Mujeres del Desierto

“La cautiva”, óleo de Juan Manuel Blanes

En las tierras del ocaso, allá en la ancha frontera donde terminaba el mundo del blanco, vivieron hasta fines del siglo pasado mujeres especiales. Fueron las fortineras y las cautivas, blancas e indias.

No hay perfiles muy definidos de ellas, tanto eran hoy mujeres de tropa como podían convertirse mañana en humilladas víctimas del malón.

Es difícil intentar encontrar sus nombres. Mujeres en su mayoría anónimas, cumplieron su importante rol en el desierto. Necesarias compañeras de blancos e indios, fueron en realidad sufrientes protagonistas de la terrible lucha por la tierra en la zona de fractura.

Morochas de piel curtida, ojos achinados y cuerpo fuerte, eran criollas de pies a cabeza. Duras para el frío, sabias en amaneceres repetidos, resistían con igual indiferencia los abrasadores calores del verano pampero.

Las fortineras

Su origen podía ser cualquiera. Desde Buenos Aires al sur o al oeste, provenían de una ciudad, pueblo o un rancho solitario.

De postas incendiadas o ranchos perdidos en el desierto, fueron quedando mujeres solas, tras la muerte de los hombres en las luchas con la indiada. Sin protección ni refugio, la asimilación a las tropas y fortines era a veces una forzada solución.

La fortinera fue la mujer que acompañó al soldado en la campaña y en el fuerte.

Resabios pacatos de mentes pequeñas tiñeron su conducta de vergüenza por mucho tiempo. Despectivamente se asimilaba el término fortinera con el de prostituta. Y como en todas las cosas y todos los tiempos, el vocablo no resiste globalizaciones ligeras. Ranchos, Lobos, Navarro, Luján, Areco, Salto, Rojas, o Mercedes, fueron algunos de los solitarios fortines de la pampa que las cobijaron junto a sus hijos. Recibían ración, y en muchos casos paga, como los hombres.

Las hubo bravas y decididas en la lucha, verdaderos soldados con voz de mando, como Josefa o Pepa la Federala, aquella que luchó en Chascomús bajo las órdenes del Gral. Prudencio Ortiz de Rosas. Decía hacia 1840: Luché “llevando en mi compañía 26 hombres voluntarios a mis órdenes. Fui bombera voluntaria y entré en la trinchera del salvaje unitario Lavalle, donde fui tusada… y sentenciada a muerte teniendo la suerte de escapar…” (1). Pero no siempre predominaba este ejemplo de actitudes varoniles. Las había femeninas, capaces de amar, cocinar, curar, lavar y recibir alborozadas una bella pañoleta de manos de su hombre cuando llegaba el tiempo de paga.

Es costumbre que cada soldado lleve consigo una compañera durante la campaña”, relata William MacCann en su obra “Viaje a caballo por las provincias argentinas”, explicando “el soldado se siente así menos inclinado a la deserción, teniendo una mujer que le haga la cocina, lave sus ropas y remiende sus vestidos…” (2).

Tras finalizar la guerra contra el indio, las parejas que sobrevivieron se aferraron a la tierra en esos mismos lugares, definiendo familias que en muchos casos generaron descendientes que hoy pueblan ciudades de esas regiones.

Las cautivas

La condición de cautiva se imponía como una abrupta realidad, cuando víctimas de trágicas luchas de blancos y maloneros, eran alzadas en vilo para pasar a ser propiedad de los infieles. Hasta los poetas de la época, como Juan Cruz Varela hablaron de ellas en afiebrados versos. Importante es tener en cuenta que la imagen literaria de la cautiva funcionará, como signo de la inversión de una usurpación y un dominio legalizados…(3).

La historia oral ha rescatado una serie de testimonios de cautivas, que ya ancianas relataron hechos y riquísimos detalles de su vida en las tolderías. Cuando recordaban, pues para algunas fue tan violento el rapto que borraron de su mente todo vestigio de vida anterior.

