La campaña

Idilio criollo. Oleo de Juan León Palliére (1823-1887)

El fugaz caserío de Buenos Aires apenas se profundizaba hacia el Oeste.  Contiguo al reducido perfil florecían los pastos de la campaña en primavera, se quemaban en verano, se marchitaban en otoño, se helaban en invierno y volvían a renacer cumpliendo el ciclo vital cuando promediaba setiembre.  Más allá se extendía el desierto, inconmensurable, abierto y misterioso… triste el semblante, solitario y taciturno como el mar.

La vecindad del desierto horrorizaba.  Un inglés, antes de 1830, analizó que “la provincia de Buenos Aires tiene la problemática de estar expuesta al pillaje de los indios que roban el ganado, sembrando la desolación y el terror.  A veces llegan a cien millas de la ciudad… vienen por lo general del sur y el sureste, en cuerpos de tres, cuatro, cinco o seiscientos armados de lanzas y lazos.  Manejan este último con tanta destreza que sus víctimas son siempre seguras.  No se les persigue apropiadamente; los caballos, incapaces de resistir los azares de tal campaña, no tienen la misma resistencia que los caballos de los indios; y el hecho de que los indios rara vez muestren piedad por los prisioneros ha despertado mucho temor.  Es vergonzoso que después de trescientos cincuenta años de colonización las autoridades españolas no hayan terminado con este flagelo de la América civilizada”.

En esos campos mal defendidos por las vacilantes líneas de frontera se ubicaban las estancias que proveían carne para el consumo ciudadano.  Junto a las tradicionales, como el Rincón de López, prosperaban los flamantes dominios adjudicados por los decretos de enfiteusis del gobierno de Martín Rodríguez, en 1822, que seguían las iniciativas de su ministro Rivadavia.  Estas cesiones de predios rurales, a muy largo plazo, mediante el pago de un canon anual concentraron en pocos propietarios enormes espacios.  Según los registros oficiales, quinientos treinta y ocho personas recibieron entre 1822 y 1830 ocho millones quince mil hectáreas y se convirtieron en los señores de la provincia a pesar de ser sólo inquilinos.  El Estado obtuvo mínimas ganancias de aquel ordenamiento; En 1837, cuando expiraron los contratos originales, la mayoría de los beneficiarios pudieron legitimar los títulos de propiedad de las tierras que ocupaban por precios irrisorios.

Las estancias, una junto a otra y sin alambrar, tenían más de cien mil hectáreas.  El primer alambrado se fijó en 1844, instalado por el inglés Richard Newton en su propiedad “Los Jagüeles”, por los pagos de Chascomús.  Cuatro años después otro inglés, John Miller, trajo al país el primer toro Shorthorn para fecundar a las vacas cimarronas de su estancia “La Campana”, en el partido de Cañuelas.  El toro se llamaba Tarquino.  Resultó ser el Adán de las apetecibles carnes argentinas.

No era fácil introducir mejoras en la campaña porque los intentos progresistas resultaban mal mirados.  Se desconfiaba de las novedades; cada una de ellas, hasta las inocuas, podían encerrar gérmenes perversos difusores de plagas y calamidades peores que las conocidas.  Los calores y los fríos, las lluvias y las secas se venían sucediendo con regularidad desde que Buenos Aires era Buenos Aires, avestruces, vizcachas, mulitas, peludos, chimangos, lombrices, se multiplicaban con afán, tal como lo hacían vacas, ovejas y caballos desde que los conquistadores los sembraron en la pampa.  Los cambios eran desafíos al cielo, peligrosos, inútiles.

Pocos estancieros adoptaban las innovaciones que traían los viajeros desde Europa o los Estados Unidos.  La generalidad prefería conservar las costumbres del país y vivir a la par de sus peones: “La única diferencia notable está en que el patrón dispone de más dinero para jugar y anda mejor montado”, observó William Mac Cann.

Pero a la larga los gauchones (estancieros), siempre vinculados con los extranjeros de paso por Buenos Aires, entendieron que algunas de aquellas técnicas revolucionarias, motivo de largas conversaciones, les permitirían aumentar el rendimiento de sus dominios, perfeccionar la calidad de vida, acercarse a las comodidades de la civilización.

