La fuga de Antonino Reyes

Antonino Reyes (1813-1897)

Luego de la revolución del 11 de setiembre de 1852 Antonino Reyes debió emigrar a Montevideo.  Al enterarse de la rebelión del coronel Hilario Lagos regresó a Buenos Aires e inmediatamente se puso a órdenes de éste.  Reyes pasó a la chacra que poseía en Santos Lugares, donde fue mandado a llamar por Hilario Lagos y le pidió que ayudase a Marcos Paz en la dirección de las notas a los Jueces de Paz; por estar el último encargado de la Oficina Militar y de todo lo que a ella perteneciere.  El 21 de enero de 1853, habiendo tenido Lagos un disgusto con Marcos Paz, fue separado de la jefatura de la oficina, y reemplazado por Antonino Reyes, que conservó tal cargo hasta la disolución del ejército sitiador, el 13 de julio de aquel año.

La proclama del Gobierno de Buenos Aires expedida al día siguiente del levantamiento del sitio decía que quería la paz entre todos “y el olvido de todo lo que ha pasado”.  En las inmediaciones de Giles, Reyes se presentó al general José María Flores, que tan decisiva intervención había tenido en la disolución del ejército sitiador, el que le ofreció toda clase de garantías a nombre del Supremo Gobierno de la Provincia y le extendió un salvoconducto en la Guardia del Luján, el 19 de julio de 1853 para que las autoridades no molestasen a Reyes y le prestasen los auxilios que necesitase y pudiera pasar a donde estaba su familia.

Estando Reyes en Luján y a pesar del mencionado salvoconducto, una orden expedida por el Ministro de Gobierno, Dr. Lorenzo Torres, el 11 de agosto, disponía la prisión de aquél.  Conducido a Buenos Aires, fue encerrado en la cárcel

En sus Memorias, Reyes da cuenta de este suceso:

“Estaba en mi alojamiento, cuando se presentó un oficial con partida a intimarme prisión.  Pedí al oficial un momento y me puso a sus órdenes, contra la voluntad de los oficiales y soldados que estaban conmigo.  Fui llevado, y aunque me pasaron por el alojamiento del general Flores, no quise hablar con él.  La escolta se componía como de 50 hombres y dos oficiales; pero en la noche se iban quedando de a uno y de a dos, hasta que quedó reducida a unos 15 hombres a mitad de camino, entre la ciudad y Luján.  A esta altura hicimos alto para descansar, con el caballo de la rienda; y como los hombres estaban cansados se quedaron dormidos, excepto yo.  De repente sentí un tropel y llegó un pelotón de hombres, como 25, con un capitán Peralta y el Sr. D. Angel Sagasta, amigos míos, a la cabeza, y me llamaron con imperio, instándome para que siguiese con ellos; pero yo me resistí y no quise de ningún modo, tranquilizándolos por mi suerte, pues que nada tenia que temer.  La escolta que me conducía se había parado, pero no hacía movimiento alguno, ni impedía que yo me acercase a los míos.  Al fin llegamos a la ciudad, como a las 4 de la tarde, y nos paramos en la casa de Gobierno y de allí me llevaron a la Policía, seguido de un numeroso pueblo.  Entró un oficial y el círculo de gente se aumentaba, notándose en los rostros curiosidad por verme.  Yo esperaba insultos o que pretendiesen estropearme, como lo habían hecho días antes con el ciudadano D. Francisco C. Beláustegui, a quien hirieron y estropearon hasta bañarlo en su sangre por heridas que le hicieron en la cabeza, rasgándole toda la ropa; pero afortunadamente nadie me tocó.

Un comisario me tomó del brazo y me llevó a la cárcel: me recibió el Alcalde Oliden, asentó mi entrada en los libros y me encerró en el calabozo Nº 5.  A este Sr. Oliden lo había librado yo del servicio en tiempo del general Rosas, lo había recomendado al Juez de Paz de San Vicente, y le había hecho otros servicios de importancia; no por esto dejaba de cumplir las órdenes que había recibido para mi seguridad, y aun excediéndose.  Encerrado en aquel inmundo calabozo, donde sólo había un zambullo y una escoba o palo de escoba con una poca paja en la punta, tendí mi montura, que era todo mi ajuar y me acosté en ella.  Estaba con un compañero, D. José A. Leiva, que también habían traído conmigo y que estaba tan abatido como yo.  A poco rato de estar en el calabozo, oímos una discusión en el patio y ruido de pasos. En seguida abrieron las dos macizas puertas del calabozo y entraron una cama para mí que me mandaba una señora de nuestra relación y que vivía al lado de nuestra casa, Da. Javiera, viuda de Acosta; y supe que la bulla era entre el Alcalde y el oficial de guardia, un joven Pérez, a quien yo había hecho muchos servicios a pesar de ser unitario.  Este, así que me vio entrar, preparó una bandeja con comida, que el Alcalde no le permitió que se me diera, pues tenía orden de sujetarme a la ración de cárcel.

Toda esa noche se sintió un continuado ruido de presos que entraban, remaches de grillos y abrir y cerrar las puertas de los calabozos, hasta que a la madrugada sentimos que trajeron varios individuos a la rinconada que había cerca de donde estaba mi calabozo, al parecer amarrados.  Se les dio la voz de hincarse y después se sentían golpes, gritos, ayes y pedidos de “¡mátennos ele una vez!  ¡por Dios! ¡acaben de matamos!”.  Esto en el silencio de la madrugada era aterrador, era horroroso, indescriptible….. Nunca supe quienes eran: al otro día vinieron presos a lavar los charcos de sangre que los infelices sacrificados habían dejado, y los soldados limpiaban sus bayonetas y hablaban entre sí, contando la historia fúnebre que había pasado.  Contra la pared del frente de mi calabozo estaba una soga larga manchada de sangre, con que probablemente habían venido atados estos infelices, en sarta.  Los que así procedían eran los que condenaban las atrocidades que decían se habían cometido en tiempo de la tiranía.  Adelante.

Ya se comprende que un hombre, privado de su libertad, encerrado en un calabozo, incomunicado, no hace sino entrar en observación de todo lo que le rodea, estudiar la fisonomía de los seres encargados de su guarda y custodia, y ansia por tomar el hilo de una comunicación cualquiera, ya con su familia, ya con otros que sufren como él y aun con los mismos soldados encargados de su vigilancia.  Esto me sucedía a mí.  Me fijaba en algunos centinelas que me miraban, a su vez; me parecía que conocía a algunos, y otros que me sonreían y así corrieron unos cuantos días en estudio de todo cuanto me rodeaba.  Era una novedad cuando por la mañana oía el raído de las llaves, cuando venían a abrir para hacer la limpieza y que al retirarse el llavero y la guardia, dejaban abierta la puerta de afuera, quedando en la posibilidad de ver todo por un postigo que tenía la segunda puerta, como de una cuarta cuadrada.  Por allí me comunicaba con la vista con los centinelas, y esto era mucho.

Pocos días después, me sacaron a D. Juan Antonio Leiva, que estaba preso conmigo, y lo pusieron en el calabozo del lado donde se hallaba D. Gervasio López, ex-Juez de Paz de Quilmes.  Quedé enteramente solo.

