La querencia

De cómo le armaron aquel litigio infame, ni él mismo pudo darse cuenta clara, al cabo de tres años de rodar el expediente por los juzgados de la capital, en manos de abogados, procuradores, escribanos, alguaciles, y de toda la antipática familia grafómana de pleitistas patentados.  El caso fue que un buen día, don Calixto Martínez, dueño de la “Estancia de los Molles” recibió una notificación, acompañada de un escrito, en el que se hablaba de “reivindicación de propiedad” y se alegaban derechos sobre aquel pedazo de tierra, que él había heredado de sus mayores, y que ellos, a su vez, recibieron de sus abuelos.

Escrituras, en verdad no las tenía, ni tampoco las necesitaba.  ¿Para qué?  Sus padres allí nacieron y sus despojos reposaban en el pobre cementerio de la cuchilla, y él, único hijo, se crió en el mismo rancho, cuidando los animales, que con el campo constituían el legado paterno.  ¿No era bastante todo eso?  ¿Qué mejor escritura de propiedad que la que él presentaba?  Todos los vecinos de los alrededores sabían que allí había envejecido formando su familia, de la que, más que jefe, era patriarca, por su edad y por el respeto y el cariño que había sabido inspirarla.  ¿Sería posible, pues, que al llegar al último linde de la vida, cuando pensaba morir tranquilo, dejando a sus hijos y a sus nietos aquella posesión, que era su orgullo, la justicia humana pudiera despojarlo, arrojándolo de su propio hogar, como si fuera un intruso, un ladrón, un miserable usurpador de bienes ajenos?  No, no se atreverían.  ¿Qué tenía que ver él con los fallos condenatorios?  Sobre las resoluciones judiciales estaba su conciencia, y ella le decía que el rancho era suyo, y el campo, tan suyo igualmente, como su corazón, como su cuerpo encorvado por los años.

El no hubiera pleiteado, pero su hijo mayor, inducido por un abogado del pueblo, obtuvo su consentimiento para la defensa.  Se inició el juicio, y con las primeras providencias, empezaron sus angustias.  Todo se volvía en contra suya.  La cuestión fue tomando cuerpo y formalizándose, a medida que sus fuerzas flaqueaban.  Había sido fuerte, un hombre de campo, ágil y decidido, sano de cuerpo y de alma; pero su vigor desaparecía, quedándole, como un resto de energía inquebrantable, su mirada, firme y rápida, rayo final de su carácter de acero.  Su rostro, sin embargo, acusaba un temperamento apacible.  Y era bueno, en realidad.  Su compañera, también vigorosa en otro tiempo, ahora enferma, reumática, casi paralítica, apenas podía sentarse en la cama, más decrépita que él, por los achaques.  Sus seis hijos varones se habían casado y vivían bajo el mismo techo, y sus netezuelos alegraban con sus risas la vida de los dos octogenarios, haciendo más soportable aquella inmensa desgracia que les había caído como expiación de delitos que nunca cometieron.

El campo era efectivamente hermoso: un campo flor, de abundosos gramillales, regado por dos arroyos y cruzado por una cuchilla, cuyos pedregales enormes brillaban al sol de mediodía como si tuvieran incrustaciones de diamantes.  Don Calixto, desde la puerta de su rancho, contemplaba todas las mañanas el panorama soberbio de su terruño, surgiendo como una tela esmeraldina, de entre la sombra, a los primeros resplandores del alba.  El monte verde-oscuro, orillando el arroyo, abriéndose en los pasos, donde el agua clara se adormecía en el silencio de los remansos; el bajo, lleno de chircales afelpados; el bañado, humedeciendo las faldas; los matorrales, bordeando las barrancas, alisadas por las lluvias que labraban la tierra gredosa de los declives, dejando huellas en forma de ramazones; más lejos, las estancias de los campos limítrofes, blanqueando entre los sauces y los ombúes que les daban abrigo; los ranchos de los puesteros, alzados en las lomas, arrojando por entre las quinchas el humo de los fogones recién encendidos; en todas partes las haciendas, hundiendo la cabeza en los tiernos pastizales mojados por el rocío, y las ovejas, siempre reunidas y quejumbrosas, alejándose de las mangueras en dirección a las aguadas:  Y así pasaba su existencia, sin tropiezos, mientras sus hijos, mozos hechos a los trabajos camperos, labraban la chacra, galopaban por la amplia extensión de sus dominios, arreando las tropas para llevarlas al rodeo, o sacando del monte a los toros alzados, a fuerza de lazo y de rebenque.  Para sus ambiciones, todo esto era suficiente.  Nada más deseaba.  Ni siquiera le emocionaba ya su larga lanza de caudillo, clavada en la cumbrera del rancho, y que en sus mocedades empuñara con arrojo y valentía.