El excelente descriptor de la vida pampeana que fue Mac Cann hizo el paralelo de sus visitas a dos estancias.  En la primera conoció a un rico propietario que vivía “en estado natural”, vestía como un gaucho, jamás había ordenado barrer los aposentos de la casa, tenía siempre a mano un gallo de riña, comía sólo carne, no probaba sal, pan, galletas, verduras o frutas, bebía exclusivamente agua y tendía los alimentos en el suelo porque no se le había ocurrido instalar una mesa.  Esto sucedió en 1848, año del nacimiento de Tarquino.  En la segunda invitación conoció a otro estanciero, menos rico, pero ansioso por mejorar su vida; su casa estaba limpia, bien amueblada, y sirvió al huésped buena comida, vino y frutas.  “Este hombre prosperó; el otro continuó viviendo siempre en un estado próximo a la barbarie”.

El mote de “gaucho” era ofensivo porque designaba a un individuo sin domicilio fijo, que iba acomodando su tiempo a los placeres o a las desdichas tal como se sucedían, impremeditados, avasalladores, subyugantes, fatales.  Muchas veces se topaba con la muerte, pero si conseguía esquivarla, la vida le regalaba excitantes regocijos.

Usaba un poncho de lana coloreada que tejían las mujeres, copiado de los que usaban los indios; mientras protegía del viento, del frío, de la lluvia, dejaba los brazos en absoluta libertad para defenderse y atacar, y servía como frazada en las gélidas noches a la intemperie.  Debajo del poncho llevaba chaqueta de paño ordinario, bayeta o pana, adornada con botoncitos de filigrana o de plata que también engalanaban los ruedos de sus precarios calzones abiertos en las rodillas.  Calzaba botas de potro, fabricadas con el cuero de las patas traseras del potrillo recién sacrificado, moldeado húmedo sobre las pantorrillas y el pie.  En las botas ajustaba las espuelas de plata o de hierro con grandes ruedas y afiladas puntas.  Completaba su atuendo con un sombrero de paja y un pañuelo de algodón atado alrededor de la cara.  Un inglés llegó a la conclusión de que “… estos gauchos son gentes muy raras; llevan el cabello largo y trenzado como los chinos.  Entre otras singularidades de su indumentaria está la de atarse pañuelos bajo la barbilla que cuelgan sueltos por detrás.  Sentados en el pasto, alrededor de una hoguera, recuerdan a las brujas de Macbeth”.

La presencia británica por estos parajes era constante, porque todas las manufacturas de primera necesidad llegaban importadas de sus puertos.  El gauchaje lo conseguía en las pulperías.  Las crónicas de 1830 registraron que casi todo en el gaucho, salvo el cuero, era inglés, desde las espuelas y los cuchillos hasta las bayetas y los ponchos.  Los instrumentos de metal resultaban mejores que los fabricados por él a mano con suficiente paciencia para moldear y afilar pedazos de chatarra.  Y el cuerpo no sentía diferencia cuando se enfundaba entre los laboriosos tejidos de la china y los que le ofrecía el pulpero, listos para usar y de lindos colores.  Las manualidades de las obreras de Liverpool, cautivas del maquinismo, triunfaban sobre las libertades creativas y pachorrientas de las hijas del país.  Pero como nadie averiguaba los orígenes de los productos amontonados en el almacén, no se sentían envidias ni resquemores.

La imagen británica no se limitaba a estas abstracciones de comercio internacional.  Estaba corporizada en los muchos ingleses, escoceses, irlandeses y galeses que habían elegido a la Argentina para radicarse con sus familias, algunos lejos de la ciudad, decididos a encarar los riesgos que acechaban más allá de los “terceros”.

Sobre el lomo del caballo los gauchos ajustaban la montura criolla, armazón retobado cubierto con pellones y pieles de carnero asegurado por una cincha de finas tiras de cuero, atadas con correas a las argollas de la silla.

El estribo podía ser de madera o de plata.  El de madera sólo daba lugar al dedo gordo; en el grande de plata podía encajarse el pie entero.  Era exclusivo de los gauchos pudientes.

Sobre el caballo se acomodaba una manta preparada para convertirse en cama entre los pajonales cuando rendía el cansancio y lazos y boleadoras para amarrar las patas de los gamos y de los ñandúes veloces, difíciles de cazar, exquisitos.  Cuando alguno quedaba inmovilizado se lo sacrificaba enseguida con el gran cuchillo que nunca faltaba, atravesado en la chaqueta o en la bota.  “Y así, sencillamente armado y montado en su buen caballo, es señor de todo lo que mira.  El jaguar o el puma, el potro o el toro bravío, la gama o el ñandú, lo temen lo mismo.  No tiene amo, no labra el suelo, difícilmente sabe lo que significa gobierno; en toda su vida quizá no haya visitado una ciudad y tiene tanta idea de la montaña o del mar como su vecina subterránea, la vizcacha.  Sencillas, no salvajes, son las vidas de esta gente que no suspira de la llanura”.  Palabras del comerciante inglés Samuel Haigh.