El Alcalde me propuso, que si quería comer algo mejor, me costaría diez pesos diarios dos platos y pan, lo que acepté.  A la hora de la comida, venia el 2º Alcalde, a quien los presos llamaban Torquemada, por apodo, efecto de su rigor y aspereza para los infelices que estaban allí, con el cabo y dos soldados y un preso que traía los platos con comida.  Yo había notado que este me miraba y se sonreía con agrado, y alguna vez me hizo señas que no comprendí; hasta que a los cuantos días, al poner el plato sobre la mesa, me hizo tales gestos y  revuelta de ojos que me llamó la atención y me puse a registrar la comida y los platos y me encontré debajo de estos con una carta de mi familia.  Por ella supe que este individuo era el cocinero del Alcalde, que iba todos los días al mercado y que el verdulero donde compraba había sido soldado mío y se había puesto de acuerdo con él.  Ya tenía pues asegurada mi comunicación y el consuelo de saber algo del mundo de que estaba separado.

Empezó a bullir en mi mente la idea de algo más, pues ya algunos soldados me habían hablado y se me habían ofertado; pero no creía llegado el caso de confiarme.  Estas relaciones era preciso cultivarlas algo más, y así lo iba haciendo poco a poco.

Los del calabozo del lado me golpeaban mucho la pared y me pareció que podíamos entendemos.  Esto me hizo fijar en un hondo agujero, como del diámetro de un cañón de fusil, que había en la pared.  Sondeé con el palo de la vieja escoba que allí había, y vi que tenía una hondura como de tres cuartas.  Entonces me vino la idea de seguir la excavación, pero ¿con qué?  Necesitaba algún instrumento largo y con punta: miré, busqué, y solo encontré una cosa que pudiera servirme y se prestase para ponerla en el palo de la escoba: la barbada de mi freno; pero se necesitaba cortarla ¿y con qué? entonces recordé que tenia unas tijeras de cortar uñas y que esta tenia una limita como la tienen todas sobre una de sus hojas.  Empecé mi trabajo, y al otro día estaba cortada la barbada; pero tenia que enderezarla y esto no podía hacerlo a pulso.  Probé, metiendo entre los gruesos machos o alcayatas de las macizas puertas que me encerraban, y vi que podía hacerlo, enderezando y doblando una punta para embutir en el palo, atándolo después, para que me sirviese de escavador.  Trabajé dos días, pero ningún resultado obtuve: probablemente alguna piedra se oponía en el muro.

Una nueva idea vino a alentar mi ánimo: me parecía que por golpes podíamos entendemos.  Medité un poco y en seguida hice mi combinación, prometiéndome empezar a practicarla lo que viniesen a abrirme la puerta por la mañana.

Llegó el momento, y aunque el personaje Torquemada era tan repelente, me atreví a pedirle se sirviese decirle a los compañeros del calabozo del lado, si tenían la bondad de prestarme un libro.  A poco rato me lo trajo y me lo dio por el postigo de la puerta interior.  Tenía en mi mano el conductor, la base de mis operaciones.  Era preciso que con este libro fuesen las instrucciones para entendemos por golpes; pero no tenía papel, ni tinta, ni plumas, ni lápiz, ¿cómo hago?   Prendí una vela, y en ella herví un poco de yerba, echándole hollín del fondo de una calderita, y así pude hacer tinta, con pavesa de la misma vela.  Corté del libro una hoja que tenia por fortuna, en blanco; y con una astilla del palo de la encantadora escoba, hice una pluma o algo que sirviera para hacer signos, que marcase.  Tenía pues todos los utensilios necesarios, para poner en planta la intención.  Escribí entonces, lo siguiente:

“Método para entendemos por golpes A=1, B=2, C=3, D=4, E=5, F=6, G=7, H=8, I=9, J=10, K=11… etc. (y así numeré todas las demás letras del alfabeto.) sabiendo el número de golpes que significa una letra fácil es componer palabras.  Cuando conozcan Uds. que se han equivocado corren una raya en la pared y dan dos golpes ligeros, que es atención y lo mismo haré yo”.

Hecha esta explicación, doblé el papel a lo largo y lo metí en el lomo del libro, entre el forro y el libro, pues este era encuadernado de modo que dejaba un hueco en esa parte y favorecía mi proyecto.  A la punta de uno y otro lado del papelito até un hilo blanco de coser y lo puse entre las hojas del libro como señal, con lo que lograba además sujetar el papel doblado, que estaba por otra parte bien adherido.  En este estado, esperé el momento oportuno, el cual llegó en la mañana al venir a abrir el calabozo.  Volví a pedir al 2º Alcalde me hiciera el bien de entregar el libro a su dueño, y pedirle otro si tenía: mi interés era que llegara el que yo mandaba.  Torquemada tomó el libro, lo abrió, lo sacudió, y como creyese que nada había, lo cerró y llevó a su dueño.  No volvió con ninguno, ni tampoco me demostraban los vecinos el haber notado nada.  De balde golpeaba la pared: desesperado y ansioso esperé un soldado que me pareciese bueno, y le dije al pasar por enfrente de mi calabozo: que les dijese a los del lado que leyesen donde iba marcado.  Pasó mucho tiempo y nada manifestaron; entonces volví a decirle: que les advirtiese que tirasen de un hilito que llevaba el libro entre las hojas.  No tardó mucho tiempo sin que empezase un gran repique de golpes por los cuatro presos que había allí.  Y pasando un momento ya me hicieron entender la palabra viva.

Establecido nuestro telégrafo, ya se comprenderá que no cesamos de hablarnos y contarnos todo lo que sabíamos mutuamente.

Así continuamos tres meses.  Ya estaba acostumbrado a mi soledad, a mi telégrafo, teniendo por compañero un ratoncito, que en cuanto prendía la vela y la ponía en la mesa, que era un asiento de silla de vaqueta sin respaldo, venía a que le diera de comer.  Cuanta reflexión puede hacerse sobre estos incidentes, lo dejo a otra pluma e imaginación más capaz que la mía.  El asunto se presta para reflexionar largamente.

Un día que estaba leyendo a la escasa luz que entraba por el postigo, vino Oliden, el Alcalde 1º; entró, miró todo y en medio de mi sorpresa por aquella visita inesperada, me dijo: “hasta hoy no se ha presentado nadie a declarar contra Ud. sino Mariano Casares”.  Yo le contesté: ¿Mariano Casares declarar contra mí, cuando no le he hecho sino bienes a él y a su familia toda, y acabo de librarle otra vez la vida cuando fue prisionero en la escuadra?  ¡Qué cosas tan raras se ven cuando un hombre está sumido en un calabozo y sin poder hablar!

Su señora, continuó Oliden, ha estado conmigo, anda buscando defensor porque dice que nadie quiere defenderlo a Ud. y que ahora iba a ver al Sr. Vélez Sarsfield.

¡Qué original! le contesté, ¿y que yo necesito defensor, que estoy encausado?  Después de un momento de silencio me dijo, prepárese, porque voy a mudarlo a otra habitación.

Lo siento, le dije, porque aquí estoy muy bien y acostumbrado, y no quisiera salir de aquí.

No le pesará, me dijo, porque voy a llevarle entre amigos de Ud.

Pues no crea Ud. que lo deseo.  Pero como estas observaciones de nada valen cuando hay una orden que cumplir, cumplió no más con ella el Alcalde y me llevó a una pieza que estaba en el patio grande, que la llamaban la capilla.  Allí abrió y entró con mi cama.  Me encontré con D. Roque Baudrix, y un teniente Guardia que había sido el único oficial que en la sublevación de los quinientos en la costa del Paraná, cerca del Rosario, quedó con vida, pues la tropa que se sublevó mató al coronel Aquino y a todos los oficiales que les habían puesto.  Allí, pues, me pusieron en compañía de estos dos señores y dos presos más, cuyos nombres no recuerdo: Muy pronto quedamos D. Roque Baudrix, Guardia y yo, porque los otros salieron en libertad.

