Heredia, gobernador de Tucumán

Brig. Gral. Alejandro Heredia (1788-1838)

“Alejandro Heredia fue el gobernador más culto y progresista de cuantos hubo en Tucumán entre 1810 y 1853 y el que le otorgó durante su gobierno el rango más alto entre todas sus vecinas, haciendo que ejerza una verdadera hegemonía sobre las de Jujuy, Salta y Catamarca, hecho extraordinario que nunca ocurriera antes que él y que no ha vuelto a repetirse después”.

Este juicio pertenece a Manuel Lizondo Borda.  Considera, por lo tanto a Heredia, como una figura de gran gravitación en el proceso político económico y social no sólo en su provincia natal sino también en el noroeste argentino.  Lo pronunció el 12 de noviembre de 1938 en una conferencia que fue la primera visión general de la vida y obra de Heredia.  Las investigaciones posteriores lo confirman y amplían los conocimientos de su actuación.

Nuestros historiadores clásicos no opinaron lo mismo.  López lo juzga como un tiranuelo, un gobernante incondicional de Rosas e incapaz de concebir algo serio.  Mitre lo cree un caudillo de ambiciones bastardas que se mueve exclusivamente por intereses personales.

Ambos juicios son inexactos.  A esta altura de las investigaciones históricas no nos pueden sorprender estas inexactitudes.  Sin pretender disminuir la obra de estos dos fundadores de nuestra historiografía, es necesario reconocer que por razones de tiempo y circunstancias, muchos de esos juicios interpretativos estuvieron basados en preconceptos ideológicos.

Heredia fue hombre del interior, federal, y para colmo federal simpatizante de Rosas.  La historia fue escrita por los vencedores de Caseros, por los ideólogos liberales y por los porteños.  Esos historiadores fueron actores y participantes del drama que vivió el país: actuaron activamente en las luchas políticas y en las guerras civiles que nos desangraron y permanecieron en el exilio durante años combatiendo un régimen que odiaban.  Por eso esta historiografía no puede ser objetiva y al enfocar épocas determinadas sus personajes aparecen divididos en “ángeles” y “demonios”.  Los “ángeles”, los que escribieron la historia y sus adictos; los “demonios” los del sector opuesto o los que no pensaban como ellos; en una palabra, los “ángeles” fueron los unitarios y los “demonios”, los federales.  Los caudillos y el pueblo que los apoyaba fueron considerados como salvajes, ignorantes e incultos y las ideas que sustentaban presentadas como regresivas y enemigas de la civilización.  La minoría autodenominada “selecta”, embanderada en el liberalismo, apareció como la única fuerza capaz de gobernar el país y conducirlo por la senda del progreso.

Por otra parte, al darse entre nosotros la unión del liberalismo con el centralismo porteño, los hechos del pasado fueron analizados desde un único mirador: el localismo de Buenos Aires.  Así se transformó la historia de Buenos Aires en historia nacional, perdiéndose en la oscuridad de lo desconocido el valioso aporte de los factores del interior que gravitaron en la conformación del ser nacional.  Esos elementos, cuyo estudio es imprescindible para comprender la evolución integral de nuestro pasado, recibieron la condena de los vencedores y los anatematizaron con los calificativos de bárbaros y regresivos.  Se explica así como Heredia, hombre federal y del interior haya permanecido sumido en la oscuridad, inclusive dentro de la propia historiografía regional.