El rancho era pequeño y cuadrado, sostenido con pocos postes enlazados por varillas de mimbre, cubiertas de barro o cuero.  Se admiraban los sofisticados ranchos de dos habitaciones, poco comunes en la campaña, que permitían separar la cocina, con las pajas y los juncos del techo agujereadas para dar escape al humo, de las intimidades del dormitorio.  Pero los opulentos propietarios de aquellas rarezas se sentían más felices cuando clavaban el asador en el lugar donde dormían y lo llenaban de humo o cuando tiraban los jergones sobre el piso de la cocina donde en el invierno se colaba la escarcha por la abertura y los hacía amanecer helados.

Los ranchos se amueblaban con trozos de madera y cráneos de caballo a la manera de asientos.  Casi siempre había una mesita de no más de cincuenta centímetros de alto, fabricada con ramas, estacas o cortezas para apoyar los naipes.  El juego apasionaba a los gauchos.  Pobres pero lúdicos, como lo indica la tradición de la picaresca española.

De alguna pared colgaba un crucifijo y la imagen del santo patrono.  Según los pocos testigos que escribieron sobre el tema las preferencias se volcaban por San Antonio.  Las dos grandes comodidades de la vivienda consistían en las pieles de carnero sobre las que se acostaban las mujeres y los niños y en el fueguito que se encendía en invierno para calentar la pieza.  La casa se volvía imprescindible cuando llovía; bajo el techo se guarecían la familia, los visitantes, los perros, los lechones y las gallinas, todos juntos y quietecitos hasta que escampaba.

Las mujeres gauchas, conocidas como “chinas”, vestían camisas de algodón y enaguas de bayeta, género de lana que tejían en sus telares hasta que las pulperías comenzaron a venderlo “made in England”, de hechura muy simple, una especie de funda amplia con un corte en el centro para meter la cabeza y dos laterales para sacar los brazos.  Si salían a caballo se cubrían con chales, también de bayeta, y con sombreros como los de los varones.

Igual que ellos, consumían abundante tabaco, en forma de cigarros envueltos en papel o chala.  Sus utensilios de cocina eran, por lo general, de barro cocido, y los platos de madera.  Samuel Haigh descubrió en un mísero rancho una fuente de plata, tan negra que necesitó rasparla con un cuchillo para cerciorarse del hallazgo.  Durante el dominio español resultaba más fácil conseguir plata que hierro en Sudamérica, pero después de la revolución, en el Río de la Plata las partidas de montoneros se dedicaron al saqueo de los ranchos y los gauchos fueron despojados de sus magníficos cacharros, cuyos valores desconocían.

Los gauchos eran pocos, sus ranchos estaban separados por distancias inmensas, tan confundidos con los colores del suelo que casi no se descubrían hasta llegar a la puerta.  Alrededor de las modestas construcciones se acumulaban huesos, osamentas, astas de novillo, lana, residuos y demás inmundicias.  No es difícil imaginar la pestilencia que registraron los extraños.  En verano la habitación se llenaba de pulgas y vinchucas.  En invierno todo se hacía adentro.  Para comer insertaban un pedazo de carne en un gran asador y lo clavaban en el centro del rancho; cada comensal iba cortando largos bocados con sus cuchillos hasta acabar con el trozo, mientras satisfacían al mismo tiempo las ansiedades de perros y gallinas.

Apenas se alumbraban con sebo vacuno.  Entre las tinieblas se dibujaban numerosos bultos amontonados en el suelo.  Otro viajero inglés, Francis Bond Head, contó: “al sentarme sobre éstos, cuando estaba fatigado, con frecuencia he oído el agudo chillido de un chicuelo debajo de mí, y a veces he sido interrogado por una joven, “¿qué quería?”, y otras veces ha saltado un perro enorme”.