Ese momento, el de la llegada del malón, nos lo cuenta una cautiva de los ranqueles “Yo tenía por ese entonces veinte años…como a las once (de la mañana) mis hermanos menores andaban jugando…y en eso gritaron: disparen…que vienen los indios…sentimos un tropel como si el cerro se viniera abajo…rodeando la casa había como doscientos indios gritando: matando cristiano, yo solo atiné a decir Dios me salve, y disparé para el lado de la barranca, cuando un indio me agarró de las trenzas y me levantó en el aire y me puso atravesada sobre la cruz de su caballo gritando: cristiana linda no matando, llevando toldo…otros indios estaban dando vuelta todo lo que teníamos, algunos tomaban la cuajada con unas escupideras diciendo lindo dulce huinca…” (4).

Largo era el camino del malón hacia la toldería, huían con su botín de cautivos y ganado reventando caballos, dos y tres días hacia el sur, al refugio seguro. Vivir en la toldería, era para la mujer blanca un áspero aprendizaje: codiciada por los indios debía también soportar los celos y desprecios de las mujeres indias. Allí no había rebeldías que dieran resultado. Azotes, días bajo un sol calcinante o pies desollados, quitaban las ganas de huir y defender pudores femeninos. Se aprendía a callar y tener hijos. Para eso eran mujeres.

A veces, pocas en realidad, por gestiones familiares desesperadas u oportunas negociaciones se lograba el retorno. Difícil era también ponerle precio a su libertad. “Llevan 35 cautivas del Salto -declaraba Juan Calfucurá al Presidente Justo José de Urquiza- y el Capitán Ruiz no se ha portado muy bien, pues sólo me ha dado por rescate 350 pesos plata… Estoy haciendo diligencias para juntar otras cautivas para cuando Ud. las mande a buscar, pero le aviso que la pobreza en que estamos, que en el Azul las pagan mejor…” (5).

Distinta fue la tasación que hizo el cacique Guechun, cuando a su paso por Río Cuarto, desde tierras bonaerenses, le robaron a la cautiva y sus estribos de plata. En su reclamo valuaba a la cautiva en “un bozal de plata, tres frenos de copas, tres pares de virolas, un pellón azul, dos paños colorados y dos azules, una manada de yeguas, dos chaquetas, un poncho blanco y una sabanilla colorada…” (6).

Otras veces era en una entrada de las tropas de frontera a las tolderías cuando se las rescataba. Así se conocía el enorme radio de las rastrilladas indias, basada en el íntimo conocimiento de las cruciales aguadas, que posibilitaban una amplitud de movimiento desde Buenos Aires hasta Chile, ámbito donde practicaban el comercio intertribal de mujeres blancas.

En 1834 el Gobernador interino de Buenos Aires al gobierno de San Luis “…tiene la satisfacción de comunicar…que existen en esta ciudad las cautivas rescatadas Felipa García y Melitona Figueroa, oriundas de la provincia al mando de V.E. a fin de que se digne hacer transmitir a su deudos esta noticia …Manuel V. Maza” (7). A lo que el Gobernador puntano Juan Gregorio Calderón contesta: “el gobierno de San Luis, ha recibido la nota de S.E…en que se sabe notificado hallarse en aquella capital dichas cautivas Felipa…y Melitona, oriundas de esta provincia, lo que inmediatamente fue puesto en conocimiento de sus deudos” (8).

Lo cierto es que el rescate tenía otra implicancia también, el abandono materno de hijos nacidos en los aduares indios. Ellos quedaban, convirtiendo a sus madres en mujeres partidas. Junto a sus familias cristianas, si se atrevían a volver a sus pagos, con infinita pena por los hijos perdidos para siempre en el polvo de la toldería.

También hubo tenaces mujeres que no aceptaron nunca el cautiverio, planificando día a día la huida. Esta se frustraba la más de las veces por la falta de agua o caballada para hacer la travesía, pero esos fracasos servían para agudizar la mente y preparar mejor la partida.

Así lo logró María del Señor, cautiva de origen incierto que había sido llevada junto a su bebé primero al Cuero (9) y luego hacia la Jarilla, tras el río Quinto. Grande era su dolor al ver su sueño de vida cortado por el malón. Extrañamente atribulado, su captor le decía “que no fuese tan triste; porque entre ellos lo había de pasar mejor”. (10) En una noche luego de una fatigada incursión, cuando la indiada dormía exhausta comenzó a tomar distancia. Diecisiete días anduvo con su niño, caminando siempre al norte, hasta que Dios compadecido puso una tropa en su camino errante.