En este nuevo alojamiento había más recursos, tenían los presos como hacer alguna comida, tomar mate, y la incomunicación no era tan rigorosa.  No había centinela de vista, aunque es verdad que la puerta y dos ventanas que tenía la pieza estaban cerradas.  Empezamos a combinar los medios de atraernos algunos soldados y yo me tomé ese encargo; pero para esto necesitábamos luz, tener abierta alguna ventana, y también me propuse conseguirlo, aunque fuera algunos días.  Al efecto hablé con el primer Alcalde y me dijo que era imposible, que eso no se podía, que si él lo hacia lo delataría el 2º y que el único medio seria haciéndole algún regalo a este.  Nos convinimos y arreglamos que cuando quisiéramos se abriría, no toda la ventana, sino como una cuarta una de las hojas; pero que era preciso dar cincuenta pesos los días que se diera luz.  Aceptamos y pagábamos entre todos dando una orden para que abonasen las familias, como dinero facilitado por el alcalde.  Por allí teníamos nuestra comunicación y escribíamos y recibíamos noticias de las familias.  Escribíamos también a los presos que estaban en el secreto de la clave para el telégrafo, y a estos les mandábamos un poco de azúcar o yerba o alguna otra cosa envuelta con lo que escribíamos; y lo mandábamos por conducto del llavero o Torquemada, ignorando el estúpido que era conductor de nuestras cartas.

Una noche nos sorprendieron con la abertura de la puerta, a eso de las diez, para dar entrada a un preso.  ¡Pobre hombre! venía sumamente asustado, con un chaquetón o saco bajo el brazo, la camisa desprendida, sin sombrero y lleno de desconfianzas: era D. Manuel Benavento; pero ni él nos conocía, ni nosotros lo conocíamos.  Lo habían sacado de su casa y lo habían traído en medio de una muchedumbre que lo apedreaba.  Lo encerraron en un calabozo, solo, y allí dice que se asfixiaba y que no podía estar, que creía morirse.  Se lo pasaba llorando y acordándose de su mujercita que era joven y bien parecida. Era un hombre quieto, pacífico y que no se había metido en nada.  Tenía además una buena fortuna, y según los hombres del poder, los que entonces tenían algo debía ser robado.

Así continuamos en esa vida del preso, más o menos inquieta, esperando siempre novedades.  La causa seguía, se me tomó declaración y se me mudó a otra habitación adonde había varios presos y de allí se me trasladó al calabozo número 2.  Después de haberme tomado varias declaraciones, se puso otra vez conmigo al teniente Guardia.  Los dos en rigorosa incomunicación.

Entretanto, mi esposa mendigaba un defensor, sin encontrar quien quisiese serlo.  El Dr. Vélez Sarsfield, en quien ella y mis amigos se fijaban, pedía el consentimiento o acuerdo del Dr. D. Lorenzo Torres.

Largo seria relatar la conversación del Dr. Vélez con mi esposa, que culpaba a D. Lorenzo de mi prisión y del carácter que iba tomando la causa, como a su vez D. Lorenzo culpaba al Dr. Vélez de todo y le atribuía una conducta tenebrosa.

En este estado, y sin saber donde ocurrir, porque también la prensa dirigida por ciertos hombres, fulminaba cargos al que se hiciese cargo de defenderme, (porque parece que no se quería que yo tuviese defensor); en este estado, digo, fue que ocurrió mi esposa al Dr. D. Miguel E. Saguí, quien con esa franqueza y lealtad de carácter que lo distingue, aceptó la defensa.

Vino el momento de hacerme llamar para conocerme, para hablar conmigo, teniendo ya mi causa en su poder.  Al verme se sorprendió, y en el curso de la conversación me dijo: “lo que es la idea que uno se forma de las personas por lo que se habla y se cuenta, lo tenía a Ud. por un indio corpulento, y de grandes bigotes”  Después me dijo: “aquí está su causa, cuando la tomé en mi mano me aterré, se lo confieso, porque dije: aquí deben estar comprobados los crímenes de este acusado; pero la he leído y le aseguro que estoy dispuesto a defenderlo con fe y que hemos de lograr destruirlo todo”.  Volví a mi calabozo tranquilo; pero pensando en la iniquidad de los hombres que me formaban aquella abultada causa, en la que buscaba e inducía a declarar el Fiscal, pedía y formulaba cargos él mismo, declaraba D. Mariano Casares y me inventaba cosas que no habían existido; y en fin, tanto y tanto, que me confundía tamaña perversidad.

Seguí así en más o menos agitación hasta que se me acabó de tomar declaración; se me tomó la confesión, en el curso de la cual acabé de persuadirme de toda la infamia de que estaban animados el acusador público, mis jueces, el gobierno y demás que se empeñaban en hacerme criminal.

Entre tanto, yo no había perdido el tiempo a pesar de estar incomunicado.  Más condescendientes conmigo me habían provisto de varios útiles; me permitían un cubierto, algún útil para calentar agua, un tachito, aguardiente de quemar, un ladrillo inglés para limpiar cubiertos, un cortaplumas.  De todo se me pasaba revista y era preciso estar prevenido: necesitaba también unos clavitos de zinc que pedí al alcalde me mandara comprar para clavar una cortina.

De un cuchillo de mesa hice una especie de sierra, y este instrumento me sirvió para cortar el ladrillo por el medio a lo largo; estas dos partes alisadas contra la pared, me permitían juntarlas bien y en cada una de las cabeceras ponía el recorte o molde de la llave, que había sacado yo mismo de la puerta de adentro, y después con un fierrito chato iba sacando el espesor de la llave que entraba en la cerradura.  Esto me costó mucho, pero al fin lo hice; me faltaba el mango pero esto era fácil canalizarlo.  Me faltaba el de la puerta de afuera, a la que yo no podía llegar y cuya llave la tenía el alcalde, esta llave era distinta de la otra.

Todos los días venían a abrir las puertas a la oración. Aprovechando un momento de descuido, saqué en cera el molde de la llave de afuera.

Era de verse: estar trabajando por mi libertad delante del alcalde llavero, cabo de guardia y 3 soldados, sin que ellos se apercibieran, y burlándome de tanta vigilancia.  Este molde o figura lo sacaba en una carta de baraja, y después poniéndolo en la cabeza del ladrillo, de modo que quedase la abertura o partidura del ladrillo en el medio del molde, empezaba mi trabajo.

Hecho el molde, pulido y arreglado del mejor modo posible, derretí los clavos en un tachito de bronce que tenia, con aguardiente, y después, vacié este líquido en el molde ya expresado.  Las imperfecciones las arreglaba con mi cortaplumas, hasta que después de algunos ensayos me dio el resultado que yo deseaba, en la puerta de adentro.  La de afuera la hice también.

Llegó el momento de ponerme en comunicación, y dio orden el Juez, delante de mí, para que se le permitiera la entrada a mi familia y a algunas otras personas.  Me resistí al principio a que se me pusiera en comunicación diciéndole al mismo Juez Somellera: que si mi fin había de ser funesto ¿a qué se me ponía en comunicación?  Pero cierto modo insinuante en mi favor, con que me habló el Juez Somellera y el deseo natural de ver a mi esposa e hijos, me hizo aceptar la comunicación que era limitada a dos días en la semana.  Esta comunicación me hizo conocer lo grave de mi situación, por los pasos que mi esposa había dado y la prevención que contra mi manifestaban los hombres del poder; el acusador que se había constituido en activo agente para buscar quien declarase en mi causa y en abogado de los tímidos que inducía a presentarse con ridículos reclamos.  Yo entre tanto, iba estrechando relaciones con la tropa, reconociendo muchos soldados y organizando y preparando lo que alguna vez pudiera serme útil.  Muy poco me duró esta comunicación.