Una historia basada en gran parte en preconceptos ideológicos y en enfoques unilaterales tenía que provocar reacciones.  Esa reacción tuvo su punto de partida en la misma escuela erudita de Mitre.  La búsqueda y el hallazgo de documentos, la crítica y la interpretación serena de los mismos, originó la nueva escuela histórica de la que derivó el revisionismo.  Nadie debe ignorar que es necesario rever los juicios históricos consagrados, que hay que reajustarlos y conocer el fundamento que tienen.  Rever, como lo sostenía Rómulo D. Carbia, no significa cambiar, sino saber sobre qué bases descansa tal afirmación.  El revisionismo auténtico acopia documentos, les aplica un riguroso método científico, los interpreta con un criterio nacional e intenta elaborar la historia nacional sin preconceptos ideológicos y sin enfoques unilaterales.  No debe entenderse esta actitud como una inversión de juicios y de valores que busque transformar ahora a los unitarios en “demonios” y a los federales en “ángeles”.  Se debe llegar, en la medida de lo posible, a lo preconizado por Luciano en el siglo II a. de C.: “El único deber del historiador es narrar con veracidad los hechos.  Si tiene enemistades particulares las pospondrá al interés común, y la verdad vencerá al odio y las faltas se dirán aunque sean de un amigo…  Así ha de ser el historiador, exento de temor, incorruptible, independiente, amigo de la franqueza y de la verdad…”.

El desarrollo de la investigación histórica y los nuevos conceptos interpretativos han permitido, en los últimos años, aclarar la figura y labor de Heredia y modificar ciertos juicios vertidos en torno a su personalidad.

Heredia no fue un caudillo bárbaro e ignorante.  Era un hombre culto, formado mentalmente en las aulas cordobesas.  Conocía el latín y la literatura clásica.  La filosofía, la teología y el derecho equilibraron armónicamente su pensamiento.  La vida en los campamentos militares, su participación en las luchas civiles, su contacto con las poblaciones y su gestión parlamentaria, completaron su formación universitaria con el rico aporte de la experiencia.  Unió a los conocimientos adquiridos en el silencio de las aulas y de las bibliotecas, los suministrados por la realidad viva de la tierra.  Era un intelectual de sólida formación, un militar por imperio de las circunstancias y un político que interpretaba la realidad nacional porque conocía los sentimientos y las necesidades de los pueblos del interior.

El paternalismo fue un rasgo definido de su gobierno, tal vez el sistema más adecuado para el momento en que le tocó actuar.  Su gestión abarcó, además de las específicas, cuestiones que hoy pertenecen a instituciones municipales o policiales.  Las leyes y los decretos de tipo paternalista fueron numerosos.  Sus disposiciones evidencian el deseo de guiar, vigilar y dirigir.  Muchas revelan un propósito moralizador, educativo, y surge con claridad el deseo de mejorar las costumbres de las clases humildes y de elevar su nivel económico, cultural y social.  En todo momento procuró asegurar el bienestar general.  Con ese fin introdujo unas veces innovaciones y en otras oportunidades puso en vigencia disposiciones y leyes dictadas anteriormente que hasta entonces no se habían cumplido.

Heredia realizó un gobierno de orden.  Los movimientos y motines que algunas veces interrumpieron la tranquilidad provinciana y las amenazas de posibles ataques de sus adversarios políticos –externos e internos- no alteraron el ritmo de progreso y de prosperidad impuesto desde el comienzo  La formación moral e intelectual del niño y del joven tucumano demandó su atención y adquirió, en ciertos momentos, características de obsesión.  Intervino personalmente en la fundación de escuelas, opinó sobre las ventajas de la educación y vigiló celosamente el fiel cumplimiento de sus órdenes e indicaciones.  Buscó el mejoramiento de las costumbres y la moralización de la sociedad, combatió el juego y el alcoholismo, reorganizó la justicia y fomentó el desarrollo de la economía.

El gobierno de Heredia puede calificarse –en cierta manera- de autoritario, pero no absorbió la personalidad ni cayó en los excesos de una tiranía, respetó las ideas de sus adversarios y buscó la pacificación de los espíritus y la conciliación nacional.

Su primer objetivo fue el de establecer a la brevedad el orden, la tranquilidad y el reposo público.  Desde el comienzo quiso evitar las guerras civiles con sus funestas consecuencias, restablecer la amistad y estrechar vínculos con las provincias vecinas.  Base de la pacificación regional fue una serie de tratados interprovinciales que contemplaron aspectos políticos y económicos de interés común.  Incorporó, además, Tucumán a la Confederación Argentina al adherirse a la Liga del Litoral, del 4 de enero de 1831.