Pero lo que más amaba de su campo, eran las “islas”, aquellas islas que, como esquifes de verdura, se veían desde la cumbre de un cerro, balanceando las copas frondosas y mojando los ramajes en la espuma.  Cuando el sol de la siesta sacaba al lagarto de su cueva y la víbora de coral dormía enroscada cerca del hormiguero, don Calixto, acostado en el pasto, a la sombra que proyectaban los canelones y los molles, tiraba su aparejo en la parte más honda del arroyo, en aquel pesquero que tanto conocía, y en donde abundaban la lisa bogona, el surubí de carne amarilla y el dorado de escamas relucientes.  En tanto su pesca aumentaba, los cardenales azules cantaban invisibles en el follaje la melancólica romanza de los bosques, el martín pescador, de plumaje tornasolado, volaba con rapidez a lo largo de la corriente, en busca de su alimento acuático, los pinos limones desparramaban en torno suyo las cuentas rojas de sus frutas maduras, y las campánulas moradas, adornaban los troncos, sobre la malla de las yerbas siempre verdes.

Todavía don Calixto se consideraba dichoso, cuando contemplaba la hermosura de sus islas, a pesar de aquel pleito que le iba ennegreciendo los días.  No obstante, sus ilusiones recibieron un golpe rudo.  La intimación de desalojo, dentro del término legal, lo anonadó completamente.  Sus hijos dispuestos a someterse, le rogaron que abandonara el campo.  Laurencio, el mayor, un paisano inteligente, comprendía la situación en que se encontraban.  Permanecer allí, obstinándose, era aumentar sus dolores, sin resultado.

- “Vámonos, tata”, decía al anciano.  “¿Qué hacemos aquí?  Esto ya no es de nosotros.  Nos echarán a la juerza, si resistimos”.

El viejo se erguía como en los antiguos tiempos y gritaba, sacudiendo su melena blanca:

- “De mi rancho naide me saca.  Esto es mío, y ustedes serán unos cobardes si abandonan a su padre, entregando a esos sarnosos el terrón en que nacieron”.

La paralítica, sentada en la cama, lloraba en silencio.  Los hijos, impresionados por la resolución del anciano, no podían ocultar su desesperación. No había medio, pues, de reducirlo.  Cuando él decía que no, era inútil convencerlo, bien lo sabían.

El pobre viejo, acostumbrado a mandar y a ser obedecido, después de estas escenas que se repetían a menudo, hacía ensillar su ruano, montaba en él y se marchaba al trotecito para las islas.  El caballo, su compañero de dieciocho años, ya conocía el camino y sin que el jinete lo guiara, suelto el rendaje, tomaba la senda del pesquero.

Entre tanto, pasaban los meses, y se acercaba la fecha en que debía abandonar el campo.  Fue un día a la hora del almuerzo.  Toda la familia rodeaba la mesa.  Don Calixto, más agobiado y triste que nunca, como si presintiera algún infortunio, apoyaba la cabeza entre las manos.  Las mujeres hablaban en voz baja, para no incomodar al tata viejo, mientras la paralítica, casi inconciente, dormitaba sin probar los alimentos.  De repente, se sintió tropel de caballos y a los pocos momentos, palmadas y gritos.