Las pulperías eran el punto de reunión.  Allí los pampeanos podían surtirse de muchas cosas, fundamentalmente de sus tres primeras necesidades: caña, tabaco y yerba.  Sin esos estimulantes la vida no tenía sentido, se volvía insoportable.  Y por desgracia ninguna se daba en las llanuras.  Sólo en el mostrador de la pulpería.

Estos almacenes estaban ubicados sobre una loma y para anunciarlos desde lejos se ataba a un palo un pedazo de género de color.  Disponían de dos aposentos, la vivienda del pulpero y su familia y la tienda.  Hacían las veces de casa de posta, los jinetes allí encontraban caballos para reemplazar al que venían usando, reventado por las lejanías entre pulpería y pulpería.

También despachaban bebidas.  La costumbre obligaba a invitar a todos los presentes; cada parroquiano ordenaba una jarra de caña que pasaba de mano en mano.  Emeric Essex Vidal observó que: “mientras les queda un penique en el bolsillo repiten esta ceremonia y consideran como una afrenta que cualquiera rehúse la invitación”.  Siempre había una guitarra; quien la hacía sonar era invitado por todos los presentes.  “… nunca cantan más que yaravís, canciones peruanas que son las más monótonas y tristes del mundo; la música es lamentosa y la letra versa siempre sobre el amor frustrado y los amantes que lloran sus penas en el desierto”.

A pesar de Essex Vidal los gauchos no cantaban canciones peruanas, no tenían la más remota idea de ellas ni del mismísimo Perú.  Solamente eran capaces de entonar las que improvisaban en el momento, desde las entrañas, muy parecidas a las que cantaban los pobres de toda Latinoamérica, comunicados por las mágicas lontananzas.  No sabían música, pero arrancaban sonidos melodiosos de la guitarra española; eran iletrados, pero tenían el don de transformar sus sentimientos en poesía.  Así compartían con los otros parroquianos las alegrías, las penas, las ideas sugeridas por la naturaleza inmensa y aislada que saciaba el hambre con infinidad de animales salvajes al alcance de sus armas primitivas, que calmaba las calenturas del sexo con los cuerpos achaparrados de las chinitas dispersas y sin pudores, que ofrecía auditorios respetuosos en las pulperías, como breve remanso a la inevitable soledad.

Los gauchos hacían todo a caballo, los rodeos, las yerras, la atención del ganado.  Los extranjeros quedaban sorprendidos cuando comprobaban que jamás tomaban un arado, cavaban zanjas, cultivaban huertas o reparaban la casa.

Tenían hábitos migratorios; por donde andaban se les ofrecía comida y alojamiento, aunque no les importaba dormir al aire libre si el frío era medianamente soportable.

Sus días no tenían sorpresa.  Se levantaban al salir el sol y comenzaban a tomar mate y a fumar.  Después montaban a caballo y salían al campo para vigilar el ganado hasta las diez o las once.  Cuando regresaban al rancho las mujeres ya tenían preparado el asado de vaca o cordero.  Después del almuerzo dormían una siesta y volvían a los caballos para repetir los trabajos de la mañana hasta que se entraba el sol.  En el rancho los esperaba una cena también de vaca o cordero asado.  No comían pan ni verduras, no tomaban leche y raramente usaban sal.

A los hacendados extranjeros se les hacía difícil encontrar peones dispuestos a labrar la tierra.  Esas labores bochornosas quedaban reservadas a los débiles mentales o incapacitados físicos, y a los inmigrantes recién llegados que no podían emular la destreza de los jinetes nativos.  William Henry Hudson escribió que los movimientos del gaucho separado de su caballo eran desmañados y torpes, “camina un poco a la manera de los patos, asentando los pies hacia adentro, y como si echara de menos las riendas en las manos… privadle de su caballo y no podrá hacer más que sentarse en el suelo, cruzando las piernas, o en cuclillas sobre sus talones; le habréis quitado los pies, como él diría en su lenguaje figurado”.

Estos “hombres de a caballo” iban a protagonizar, sin saberlo, el proceso transformador de la economía del país: la industrialización de la pampa.  Sin embargo los cambios radicales impuestos por el desarrollo no alteraban sus costumbres atávicas, ni siquiera cuando muchos años después la Argentina se convirtió en el “granero del mundo”.

