás fortificaciones delineadas, y continúan en ellas.

A 2 de abril salí de Montevideo, dejando 110 hombres de guarnición con los oficiales correspondientes, y los 1.000 indios armados. Este suceso sólo se debe atribuir a la justicia de la causa; pues, hallándose los portugueses con orden de su soberano para mantenerse, como me lo aseguraron, y fuerzas con que poderlo hacer, y esperanza próxima de frecuentes socorros, podían causarnos sobrado cuidado antes de su precipitada retirada, con el pretexto de que no querían romper la guerra, y que mis aparatos para este fin causarían mi ruina; cuando se deja considerar que éstos fueron los que les obligaron a tomar su partido, y que los previne después de haberles reconvenido de su irregular determinación, y a vista de sus respuestas, en las que me aseguraban se defenderían hasta lo último, creyendo, sin duda, que mi ánimo sería sólo de mantener el país con protestas por escrito. En todo este tiempo se les ha hecho ver que las órdenes que tengo del Rey son de mantener la mejor correspondencia con ellos, como lo he practicado; pero para defender el país hasta perder la vida, no necesito de ningunas. Y así en nada se ha faltado a la mayor cortesanía con ellos, en todo lo que no ha sido permitirles usurpar el terreno, por lo que espero que Su Majestad se dé por servido. (1)

Jurisdicción de la nueva población de Montevideo

“Estando en esta nueva ciudad de San Felipe, puerto de Montevideo, a 24 días del mes de diciembre de 1726 años, el capitán de caballos corazas, don Pedro Millán, en virtud de orden del Excelentísimo Señor Gobernador y Capitán General de esta provincia, don Bruno Mauricio de Zavala, del Orden de Calatrava, Teniente General de los Ejércitos de Su Majestad, para el efecto de señalar término y jurisdicción a esta dicha ciudad, donde sus vecinos y moradores tengan y puedan tener sus faenas de cueros y monte; y habiéndome informado de personas baqueanas de estos campos, además del conocimiento que de ellos tengo, he resuelto, en virtud de dicha orden e instrucción de Su Excelencia, a señalar el referido término y jurisdicción en la forma siguiente. Primeramente, que desde la boca del arroyo que llaman de Jofré, siguiendo la costa del Río de la Plata hasta este puerto de Montevideo, y desde él siguiendo la costa del mar hasta topar con las sierras de Maldonado, ha de tener de frente este territorio, y por mojón de ella, el cerro que llaman Pan de Azúcar; y de fondo hasta las cabezadas de los ríos San José y Santa Lucía, que van a rematar a un albardón que sirve de camino a los faeneros de corambres, y atraviesa la tierra desde la misma sierra y paraje que llaman Cebollati, y viene a rematar este dicho albardón a los cerros que llaman Guejonmí, y divide las vertientes de los dichos ríos San José y Santa Lucía a esta parte del sur, y las que corren hacia la parte del norte y componen el río de Yi y corren a los campos del río Negro. Y con esta seña del dicho albardón, que divide las vertientes a norte y sur, y ha de servir de mojón por la parte del fondo, queda deslindado el término y jurisdicción que señalo a esta ciudad por su frente y fondo como va referido. (Fecho ut supra. Pedro Millán)”.