- “¡Ave María!”, dijo uno de los jinetes, próximo a la puerta.

Todos se sorprendieron.  Laurencio se levantó y fue a ver quien llamaba.  Era la policía.  Un hombre, vestido de gaucho, taloneó su caballo, y se adelantó hablando fuerte, pero los ladridos de los perros, enfurecidos, no dejaban oír nada.  Hubo que espantarlos a rebencazos.  Cuando el silencio se restableció, pudo comprenderse todo.  El hombre vestido de paisano era el juez de paz, que venía a ejecutar el desalojo en cumplimiento de la ley, y la fuerza armada traía orden de auxiliarlo y de proceder sin miramientos.

Laurencio volvió a entrar en el rancho y dijo al sentarse, vencido por el desaliento:

- “Tata, vienen a echarnos”.

Las pobres mujeres lloraban y hasta los hombres expresaban la profunda emoción que sentían.

Don Calixto no pudo contenerse, y se levantó violentamente.  Desprendió la lanza que estaba clavada en la paja mansa del techo y salió al corral.

- “Sépanse, señores –dijo- que yo no salgo de aquí, porque este campo es mío y nadie puede echarme.  Tengo entuavía fuerza bastante pa peliar con cualquiera.  Mi padre me dio esta choza, y la justicia no es mi padre pa quitármela”.

El juez trató de convencerlo

- “Mire, amigo –le respondió- usté hace mal en resistirse.  Esto no tiene güelta.  Oigame a mi que soy su amigo.  Si no quiere, lo sacarán por mal y será pior; créame, don Calixto”.

Pero el viejo, en un postrer esfuerzo, los atropelló, revoleando el arma herrumbrienta, entre el griterío de las mujeres espantadas.  Varios soldados se apearon rápidamente, maneando los caballos.  Rodearon en seguida al agresor, que temblaba sin poder sostenerse ya y lo desarmaron fácilmente.  Entonces, nada hubo que hacer.  Se trajeron los bueyes que estaban en el maizal, y los uncieron a la carreta.  Manuel, el hijo menor, cargó a su madre y la colocó dentro del vehículo, sobre un colchón de paja, donde quedó  inmóvil como una muerta.  Luego salieron los demás, unos en la carreta, otros a pie o a caballo, y los perros, con las colas entre las patas, rezongando y recelosos, detrás del convoy.  Antes de oscurecer todo había terminado.  Don Calixto, montado en su ruano, completamente abatido, salió el último, al paso de su caballo, escoltado por los soldados impasibles.

Don Calixto y su familia encontraron hospedaje en la estancia de un pariente.  El anciano no hallaba consuelo, y eran inútiles los esfuerzos que los suyos hacían para distraerlo.  No se le vio reír más.  Vivía entregado a su meditación constante, y una profunda melancolía avasallaba su espíritu.  La estancia en que fueron recogidos distaba doce leguas de la otra y desde una altura se divisaba el monte y la cuchilla de los enormes pedregales.  A ella dirigía don Calixto sus miradas, y a ella volaban su corazón y su pensamiento.

Al mes de residir en la estancia nueva don Calixto desapareció en su ruano.  Se le buscó por todas partes, infructuosamente.  Laurencio, que conocía el mal incurable de su padre, montó en su caballo y tomó el camino de la “Estancia de los Molles”, todavía abandonada.  Se apeó en las casas.  Llamó, buscó.  El rancho estaba vacío.  Se dirigió a las islas y allí lo encontró, tendido sobre los mismos gramillales, que eran la alfombra mullida del pesquero.  El pobre viejo, sintiéndose morir de nostalgia, fue a exhalar el último suspiro, en aquel rincón oculto, casi perdido entre el follaje y la maleza, en donde, aún había huellas de su felicidad interrumpida.  El fiel parejero, ensillado permanecía junto a su amo, y al sentir el trote del otro caballo, empezó a relinchar, gozoso de encontrarse en la querencia.

Fuente

Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado

Maciel, Santiago – Nativos – Biblioteca de la Nación, Buenos Aires (1901)

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