16 gobernadores en 18 meses

La Rioja

Del 16 de enero de 1867 al 16 de julio de 1868 tuvo La Rioja 16 gobernadores. Uno ejecutó el mando en cuatro épocas diferentes dentro de ese período, y después fueron electos en dos ocasiones diversas cada uno, siempre dentro de dicho período.

Las formas y procedimientos para llegar a tan alta investidura fueron las más variadas. Hasta se dio el caso único en la historia patria de que las señoras confirieran a un ciudadano esa dignidad.

El primer gobernador de la serie fue el mayor Julio Campos, que, electo por tres años el 15 de marzo de 1964, terminaba su mandato en igual fecha de 1867. Cuando estalló la rebelión de Cuyo, encabezada por los Saá, Juan de Dios Videla y otros, Campos marchó con una pequeña fuerza riojana a ponerse al frente de las milicias de San Juan y combatir a los revoltosos.

Al efecto, solicitó licencia de la legislatura y delegó el mando en su ministro general, Dr. Guillermo San Román, derrocado poco después por las fuerzas que tenía reunidas en la capital. El alzamiento tuvo lugar el 2 de febrero de 1867.

El mismo día, al anochecer, la oficialidad de los pueblos sublevados eligió gobernador interino a Francisco Alvarez, en los portales de la iglesia matriz, sin actas, ni formalidad alguna.

Alvarez invitó por nota a San Román que había huido a Catamarca, para que dentro del tercer día volviera a ocupar su puesto, con la seguridad de que se acataría su autoridad. La invitación, por cierto, no fue aceptada, y Alvarez, que no quería verse envuelto en acontecimientos que tomaban mal cariz por la incorporación de caudillejos montoneros que a la noticia del movimiento afluyeron a la ciudad, resignó ante ellos el gobierno.

El más audaz o más calificado de los mismos, Carlos Angel, lo asumió por sí y ante sí, y nombró ministro al ciudadano chileno Ricardo González, residente en La Rioja.

Al aproximarse el general Taboada, que venía a batir la montonera, ella se retiró a Chilecito, punto a que no tardó en llegar Felipe Varela con una escolta, procedente de Jáchal, provincia de San Juan.

A estas fuerzas se unieron las que obedecían al chileno Estanislao Medina, Severo Chumbita y otros capitanejos que merodeaban en los departamentos del oeste y norte. Con este ejército de 5.000 hombres más o menos y dos piezas de artillería, marchó Varela a presentar batalla a Taboada que ocupaba la capital desde mediados de marzo.

San Román, no pudiendo ya ocupar el gobierno como delegado de Campos, que había terminado el 15 del indicado mes de marzo, se hizo elegir en calidad de provisorio por un reducido número de vecinos.

Comunicó el hecho al general Taboada, al mismo tiempo que se dirigía a este jefe el presbítero Juan Vicente Brizuela pidiendo ser reconocido como gobernador constitucional, en su calidad de presidente de la legislatura.

Taboada contestó muy sensatamente que no estaba para atender discusiones extrañas a su misión, que era pacificar la provincia dominada por la rebelión hasta el grado de no disponer de más territorio que el pisado por sus soldados.

San Román y Brizuela continuaron llamándose platónicamente gobernadores, mientras de hecho lo era el general en jefe del ejército del norte.

Derrotado Varela el 10 de abril de 1867 en la batalla de Vargas pudo recién pensarse en la constitución de un gobierno provisorio por voluntad popular hasta donde fuese posible en aquellas circunstancias.

Y, en efecto, el día 30 de este mes una asamblea de 61 ciudadanos vecinos de la capital se ocupó del asunto, dividiéndose los sufragios entre Cesáreo Dávila y Manuel Vicente Bustos. Resultó el primero triunfante por un voto.

El general Taboada se marchó con su ejército a Santiago del Estero, una vez organizado este gobierno, confiando al mismo el encargo de restablecer definitivamente el orden en la provincia. Pero sin elementos de ningún género para ello, dejarlo abandonado a sus solas fuerzas era entregarlo a la montonera.

Fue así que al primer rumor de que ésta se aproximaba, Dávila emprendió la fuga con sus empleados y se instaló en la villa de Capayán, provincia de Catamarca.

Pronto supo que era falsa la noticia que tanto lo alarmara y volvió a su sede, para desertarla en seguida, pues ahora eran ciertos los lobos: el gaucho Sebastián Elizondo con una partida estaba a las puertas.

Dávila y su pequeña corte se estableció esta vez en Chumbicha, primera población fronteriza de Catamarca con La Rioja.

Todos los ciudadanos de alguna significación habían desaparecido en aquellos momentos, unos siguiendo a Dávila y otros para ocultarse en los cerros o en la misma ciudad. Varios se asilaron en los entretechos de la iglesia de Santo Domingo.