Entre los oficiales del Batallón Conesa, que hacían la guardia en la cárcel, venía un oficial Ruiz que se introdujo en mi calabozo, con el protesto de que me conocía, que había sido oficial de la Secretaría en Palermo y que deseaba serme útil.  No me inspiró confianza por más que hacía, y puedo decir que hasta me adulaba; visitó varias veces a mi esposa y otras relaciones de las que venían a verme al calabozo; les indicaba lo fácil que era que yo me escapase cuando él estuviera de guardia, a lo cual no le contestaban; y así que yo lo supe, prohibí contestasen nada sobre esto.  Ello es, que el día que yo menos pensé, estando leyendo en el postigo que me daba luz, veo venir hacia el calabozo un pelotón de hombres, entre ellos algunos soldados y uno con una barra de grillos en la mano.  Llegaron, abrieron y me llamaron por mi nombre.  Contesté y dijeron al que traía los grillos, que era un negro norteamericano, que estaba preso por una muerte, que me los pusiera.  El pobre negro se resistió y dijo que él no era verdugo y se retiró, pero lo entraron a empujones, y entonces le dije yo: cumpla con la orden, póngalos Ud.  El negro los puso, los remachó y así que acabó se paró y salió.  Pregunté qué motivaba aquella extraña medida, pero no me contestaron, sólo me dijeron que quedaba incomunicado.  Después que se retiraron vino el negro corriendo y me dijo por el postigo, que la chaveta estaba floja.  Advertí que desde este momento se desplegaba gran vigilancia y que el alcalde me entregó al oficial de guardia, según orden que había recibido.  Al otro día vino de guardia el oficial Ruiz, y me preguntó sino sabía porque me habían puesto grillos, a lo que le contesté que nada sabía.  Me dijo que quizá le tocase a él la suerte de sacármelos pronto, a lo que nada le respondí.

Al siguiente día vino de guardia un capitán Jardon, español del número 2 y lo que me recibió, previno se me dejase la puerta abierta.  Más tarde vino a verme y me preguntó por qué se me habían puesto grillos.  Le contesté que lo ignoraba.  Entonces me dijo: hay hombres para todo, y en un oficial como yo todavía son más criminales ciertos hechos: el que acaba de salir de guardia, el oficial Ruiz es la causa de que se le hayan puesto grillos: ¿Es posible, le contesté, ese hombre, ese malvado, es la causa?  Sí, señor, pues qué, ¿no sabe Ud. que ha delatado que se le han ofrecido, no se si un millón de pesos por una señora, comadre de Ud., para que lo deje escapar?  Nada se, le dije; pero desde ya le digo a Ud. que ese hombre es un impostor; que he conocido que hace tiempo busca que se le diga algo, porque se insinúa a todos, a mi esposa, a mí, como lo ha hecho ayer mismo y no ha logrado que mi esposa ni yo le contestemos nada.  Largamente hablamos con este señor, y razonamos sobre el hecho, persuadiéndome que este hombre era honrado y de corazón, por su modo de pensar y apreciar las cosas.  Siempre que entraba de guardia venia a conversar conmigo y me dispensaba atenciones que no se oponían al cumplimiento de su deber y órdenes que tenia.  No sólo él, sino todos los demás oficiales de guardia condenaban la conducta do Ruiz, y hasta una negra loca que había presa, entre las mujeres, le gritaba y lo insultaba cada vez que Ruiz entraba a los patios.

Yo entre tanto seguía al cargo de los oficiales de guardia y no del alcalde, como los demás presos, y esto me presentaba mas facilidades para hablar con los soldados, y preparar elementos para una evasión.  Estos dejaban entrar a mi calabozo a muchos amigos, siempre a mi familia y a los que querían verme.

Muy luego supe que mi defensor se había presentado reclamando de aquella medida violenta e injusto proceder, y que había presentado un escrito; que en seguida, con motivo de que la prensa lo insultaba porque hacia mi defensa con tanto ardor y que D. Mariano Casares lo trataba también duramente en un escrito calumnioso, haciéndole aparecer interesado en el oro que se le daba, le pareció deber renunciar la defensa y publicar el escrito.

Nombré en seguida al Sr. Escalada, Dr. D. Manuel María, de quien tenia los mejores antecedentes, por su honradez, capacidad y altos motivos que lo recomendaban para mí y mi esposa.  No dejó también de ser el blanco de invectivas groseras, a pesar de su carácter naturalmente suave y templado; pero era un crimen que accediese a mi defensa, y esto era suficiente para que mereciese reproches injustos de ciertos personajes, empeñados en que mi causa no tuviese defensor.

Indudablemente que mi situación había mejorado desde que había sido puesto a cargo de los oficiales de guardia, pues sin dejar de cumplir con las órdenes de vigilancia y seguridad, me permitían comunicarme con frecuencia con mi familia y con mis amigos.  Se distinguían los capitanes Andrés Cisco, D. N. Jardon, teniente Lapier, alférez Larravide.

Estaba de guardia el capitán Jardon con el alférez Larravide una noche dada, y como en la pieza que llamaban la Capilla estaban presos, por no se que causa, el Sr. Pestalardo con varios cantores de la ópera, y habían pedido permiso para cantar en seco, esa noche pidieron a la vez al capitán Jardon me llevasen a la ventana de la pieza en que estaban para conversar y pasar allí un rato.  Efectivamente, el Sr. Jardon tuvo esta deferencia, y para que no caminase con grillos, me llevaron en una silla entre los dos oficiales de guardia y me sentaron en la ventana de dicha pieza.  Me encargaron de hacer un quemadillo con coñac y azúcar en una palangana, y recuerdo, que al servir a todos, el Cabo de guardia que estaba entre otros soldados oyendo cantar, y que había sido soldado mío, me hacia señas que no tomase, y así lo hice.  Llegó la hora de irme al calabozo, me cerraron la puerta y se retiraron los oficiales.  A la media noche se me presentó este mismo cabo, y me dijo que podía abrirme la puerta y dejarme salir: que los oficiales dormían y que aprovechase esa noche, porque sino era segura mi muerte.  Al oír mi negativa se afligía y lloroso me dijo: que aprovechase aquella oportunidad.  Me costó trabajo persuadirlo que no podía, que no tenía nada pronto; que además, yo no podía hacer esta jugada a oficiales de guardia como los que estaban, y que, desde que yo contaba con él y otros no tenía cuidado: al fin cedió y se retiró.

Creo que es oportuno enumerar los diferentes casos que se me presentaron, o en que se me brindó la oportunidad para evadirme.

El Alcalde Oliden, no se debido a qué, de repente empezó a mostrarse complaciente conmigo, después de parecer que se había olvidado de los beneficios que yo le había hecho.  El hecho es, que cuando aún estaba sin grillos y comunicado, dio en llevarme a comer con él a su cuarto que estaba a la entrada de la cárcel.  Allí tuve ocasión de verme con una persona distinguida que tenía su puesto en el Hospital general, y a quien había sido yo recomendado por un amigo mío y mucho de este señor, el cual me dijo: que me hiciese el enfermo, que él arreglaría todo para que fuese al hospital y que estando allí corría de su cuenta mi fuga.  Este señor ha estado en Montevideo últimamente con su señora y he tenido el gusto de visitarlo, ofrecérmele y hacerle presente que estaba en mí muy vivo el recuerdo de aquella generosa oferta para mi libertad.