En 1810 se instaló el primer saladero en la campaña de Buenos Aires, una excelente idea para aprovechar las carnes de los prolíficos animales que engordaban salvajes en la llanura infinita.  Los agentes de la ciudad se estaban capacitando en comercio exterior.  Sabían, por ejemplo, que era difícil encontrar alimentos nutritivos para recobrar las fuerzas de los esclavos en las plantaciones de azúcar cubanas y brasileñas.  Y estaban enterados de que los mejores ebanistas ingleses se complicaban la vida tratando de encontrar buenos cueros para tapizar los sillones diseñados casi un siglo atrás por Thomas Chippendale, ahora exportados por Gran Bretaña para las mansiones aristocráticas del resto del mundo.

En los saladeros los animales eran carneados, se les extraía el sebo, se salaba y secaba la carne, se preparaban los cueros “para exportación”.  De noviembre a marzo el trabajo era intenso porque el ganado reunía las condiciones óptimas y las carnes se secaban rápido bajo el sol implacable.  En invierno sólo se faenaba para obtener cuero; el tiempo no permitía industrializar tasajo.

En los corrales se juntaban reses cazadas a campo abierto.  Se las mataba partiéndoles la médula espinal y se las descuartizaba.  Después de una hora de reposo la carne era cortada en tiras y dispuesta en tinajas; más tarde se amontonaba en pilas de unos seis metros cuadrados alternándola entre capas de sal.  En pocos días, volteándolas y lavándolas en salmuera para apresurar el procedimiento, se colgaban en largos rieles y se dejaban secar al sol.  Antes de la noche se recogían –el rocío las malograba- y por las mañanas volvían a extenderse en las sogas.  Sin darse cuenta el gaucho aprendía una rutina nueva que estaba internacionalizando las riquezas de la pampa y revalorizaba las tierras americanas, desacreditadas después del fiasco secular de la leyenda de Eldorado y del paulatino agotamiento de las minas de oro y plata.  Al fin y al cabo, las operaciones en los saladeros tenían mucho de milagro; en verano se necesitaban solamente tres días de secado para que el tasajo quedase a punto y listo para ser embarcado.

Los cueros remojados en salmuera se lavaban y apilaban empapados en capas de sal.  Así permanecían un año; después había que secarlos, tarea dificultosa porque no era sencillo alcanzar el grado exacto de delgadez o grosor que se les exigía a los trabajadores de la curtiembre.  Pero aunque los gauchos conchabados en los saladeros no tenían remota idea del porqué de sus diarias obligaciones, sabían obtener con habilidad cueros gruesos y delgados.

Inglaterra y Alemania compraban cueros gruesos que utilizaban en tapicería y sillas de montar.  Para alcanzar un buen producto se los estiraba con más de veinte estacas sólo en sentido longitudinal, de la cabeza a la cola.

En cambio los delgados se obtenían extendiéndolos muchas veces a lo largo y a lo ancho.  Quedaban finitos, sedosos, hechos para el placer del tacto.  Algunos los llamaban “cuero de Rusia”; eran usados para encuadernar libros y para otros destinos menos prácticos que los que iba descubriendo el positivismo inglés.

Los saladeros se perfeccionaron.  En el decenio de 1840 estaban equipados con cubas de vapor, tanques de hierro forjado, grifos de bronce y otros lujos y adelantos como de mandinga.

A hurtadillas, la modernidad había logrado entrar en la pampa.  En los grandes establecimientos se sacrificaban mil cabezas por semana que rendían notables beneficios explotando los cueros, el sebo y el tasajo.

La malcriada población de la ciudad no consumía esos productos, aunque casi todos vivían de ellos.  A nadie se le ocurría tapizar con mísero cuero, reservado a las monturas, los asientos de sus viviendas ciudadanas o campesinas.  Las lámparas de aceite habían sustituido al sebo autóctono que venía hediendo desde toda la vida.  Y no existía ningún alimento comparable con la excepcional frescura de la carne cortada por los marchantes sobre la tierra sucia del mercado.

Fuente

Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado.

Essex Vidal, Emeric – Picturesque Illustrations of Buenos Ayres and Montevideo.  Ed. R. Ackermann, 1820.

Head, Francis Bond – Las Pampas y Los Andes.  Hyspamérica, Buenos Aires (1986).

Hudson, William Henry – Gauchos of the Pampas and Their Horses. Historias con R.B. Cunninghame Graham, (1963)

Mac Cann, William – Viaje a caballo por las provincias argentinas.  Ed. Solar-Hachette, Buenos Aires (1969).

Rosasco, Eugenio – Color de Rosas.  Vida cotidiana.  Ed. Sudamericana, Buenos Aires (1992)

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