La otra cara de la moneda era la vida de las indias cautivas.

Esta tragedia, en identidad con la mujer blanca, venía desde los tiempos de la conquista. Epoca en que muchas indias de la región central del país eran llevadas aprisionadas en atormentadoras colleras (11) a cruzar la cordillera de los Andes para servir como mano de obra barata en Chile.

Siglos más tarde las malocas (12) arrasaban las tolderías, ejerciendo igual ley feroz.

Estas indias cautivas eran repartidas en servidumbre, en número según conviniera a sus nuevos patrones, sin importar el corte vincular que producían entre hermanas, o madres e hijas, para toda la vida.

Hacia 1837 la cacica Luisa fue conducida en cautiverio a Chacarita, en la ciudad de Buenos Aires junto a los caciques Caniullán y Guayquil. (13). Muchas de ellas perdieron su libertad en la gran retirada, cuando Roca avanzaba hacia el sur. La parte siempre débil de los pueblos, ancianos, mujeres y niños constituyeron un triste grupo agonizante que huía a pie azuzados por el frío y el hambre: dispersas y perdidas, las indias fueron fácil presa de los expedicionarios en sus batidas al desierto.

Impuestas a una nueva vida, la mayoría de ellas murieron de nostalgia y tristeza, aisladas 31 por el trato discriminatorio de los blancos.

Son deudas impagables, con las que carga la historia. Porque indudablemente, fueron mujeres condenadas a un desgarrante sufrimiento. Unicamente con su genérico nombre de fortineras y cautivas las recordamos, como parte de los que hicieron este país en tiempos de desencuentros.

Referencias

(1) Juan A. Pradere, Juan Manuel de Rosas: su iconografía. Buenos Aires, 1914, pág. 139. Citado por Exequiel C. Ortega en su trabajo “La mujer fortinera“. Revista Na 26. Publicación de la Universidad Nacional de La Plata.
(2) William MacCann, Viaje a caballo por las provincias argentinas. Traducción y nota preliminar de José Busaniche. Con un apéndice documental.
(3) Cristina Iglesia, Julio Schvartzman, Cautivas y misioneros. Mitos Blancos de la conquista. Catálogos editora. Cap. Federal 1987.
(4) Humberto Silvera, Doña Tiburcia Escudero. La cautiva de los ranqueles. Recuerdos del ExComisionado Municipal del Morro (San Luis), de los relatos de Dona Tiburcia. (5) Archivo del Gral. Mitre, Tomo XVII. Citado por Reynaldo A. Pastor en La guerra con el indio. Pág. 311. Buenos Aires, 1942.
(6) Archivo Histórico de la Provincia de Córdoba. Río Cuarto 9-4-1826. Gobierno Caja.92. Año 1826. Oficio de Arguello al gobierno.
(7) Archivo Histórico de la provincia de San Luis. Documento 5611. Carpeta 57. Fecha: 17-11-1834.
(8) Archivo General de la Nación. Sala X. Legajo 5-8-6. San Luis: Gobierno. 1826-1852.
(9) Importante toldería situada en el centro de la pampa, verdadero aguantadero indio, donde por muchos años no se animaron a entrar las tropas del ejército.
(10) Archivo Histórico de la Provincia de Córdoba. Tomo 214-E. Oficios del Comandante Oyarzabal al Gobernador López. 1848.
(11) Instrumento de tortura empleado para impedir las fugas. Construido con hierro, unía una persona con otra por el cuello.
(12) Expediciones organizadas por hombres blancos.
(13) Archivo General de la Nación. Sala X. Legajo 25-5-1. Lista de racionamiento. 1837.

Fuente
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
Portal www.revisionistas.com.ar
Revista de Historia Bonaerense del Instituto Histórico del Partido de Morón, Año IV, Nº 13, Abril (1997)
Videla Tello, Prof. Norma – Mujeres del desierto. Cautivas y Fortineras.

Artículos relacionados

La soldadera
La mujer del soldado
La milicia y la mujer

Se permite la reproducción citando la fuente: www.revisionistas.com.ar