Por otra parte, mis amigos que sabían que yo iba a comer allí, como que estaba a un paso de los bajos del Cabildo, me propusieron ponerme un parejero y media docena de hombres para acompañarme, dispuestos a todo; y aunque era expuesta la evasión por este medio, podía servir para un caso de apuro.  Esta condescendencia de Oliden originó su reemplazo y que entrase un señor muy serio y grave, hombre que jamás hablaba con ningún preso.  Entonces me quitaron la ingerencia de los oficiales de guardia, y volví como los demás presos a poder del Alcalde.

Otro día se me presentó el ciego Hermenegildo Balmaceda, que había sido asistente mío.  Le permitían entrar con un lazarillo y esperó que estuviesen centinelas conocidos, con cabos y sargentos dispuestos; y me dijo: vengo a darle mi ropa, mis anteojos, etc., para que salga y se libre; porque lo van a matar.  Yo quedaré en su lugar, ¿qué me han de hacer a mí?  Me costó también trabajo para persuadirlo de la imposibilidad en que estaba para hacerlo; pero al fin lo conseguí.  

Estas ocasiones se me presentaron, y si no las acepté, fue porque no podía imaginarme que aquellos jueces fuesen capaces de firmar la sentencia que suscribieron con tanta infamia y faltando al sagrado ministerio de la justicia.

Cuando fue conocido del público ese fallo, el General don Venancio Flores, Presidente entonces del Estado Oriental, trabajado por mis relaciones, escribió al Gobernador Obligado y le envió un comisionado, pidiéndole que me conmutara la pena de muerte y dispusiera mi salida del país, asegurándole que respondía que yo no me mezclaría más en asuntos políticos.

El Gobernador Obligado, pidió, con tal motivo, informe a la Exma. Cámara, y ésta al Fiscal Dr. D. Andrés Ferrera.  Este funcionario expidió la siguiente vista:

Exmo. Señor.

A D. Antonino Reyes, preso en la Cárcel Pública se le procesa a consecuencia del decreto del Superior Gobierno de 11 de Agosto último.  Aún no había salido esta causa del sumario cuando se le pasó al Fiscal en 3 de Octubre con motivo de un nuevo incidente.  La investigación judicial apenas contaba entonces con 17 testimonios, entre declaraciones e informes y el procedimiento todo no contenía sino sesenta páginas.  El Fiscal contrayéndose entonces a lo actuado pidió sobre la incidencia con arreglo a derecho.  Hoy el 5 del corriente se le ha pasado la misma causa ya concluida en 1ª Instancia con cuatrocientas y tantas páginas y 80 a 90 testimonios en clase de declaraciones e informes, y sentenciado el preso a muerte con calidad de aleve.

No sólo porque la ley se lo prohibe sino porque sería incircunspecto, el Fiscal no puede informar a V. E. sobre el mérito legal de este proceso.  E1 deberá expedirse en oportunidad ante el Tribunal superior de Justicia, e incontinenti pasará a V. E. copia fidedigna de su respuesta.  Entre tanto, el estudio imperfecto que ha podido hacer el Fiscal del proceso en los 21 días que a duras penas le ha registrado, apenas le autoriza para asegurar a V. E: 1º Que no está conforme con el carácter criminal que se le ha dado a este trámite.  2º Que está inclinado a creer que es injusta, imprudente e inconstitucional la pena de muerte discernida contra el preso.  3º Que sostiene ya ser abiertamente ilegal la calidad de aleve, que expresa el pronunciamiento en la 1ª Instancia, y 4º Que considera hallarse V. E. en todo tiempo autorizado para ejercitar la atribución que designa el articulo 108 de la Constitución.

Como no será extraño, aunque es difícil que el Fiscal piense de otro modo, perfeccionado que sea el estudio que hace de este negocio y como está convencido de que su terminación es de la mas grave importancia, pide que por toda resolución se sirva V. E. declarar, por ahora, con vista de lo que solicita Dª. Carmen O. de Reyes, que en oportunidad se proveerá lo que corresponda.

Buenos Aires, Mayo 22 de 1854.  Ferrera.

Días después expidió otra vista en la solicitud hecha por mi esposa, para que se me quitasen los grillos, y que debo consignar, por contener la opinión de un magistrado recto e ilustrado.

VISTA

El Artículo 167 de la Constitución del Estado dice así: “Las Cárceles son hechas para seguridad y no para mortificación de los presos, todo rigor que no sea necesario, hace  responsable a las autoridades que lo ejerzan”.  Desde el 22 de Octubre, día en que se cerró la confesión tomada al esposo de Dª. Carmen Olivera de Reyes, y fue puesto en comunicación este procesado con arreglo a los estatutos de nuestra Cárcel, no hay constancia en los autos de un solo motivo que justifique las nuevas prisiones que el 20 de Febrero, de orden verbal de los Jueces de 1ª Instancia, se pusieron al preso, y siendo indispensable esta constancia, para sancionar, como motivada o como necesaria, una medida tan severa y tan aflictiva, el Fiscal se alza contra ella por inconstitucional.  Quién ha dicho a los Jueces de 1ª Instancia que no deben descubrir las razones o motivos que los impulsaron  dictar esa que ellos llaman, medida de seguridad.  La Ley no tiene misterios; la lógica de la Ley es la lógica por antonomasia, y sin antecedentes legales, toda providencia es arbitraria.

¿Dónde están los antecedentes de esas prisiones a destiempo? No puede correr esta solicitud de Dª. Carmen Olivera, con la vista del proceso, que V. E. ha conferido al Fiscal, porque el Ministerio público estará completamente mudo en cuanto a lo principal de esta causa, mientras no perfeccione el estudio que hace de ella, y no quede satisfecho de la justificación con que pida lo que corresponda.  Entre tanto que esto tenga lugar, el. Fiscal, que recién sabe a no dudarlo que aún después de la promulgación de la Constitución el preso por esta causa sufre la ilegalidad tiránica de estar afligido con prisiones, cuya necesidad no está comprobada, ni puede ni debe dividir con los autores de esta sinrazón la responsabilidad que ella impone, y devuelve a V. E. con sufragio la reclamación de la esposa, para que V. E. delibere lo que estime de justicia; bien entendido que el proceso queda en el despacho fiscal a la disposición de V. E. para el caso de estimar necesario el tribunal, rectifique las referencias de este parecer.

Buenos Aires, Junio 3 de 1854.  Ferrera.

El Gobernador Obligado despachó con una carta al Comisionado y estrechado para dar alguna contestación verbal, dijo, al comisionado: que estando esta causa corriendo en los Tribunales era mejor dejar que estos se expidiesen, pues que si era inocente no dudase que el fallo sería favorable y quedaría vindicado y repuesto en mi honor y fama.

Era muy dudoso para mí el resultado: de esto al fallo definitivo no había más que un paso y era preciso no perder tiempo en la resolución que debía adoptar: esperar y evadirme.  Si esperaba, estaba sometido y todas las probabilidades eran en mi contra.  El Fiscal de 1ª Instancia había pedido la última pena, los Jueces conjuntos la habían aprobado: era manifiesta la mala voluntad del Gobierno que intervenía en este asunto y que no perdía ocasión de manifestar su injerencia y sus tendencias; y en fin todo, todo venía preparando un desenlace fatal que lo pedía abiertamente y sin miramiento la prensa oficial.  ¿Debía yo tener confianza, debía esperar tranquilo, cuando mis amigos todos presentían mi fin fatal?