Aprobación de lo obrado por don Pedro Millán

“Buenos Aires y agosto 8 de 1726. Por cuanto el capitán don Pedro Millán, en virtud de orden que para ello le conferí, pasó a San Felipe de Montevideo, donde formó los libros de padrón y asiento de las familias que concurrieron a aquella nueva población, así de islas de canarias como de esta provincia, y también el plano y planta de dicha ciudad y repartimiento de cuadras, solares y tierras para chacras que de ellos consta, como son este libro y otro su semejante; y habiéndolos visto, he tenido por bien de aprobar y confirmar todo lo obrado por dicho capitán don Pedro Millán, así como se halla escrito en dichos libros de padrón y repartimiento y señalamiento de ejido y dehesas para propios de ciudad, término y jurisdicción que le señaló, que todo está en dichos libros firmados de su mano. Y ordeno y mando a todos los vecinos que al presente son y en adelante fueren, observen, cumplan y guarden todo lo contenido en este libro de padrón y en el otro su semejante, sin innovar en cosa alguna, hasta en tanto que Su Majestad (Dios le guarde) los aprueba, a quien tengo remitida copia de ellos, autorizada por el escribano de gobierno. Y asimismo ordeno y mando a los cabos, comandantes de aquella guarnición y a todas y cualesquiera justicias que lo fueren en dicha población, hagan guardar, cumplir y ejecutar lo contenido en dichos padrones, continuando en los repartimientos que se ofrecieren según y cómo está dispuesto en ellos; y ruego y encargo a los señores gobernadores que me sucedieren en el empleo así lo manden guardar y ejecutar, si Su Majestad otra cosa no dispusiere. Y el capitán don Francisco Antonio de Lemus, comandante actual de aquel partido, les hará saber a todos los vecinos esta mi orden de aprobación, para que, desde el día que se les hiciere notorio, les corra el término de los tres meses contenidos en la ley que va citada, para que dentro de ellos hayan de tener poblados los solares con ranchos o barracas, y las tierras de chacras cultivadas y sembradas, so pena de perderlas, y que se podrán repartir a otras personas como cosa vaca y desierta. Y para que conste, lo pondrá por diligencia por ante dos testigos que lo firmarán con dicho comandante, quien por ahora hará se dé posesión de las tierras de chacras a todos los vecinos y pobladores solteros que van expresados, debajo de la suma de 6.300 varas de tierras de chacra que dejó repartidas el referido don Pedro Millán, haciendo se les mida a cada uno las varas de frente que le están señaladas, y salen en guarismos al margen, siguiendo los linderos que le están señalados a cada uno de los 16 sujetos que se contienen debajo de dicha suma. Y en el repartimiento de solares y tierras de chacra que se ofrecieren hacer a los que nuevamente se han casado, observará el método y norma de dicho padrón, arreglándose a él en todo y por todo, a continuación de lo ya repartido. Y por esta aprobación, que va firmada de mi mano en este libro de repartimiento de cuadras, solares y tierras de chacra, se entiende, y declaro y apruebo, y queda aprobado, el otro libro semejante a éste, que también está aforrado en badana colorada, y asentados en él los nombres de los vecinos y pobladores, con división de familias; y a su continuación el capitán comandante, don Francisco Antonio de Lemus, y los que le sucedieren, irá asentando los nombres de los que nuevamente se registraren por pobladores, y se hubieren casado o avecindado, y fueren concurriendo; y en ellos seguirá la misma forma de lo que se halla escrito en dicho libro de registro de familias, etc. (Don Bruno de Zavala)”.

Aprobación del reparto de tierra y erección del cabildo

“Teniente General don Bruno Mauricio de Zavala, Gobernador y Capitán General de la ciudad de la Trinidad y Puerto de Buenos Aires.

En carta de 17 de mayo de este presente año participáis que, habiéndoos transferido a mediado de diciembre del de 1729 a San Felipe de Montevideo, dispusisteis a vuestro arribo nueva repartición de tierras de campo entre los vecinos de su población, ejecutándose en presencia vuestra la creación de cabildo de la referida ciudad, para el gobierno político y económico de ella, según constaba del informe que acompañabais de don Pedro Millán, quien intervino por su práctica y experiencia a la providencia de su establecimiento, arreglado en lo mejor que se pudo a las ordenanzas y leyes; excepto la nominación anual, que se acordó en las elecciones, por ser conveniente en la coyuntura presente, en la igualdad de los sujetos pobladores, por quitar e impedir sus disputas, cuya deliberación se observará hasta que se ordene otra cosa; esperando la aprobación de lo que a prevención se ha dispuesto, con el deseo del mayor acierto para el aumento de esta nueva ciudad, la que expresáis tiene pretensión para la fundación de un convento de religiosos de San Francisco, con la expectativa de que le concederé para ello el permiso, lo que tenéis por muy esencial e importante, por estar los vecinos pendientes para los actos espirituales de un cura y de otro religioso de San Francisco que alternativamente marcha destinado para la guarnición de los destacamentos del presidio. Y visto en mi Consejo de las Indias, con lo que dijo mi Fiscal de él, he venido en aprobaros (como os apruebo) todas las providencias que hasta aquí habéis dado del repartimiento de tierras y formación de cabildo; y os mando me informéis del vecindario que se ha establecido ya en esta nueva ciudad, y si se puede esperar población considerable en ella, según la calidad de las tierras de su jurisdicción y disposiciones de situación y frutos para el comercio, lo cual ejecutaréis en las primeras ocasiones que se ofrezcan. De Sevilla, a 7 de diciembre de 1731. (Yo el Rey)”.

Referencia

(1) Es copia del diario de cuando se poblaron los portugueses en Montevideo el año de 1723, de a donde se les obligó a retirarse precipitadamente el 19 de enero de 1724, por las disposiciones de mi padre el Teniente General de los Reales Ejércitos, don Bruno Mauricio de Zavala, lo que ejecutó por la orden que tenía en la Real Instrucción, fecha en Buen Retiro, a 12 de octubre de 1716. Y en virtud de esta misma instrucción desde luego pobló y fortificó la ciudad de Montevideo; y este diario lo encontré entre los papeles de mi padre, escrito de letra de su secretario, don Matías de Goycuria. Buenos Aires, a 26 de diciembre de 1779.

Fuente
De Angelis, Pedro – Discurso preliminar a las actas de la fundación de Montevideo – Buenos Aires (1836).
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
La escuela digital – Montevideo Uruguay
Portal www.revisionistas.com.ar
Zavala, Bruno Mauricio – Fundación de la ciudad de Montevideo – Buenos Aires (1836).

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