El 6 de febrero de 1835 firmó con los gobiernos de Salta y Santiago del Estero un convenio, y a partir de entonces se constituyó en la primera figura del Norte y adquirió un enorme prestigio.  En 1836 Catamarca y Salta declararon a Heredia su protector.  Bajo su mano, constituido ya en el Protector del Norte, se consolida la hegemonía federal.  A esta altura de los acontecimientos existían dos figuras principales en el federalismo del país: Rosas en el Plata y Heredia en el Norte.  Las relaciones entre ambos eran cordiales y tendían a un mismo fin, aunque a veces por caminos distintos.

Rosas, encargado del manejo de las Relaciones Exteriores, ejercía indiscutiblemente una gran influencia en todo el país.  En el norte Heredia era su colaborador y el intérprete de su política, no por servilismo sino por identificación de ideales.  La historiografía liberal, en esta identificación de ideales, siempre ve una postura de servil adoración.  Heredia está muy lejos de ser un adulón.  Lo prueba, en forma fehaciente, la documentación que existe en los archivos.

La correspondencia entre ambos personajes es muy clara al respecto.  Hay un punto en el que ambos divergen: la política de fusión de partidos iniciada por Heredia.  Rosas le expresa su desacuerdo, le presenta los peligros que en ella cree ver a través de su aguda intuición de político frío y realista, y lo exhorta para que la modifique.  Heredia, por su parte, defiende su posición, esgrime sus argumentos, formula sus críticas y mantiene su política, tal vez con un poco de lirismo para esa época de pasiones y luchas enconadas.  A través de ese intercambio epistolar se refleja un mutuo respeto y Heredia transparenta independencia de criterio, aunque sin apartarse de la esencia de la línea federal.

La política interna del gobernador tucumano se caracterizó así por el intento de conciliar las dos fuerzas antagónicas que se disputaban el poder.  Quería unirlas –y en esto no alcanzó a percibir enteramente la cruda realidad política nacional de su época- en un único objetivo: la grandeza del país.  Su propósito fracasó.  Los tiempos y las heridas abiertas en las guerras intestinas, frescas todavía, hicieron imposible ese ideal.

Alejandro Heredia pagó con la vida ese deseo.  Su asesinato es un eslabón de la conjuración unitaria que lentamente se proyectaba en el norte y en el litoral, y es el preludio de la coalición del Norte, en gestación.  Heredia fue víctima de su afán conciliador, de su idea de fusión de partidos.  En su provincia protegió a un grupo de jóvenes doctores unitarios y los llevó a colaborar en su gobierno guiado por el noble afán de limar asperezas, sellar la paz y la unión entre los argentinos, y acabar con las luchas partidarias.  Unos le fueron leales, lo respetaron y lo comprendieron; otros retribuyeron sus nobles esfuerzos con la deslealtad y la ingratitud:

Fuente

Arcivo Histórico de Tucumán – Sec. Adm., Vol. 41, 42, 43, 44 y 45.

Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado

Groussac, Paul – Memoria Histórica y Desc. de la Pcia. de Tucumán – Buenos Aires (1882).

Irazusta, Julio – Vida política de J. M. de Rosas a través de…. – Vol. II, Buenos Aires (1943).

Lázaro, Orlando – Alejandro Heredia patriarca federal del Norte – Tucumán (1951)

Lázaro, Orlando – Heredia, Gobernador de Tucumán.

Lizondo Borda, Manuel – Historia de Tucumán, Siglo XIX, Tucumán (1948).

López Mañán, Julio – Tucumán antiguo – Buenos Aires (1916).

Mitre, Bartolomé – Historia de Belgrano – Buenos Aires (1945).

Portal www.revisionistas.com.ar

Revisión Histórica – Inst. de Est. Históricos y Sociales Arg. “Alejandro Heredia” – Tucumán (1960).

Terán, Juan B. – Tucumán y el Norte argentino (1820-1840) – Buenos Aires (1910).

Vergara, Miguel Angel – Jujuy bajo el signo federal – Jujuy (1930).

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