Debo consignar aquí un hecho que venía a aumentar mis cuidados y que se armonizaba con ese empeño de hacerme desaparecer a toda costa.  En uno de los días de las entradas generales, se me presentó un desconocido en mi calabozo, que por su acento era Inglés, como de cuarenta años y me dijo: que había venido a verme compadecido de mi situación y por que podía dar un paso muy conveniente para mí ; que este consistía en una representación al Gobierno firmada por el comercio extranjero y que ya había visto al General Hornos para que la patrocinase, con lo que estaba muy gustoso; pero que él creía que lo que yo había de hacer era fugarme de la prisión para lo que estaba pronto a ayudarme.  Yo me sonreí, le mostré la barra de grillos, el centinela de vista y las macizas puertas que me guardaban de noche; que estaba completamente entregado a la Providencia y a mis Jueces, en quienes tenía confianza, porque no creía que fuesen mis asesinos.  E1 se mostró contristado y me dijo: que iba a tocar los recursos que me había indicado y que vendría en la siguiente entrada.

Efectivamente, al siguiente día de entrada se me presentó, y después de llamarme aparte, pues estaban tres o cuatro amigos que habían venido a verme, y comían conmigo los SS. Arguelles y Echevarria, me dijo: Señor, siento decirle que nada he podido hacer en la solicitud que le prometí presentar al Gobierno, porque ya es tarde, su situación es muy grave, hay una disposición tremenda contra Ud.; sus enemigos, jueces. Gobierno, etc., todos piden su muerte; así es que un remedio solo y único le queda para no salir al patíbulo y pasar por la vergüenza y el escarnio con que lo van a acompañar sus enemigos y es que en una copita tome Ud. un polvito de esto que le traigo y que le mandan muchos amigos que lo quieren, y que no quisieran verlo sentarse en el banquillo como un criminal, ni que consigan ese deseo sus enemigos.  Entonces tomó de una cartera del pantalón con dos dedos y con delicadeza un envoltorio y me lo entregó.

Con que es decir, le contesté, que este presente me hacen mis amigos: muy bien, dígales Ud. que les haré el gusto y lo tomaré ahora de postre, que casualmente estoy comiendo.  Tomé el papel y lo tiré tras de un baúl que estaba a mi lado.

Inmediatamente se despidió y se fue este incógnito.

Dominado entre tanto por todo género de dudas respecto de este misionero misterioso, dispuse que una persona de mi familia lo siguiera para conocer su residencia.  Así se verificó, y supe con repugnancia y con asombro, que el hombre que me había llevado el veneno se había dirigido, al salir de la Cárcel, al Juzgado donde despachaba el juez más comprometido en mi causa.

¿Era casual esa dirección o regresaba a comunicar el resultado de su comisión?  Dios y ellos deben saberlo.  A mí no me es dado averiguarlo, aún cuando me asiste la idea de que temerosos de que salvase mi vida por medio de las leyes, buscaron ese arbitrio a fin de asegurar mi sacrificio.

Sabido es que en el silencio y soledad de la prisión, todos estos eran motivos que me designaban la suerte que me esperaba.  Ya casi estaba tomada mi resolución, para cuyo fin no perdía un momento de preparar y coordinar lo que necesitaba, disponiendo los ánimos do los que me habían de servir mas de cerca, sin señalar ni descubrir mi plan, ni cómo iba a proceder.

Se acercaba la jura de la Constitución en Mayo del 54, y mi esposa quiso implorar y pedir gracia.  Al efecto pidió un borrador a mi defensor, para presentarse a S. E. y suplicar en atención al acto solemne que iba a tener lugar.  Antes de recibir el borrador, pedido a mi defensor, se presentó en mi casa una señora llevándole a mi esposa otro borrador de una solicitud que le mandaba una persona, que aunque no era amiga mía, estaba compadecida de su suerte y de las injusticias que estaban cometiéndose conmigo.

Por más que le rogó mi esposa, no quiso la señora dar el nombre de la persona.  Después, al correr del tiempo, supe que era el Fiscal Dr. D. Andrés Ferrera, hombre de un carácter inquebrantable, firme en sus opiniones, pero acabadamente justo, honrado y recto como el que más; y que como él decía: no quería ni pedía desmentir sus antecedentes, ni deshonrar su nombre haciéndose también juguete de pasiones mezquinas, etc., etc.  Más tarde desistió de entender en mi causa como Fiscal y fue entonces nombrado el Dr. D. Miguel Valencia.

Mi esposa presentó la solicitud, llevándola personalmente. (1) El Gobernador se encontraba con el General Escalada, padre de mi defensor, cuando la recibió y después de leída, se levantó S. E. airadamente, diciendo al Sr. Escalada: que ¿cómo había tenido su hijo el atrevimiento de hacer aquella solicitud, porque precisamente era él, el autor de aquel libelo insultante a sus respetos?  El Sr. Ministro contestó asombrado: que le aseguraba al Sr. Gobernador que su hijo no era el autor de aquel escrito.  Interrogada mi señora, contestó: que efectivamente no era del Sr. Escalada, sino de un amigo que había tenido la bondad de hacer ese escrito.  Entonces S. E. se lo devolvió, diciéndole que solo un insolente y atrevido podía haber aconsejado semejante escrito y que se retirase; que él en su calidad de Gobernador nada tenía que hacer conmigo, que ocurriese a los tribunales.

Cualquier otro gobernador no habría podido expresarse así, menos el que lo hacia, quien desde mi entrada a la cárcel había hecho pesar su influencia clasificándome anticipadamente de criminal famoso.  El Sr. D. Pastor Obligado, que fue secretario y consejero del coronel Cuitiño y que en su ausencia recibía y ejecutaba las órdenes que se impartían; que fue el sargento 1º en el cuartel a quien obedecían todos, que probablemente usaba la divisa más grande y gritaba mas alto: “Mueran los Salvajes Unitarios”; ese hombre condenaba mi conducta digna, circunspecta en el puesto de Jefe de la Secretaria del inmediato despacho del gobierno de la Provincia, de Sargento mayor y Edecán en servicio.

Todos los recursos legítimos para mejorar mi situación estaban agotados.  Lo único que podía halagarme eran las vistas del Fiscal de la Cámara de Justicia; pero aún éstas ¿qué esperanzas podían darme cuando tenia presente la rudeza con que habían sido escuchados los ruegos de mi esposa; la negativa del Gobernador Obligado a favorecerme con las prerrogativas que le daba la Constitución, recién promulgada; el rigor que se desplegó aumentando mis prisiones; el veneno mismo suministrado y aconsejado por mis enemigos?  Me acabé de convencer que nada debía esperar en aquel tiempo de la moral y de las leyes que conculcaban sin rubor los primeros magistrados.

Otra de las tentativas empleadas por los que me perseguían para matarme, fue el hacerme convidar para una revolución, por un Sr. Rodríguez.

Este agente del crimen, se me presentó en el calabozo pidiéndome el concurso de mí persona para derrocar al gobierno, ofreciéndome venir él mismo a sacarme de la prisión para que los ayudase.

Esta proposición la rechacé en el acto, sin embargo, el hombre continuaba trabajando en el mismo sentido, hasta que un día se me presentó D. Manuel Medrano, amigo de mi confianza, a decirme de parte de D. Juan Bautista Peña, que había quedado de gobernador provisorio por ausencia en campaña del Sr. Obligado: que sabía de lo que se trataba y que no saliese de mi prisión.  Le contesté conforme y agradecido.

En el acto despedí al villano que estaba encargado de este plan tenebroso, de fraguar una revuelta para que apareciese yo muerto en la lucha.

Después de todo esto, me encontraba autorizado a pensar en mi fuga.

Para ello estaba provisto de lo principal: llaves de las puertas de mi calabozo; llave de la puerta que iba a los corredores de Cabildo para dejarme caer de los balcones en un momento dado y sin que me viese la guardia, o correrme por las azoteas de la Policía para las casas de familias ya advertidas, entre ellas la del Sr. D. Miguel Riglos.

Para el caso que todo saliese bien había mandado comprar una ballenera y entregarla a un soldado Flores que se me había ofrecido muchas veces, para que se situase con ella en el bajo de la quinta de Laprida, bajada Norte del callejón de Ibañez.  Para que no hubiese equivocación, mandé a Manuel Bazo, que había sido mi asistente en muchos años y que siempre me manifestó cariño, que le señalase el punto fijo en que debía esperarme.

Todo esto tenía en perspectiva y pronto para el momento preciso.

Los soldados que montaban la guardia habían sido soldados míos antes; les había hablado y todos ellos, sin inquirir cosa alguna, se pusieron a mis órdenes con una fidelidad ejemplar.

De antemano había mandado prevenir al general D. Venancio Flores la resolución que tenia de asilarme en la República Oriental.

Contaba con amigos abnegados, a los cuales no tenía necesidad de prevenirles mi resolución.  En primera línea se encontraba D. Juan Arguelles, mi ahijado, y del cual estaba seguro que se haría matar por salvarme.  Este fue mi principal agente para preparad mi evasión.

Con grande interés y abnegación se me brindaban mis amigos D. Martín Sarratea, D. Santiago Torres y D. Marcelino Martínez Castro, al cual comuniqué mi plan que mereció su aprobación.

Ocurría la circunstancia de ser el Sr. Martínez mi enemigo político, y por lo tanto sus compromisos eran mayores para con sus correligionarios.

Debo aprovechar esta oportunidad para hacer pública manifestación de mi gratitud a estos amigos.

Las circunstancias apremiaban y era necesario obrar.

Llegó al fin el día señalado para mi evasión, que era el 6 de Junio de 1854.

El día antes había estado mi esposa y me había despedido de ella obteniendo su consentimiento para salir; consentimiento que necesitaba de la madre de mis hijos, porque había resuelto no volver a mi calabozo, ni caer con vida en poder de mis enemigos, y no quería que ella, la que había sido modelo de virtud y que había sufrido tanto durante mi prisión, me culpase del paso que había resuelto dar, cuando ya estaba ella como yo persuadidos que lo que se quería era mi desaparición.

El día lo pasé en gran agitación y sobresalto.  Todo era una novedad, una aflicción.  El más insignificante ruido me llamaba la atención, hasta que llegó la noche que era de luna, clara, limpia, como para alumbrar mi libertad.  La primera puerta de mi calabozo me la dejaban abierta y esto favorecía mi salida; así es que no tenía que abrir mas que una puerta, la interior.  La guardia era del 2 de Línea, en cuyos soldados tenía más confianza.  Ese día vinieron muchos de los míos y a cuyo cargo estaba el teniente D. Carlos Larravide, el mismo que estaba la noche que el cabo Lezica vino para hacerme fugar.  Entonces estaba al cargo de ellos y no del alcalde, y ahora era la inversa, pues este tenía las llaves.

A las 8 de la noche tuve necesidad de salir de mi calabozo para ver por mí mismo los centinelas que había y si estaba en la puerta un Rojas, a quien tenía que decirle cambiase sus turnos, quedase de plantón hasta media noche y me dejase entrar a Arguelles, quien debía venir hasta los corredores de enfrente a mi calabozo, y con un pañuelo blanco hacerme la señal para salir.

Así sucedió.  A la una de la noche del referido día, D. Juan Arguelles se encontraba frente a mi calabozo y me hizo la señal convenida.

Abrí la puerta con la llave que había hecho, me metí en la garita que se encontraba cerca de mi calabozo.  Tomé el fusil al centinela que allí estaba y que estaba convenido conmigo; me dio su gorra, su capote, la consigna.  En seguida me reuní con el fiel Arguelles y con él salí a la puerta de la cárcel.

Al llegar a la puerta que daba al zaguán, en cuyo medio había un gran farol, que daba una luz fuerte, divisé a mi Rojas paseándose con el arma al brazo.  Lo que nos vio, nos hizo señas que saliésemos.  La noche era clara como el día.

Estaba acordado que este centinela y el del calabozo, Caraballo, habían de venir conmigo porque eran los comprometidos.  El otro que había en el patio de mi calabozo, quedaba durmiendo o haciendo que dormía.

Salimos, pues, sin novedad, y al bajar la vereda empedrada que circundaba la plaza de la Victoria, sentimos un grito de Rojas, llamando al cabo de guardia para que lo relevase.  No dejó de sorprendemos el grito, pero como oímos el motivo, seguimos para el medio de la plaza.  Ya frente a la pirámide, en dirección a la calle Defensa, vimos que se destacaba un hombre encapado debajo los arcos de la recova nueva.  Me sorprendió, pero muy luego reconocí a mi amigo D. Santiago Torres, que me abrió los brazos y me alentó, diciéndome: que todo estaba bien preparado y que los caballos me aguardaban,  por la calle de Venezuela, cerca de la antigua cancha de pelota al cuidado de Manuel Baso.  Reunido a este amigo y a D. Marcelino Martínez, que nos esperaba frente a San Francisco, seguimos solos conversando con tranquilidad.

Pasé por mi casa, golpee la ventana y avisé que ya estaba libre.

Mientras tanto, el amigo Arguelles se había separado de nosotros al llegar a la botica de San Francisco y regresado a la cárcel en busca de los dos centinelas que debían fugar conmigo.

En el lugar donde estaban los caballos, nos reunimos con los soldados y Arguelles que los conducía, y de allí, bien montados, nos dirigimos al puente de Maldonado para de allí seguir en busca del bote que debía esperarme frente al monte de Laprida.

Desgraciadamente no estaba el bote y sea por temor o por torpeza, el hecho era que nos faltaba lo principal y trastornaba mi plan.  Consultamos allí mismo y convinimos en que era preciso proporcionarnos una embarcación.  D. Marcelino Martínez se encargó de irla a buscar en persona a la ciudad, quedando nosotros ocultos en unos pajonales y juncales en la orilla del río, a los fondos de la quinta de D. José María Castillo, donde el mismo Martínez nos llevó.  Allí permanecimos todo ese día y esperamos inútilmente hasta la oración del 7 de Junio.  No apareció ninguna embarcación y como veíamos algunas balleneras a lo lejos, hicimos una bandera con un trapo y la atamos a una vara larga de sauce.  Con ella hicimos señas para que supiesen donde estábamos.  Esto había sido advertido por las lavanderas que estaban en la costa y otros individuos, lo que hizo que preparase el Juez de Paz o comisario una partida para venir a registrar los lugares donde nos encontrábamos; pero un soldado que había sido mío, llamado Madariaga, se anticipó y me dijo: que debíamos salir inmediatamente, lo que efectuamos, reteniendo yo a este individuo para que me acompañase; pues a los demás que estaban conmigo los había mandado a Punta Chica, para que se embarcasen en una chalana que había mandado aprontar desde la tarde.

Al mismo tiempo había mandado aprontar caballos en la chacra de un antiguo oficial, Olguín, hacia donde me dirigí.  Desde los fondos de esta propiedad mandé a Madariaga para que me trajese los caballos, que suponía listos.  La luna empezó a alumbrar en ese momento y con su claridad divisé un grupo de hombres que conversaban en la cuchilla.  Esperando al que había enviado, vi venir un hombre como desprendido del grupo que había visto antes.  Monté a caballo, y cuando quiso acercárseme se lo impedí, ordenándole que siguiese su camino.

Acto continuo me dirigí al bañado de San Fernando; pues el hombre sospechoso que se había dirigido hacia mi, debía ser soldado de alguna partida de campaña.  De allí me encaminé a los tapiales de Ramos Mejía, en donde resolví dirigirme al Rosario por tierra.

En mi marcha, el guía me llevó a la chacra del coronel D. Pedro José Díaz.  Allí me hice anunciar, sin dar mi nombre.  El coronel Díaz, tipo perfecto del caballero, al divisarme, me abrió la puerta de su dormitorio y me invitó a pasar adelante.  Estaba amaneciendo.

Antes de entrar le expliqué la condición en que me encontraba.  El coronel Díaz me respondió: que era un deber de caballero y de amigo el recibirme en su casa, así como lo había recibido yo en la mía, sin mirar las consecuencias.

Ahí quedé dos días en donde reuní hombres, caballos y me proveí de algunos útiles para el viaje.  En seguida marché al Rosario por el camino de la costa.  Al llegar al Arroyo del Medio, nos encontramos con una partida de indios de Pascual Rosas.  Al reconocerme, quisieron llevarme a sus toldos, de cuyo convite me costó mucho el librarme.

Me alojé en la estancia del Sr. Guascochea donde recibí hospitalidad; y allí fui reconocido.  Se dio avisó al coronel Andrade de Santa Fe, jefe de aquel distrito, y éste me mandó cuatro soldados para que me acompañasen.  De allí pasé al Rosario, al Diamante y en seguida al Paraná.  Seguí hasta Gualeguay, en donde encontré al general Urquiza, quien me trató con la mayor franqueza y afecto.

Mucho hizo porque me quedase en Entre Ríos; pero me pareció mas propio y conveniente el trasladarme a Montevideo, donde fui a reposar de tantas fatigas y a esperar el desenlace del juicio que se me seguía, y que se encontraba en la Exma. Cámara de Apelaciones.

Referencia

(1) Excelentísimo Señor: Por más profundo que sea mi dolor, no vengo, Señor, a expresarlo nuevamente a V. E. y a pedir consuelos.  Acaso no me engañe, creyendo que me presento cuando se abre una era del todo nueva para esta desgraciada patria.

Hasta aquí (desde 1810), ha sido la tierra de los porteños un campo donde ha ensayado su acción cada voluntad individual, según su poder y según su intención; mientras que la voluntad general ha permanecido muda, porque no teniendo poder alguno, no ha podido hacer una sola manifestación.  Hoy recién percibimos todos en Buenos Aires la expresión bien pronunciada de un interés patrio; hoy es que quedan satisfechos los votos de los porteños, que pedían Leyes; porque estaban cansados de arbitrariedades, y que clamaban por formas fijas en vez de los caprichos que nos han regado hasta aquí.

¿Y será esta Era, empezada hoy, igual o parecida a la anterior al 11 de Abril en que se ha firmado el acta Constitucional del Estado de Buenos Aires?  De ningún modo, Señor; antes de ese día todos los que habíamos nacido en esta desgraciada patria teníamos el derecho de mejorar de suerte, del modo que nos pareciese mejor; hoy todos debemos sumisión y respeto a las Autoridades Constituidas; y lo debemos con arreglo a la Carta Constitucional. Antes del 11 de Abril, aquella voluntad individual, que era más poderosa o más feliz, era nuestra suprema Ley; y ahora, expresada como está y sancionada la voluntad general, sería un crimen el pretender hacerse superior a ella.

¿Quién puede ser, señor, responsable entonces de lo que se hizo en la patria y por la patria de los porteños, antes del 11 de Abril?  Ninguno, absolutamente ninguno.  Todos hemos errado; y por lo que hace al único ser humano que me interesa en la tierra, no tengo inconveniente para confesar a V. E.: que él creyó como muchos, que puesto que las voluntades de cada uno se habían sublevado contra la voluntad de todos, una voluntad omnipotente era lo único que podía sacamos del caos en que nos hundieron los instintos aislados de todos.  ¿Hubo error en esto, Excelentísimo Señor?  No me atrevo a negarlo; pero la historia, que va a ser mañana nuestro Juez severo, ¿denunciará ese error como el único o como el mayor de los errores argentinos?  No Señor; y lo prueba nuestra ineptitud para constituirnos durante 44 años de reiterados esfuerzos.

Maldito, pues, Excelentísimo Señor, y mil veces maldito el porteño que de hoy en adelante busque en el circulo político a que ha pertenecido el remedio a los males de que pueda aquejarse nuestra patria.  Sancionada la Carta Constitucional del Estado de Buenos Aires, todos loe porteños debemos aceptarla como nuestra única tabla de salvación.  El que a ella se someta hace todo cuanto la patria puede hoy exigir a sus hijos; el que se revele contra ella, prueba que es indigno de pertenecer a esta Tierra.

Animada de estos propósitos, segura de que quien ha dividido su suerte oonmigo piensa lo mismo que yo, vengo Exmo. Señor, ante V. E., llena es verdad de un dolor acerbo, pero inspirada también del más puro patriotismo, a pedir se de principio a nuestra nueva existencia Constitucional, poniendo V. E. en ejercicio, con relación a mi esposo D. Antonino Reyes, la atribución consignada en el articulo 108 de la Constitución del Estado.

Este Porteño se halla procesado y condenado también a muerte por el Tribunal de 1ª Instancia ¿y por qué, Exmo. Señor?  Lo sabe V. E. y me cuesta el decirlo: Mi esposo está preso, ha sido juzgado y condenado a muerte con calidad de aleve por haberse equivocado en los medios do poner término a las desgracias de su patria; y sino, preguntemos, Exmo. Señor, ¿se le acusa de haber degollado, de haber despojado, de haber violentado a sus compatriotas como lo hicieron los asesinos del 40 y 42?  No, Señor; y encarecidamente ruego sea éste sino el principal uno de los primeros objetos del informe que V. E. está obligado a pedir al Tribunal competente; pero permítame V. E. cerrar mi Memorial con una observación más bien humanitaria que hija de mi dolor.  No hay más crímenes en política, nos dice el siglo en que vivimos; que no hay crímenes en política nos lo ha dicho también hasta el 11 de Abril el estado inconstituido de nuestra patria.  Mas los habrá, Señor, y eternamente si el olvido de todo lo pasado (en cuanto a política) no es nuestro punto de partida al resolvernos a hacer una existencia Constitucional.  Tómese V. E. el tiempo necesario para pesar esta y otras consideración; que omito por creerlas a los alcances de una mente tan patriótica como la de V. E.; y cuando pasadas las impresiones que nos hace imprescindiblemente el sentir de muchos, tenga V. E. calma para pensar con la elevación que acostumbra, entonces y solo entonces;

A V. E. suplico, que en atención al carácter político de los antecedentes que mantienen en prisión a mi esposo, Don Antonino Reyes, se sirva mandar sobreseer en su causa, designándole residencia fuera o dentro del estado de Buenos Aires, según y bajo las condiciones que lo estimare V. E. necesario para poder responder de la tranquilidad pública, de que está V. E. encargado.

Carmen O. de Reyes

Fuente

Bilbao, Manuel – Vindicación y memorias de Don Antonino Reyes – Buenos Aires (1883).

Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado

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