En este desamparo las señoras se reunieron a deliberar y resolvieron encargar del gobierno a Lorenzo Pizarro, anciano respetable que hablaba en falsete, usaba una peluca de gran cabellera y solía desempeñar las funciones de juez de paz.

Creyeron sin duda las señoras que las insignias del mando son de tal eficacia que bastaría que alguien las ostentase para mantener en orden al pueblo bajo. Este gobernador, especie de rey de las ranas, tuvo una vida bien efímera, pues a los dos o tres días la montonera ocupó la ciudad.

Elizondo pensó también que era necesario nombrar un gobernador. Se acordó de Lorenzo A. Blanco, otro anciano muy respetable e iglesiero, con quien en otro tiempo había tenido amistad, y lo mandó buscar para encargarle de esas funciones. Blanco tenía una tiendita y por salvarla del pillaje, consintió en el gobierno, del que sin más preámbulo quedó incautado.

Empezaron los clarines con sus dianas y a quemarse cohetes voladores, cuando en medio de los festejos vino la noticia de que la chusma estaba saqueando la tienda de su excelencia. Don Lorenzo dijo, como Sancho, que gobierno que no da sino sustos no vale la pena tenerlo, y lo largó. A poco llegó Felipe Varela y lo asumió, nombrando jefe de policía al vasco ladrillero Ugarte.

A fines de junio el general Taboada volvió a La Rioja y a la aproximación de sus avanzadas, Varela se retiró precipitadamente. Taboada restableció en el mando a Cesáreo Dávila, que venía en su compañía, y regresó a Santiago o Catamarca a principios de agosto.

La provincia se encontraba entonces relativamente tranquila, libre de los montoneros más tenaces y prestigiosos que durante años la azotaron. Desde luego el Chacho había muerto y Varela salido del territorio nacional para no volver ya.

De Carlos Angel, Gabriel Martínez, Aurelio Zalazar y Severo Chumbita se ignoraba el paradero. Los dos últimos fueron posteriormente prendidos y entregados a la justicia federal, que condenó a muerte a Zalazar y a presidio a Chumbita.

Santos Guayama y Elizondo se sometieron, y Carlos Alvarez pereció en el martirio del cepo colombiano a que lo condenó el mayor Irrazábal. Antes habían muerto también Lucas Llanos, en la cárcel pública, , Berna Carrizo en el banquillo por sentencia judicial, y Mercedes Chumbita ejecutado militarmente.

Bajo estos auspicios favorables, Dávila empezó a hacer gobierno y también política, pues se aproximaba la elección presidencial, en la que se le ocurrió intervenir en pro de la candidatura Elizalde.

Este error dio por resultado la revolución sarmientista del 10 de noviembre de 1867 que lo derrocó, poniendo en su lugar al doctor Serafín de la Vega. Dávila, cuyo sino era gobernar con el caballo ensillado, emprendió de nuevo su conocido camino a Catamarca.

Durante esta revolución tuvo lugar el asesinato del ciudadano Justo Ascoeta, suegro del doctor San Román. Desde un corredor de su casa, cercana a la de gobierno, observaba lo que ocurría, cuando un hombre del pueblo, de los revolucionarios, introducido clandestinamente por los fondos, le hizo un disparo de fusil casi a quemarropa y lo dejó muerto en el acto. La voz pública dio el nombre del malhechor: Agustín Palacios (a) “El Lata”; pero el crimen quedó siempre impune.

En esta revolución sucedió también un hecho cómico que durante mucho tiempo fue objeto de risueños comentarios. Un catamarqueño de apellido Iturbe se entroncó en una familia numerosa de La Rioja, compuesta casi exclusivamente de señoras, entre las que gozaba de mucho cariño por su carácter servicial, bondadoso y chacotón.

Este sujeto se halló envuelto en la revolución de la manera más inopinada. Los autores del movimiento invitaron a los amigos de causa a un almuerzo popular en un naranjal hermoso que había en la ciudad. De este almuerzo debía salir la revolución.

Iturbe fue de los convidados y de los que más animaron la reunión con su entusiasmo y alegría. En el momento oportuno empezaron los vivas y los mueras, y nuestro hombre gritaba y alborotaba como ninguno. Por fin la concurrencia salió a la calle, el motín se formalizó y distribuyéndose ocultamente las armas, la pueblada se dirigió al cuartel. Muy ajeno de lo que en realidad se trataba, Iturbe iba en la punta excediéndose en sus manifestaciones partidistas; pero cuando el tiroteo comenzó, los vapores del vino se disiparon, vio claro el peligro en que se encontraba y puso pie en polvorosa.

No juzgándolo seguro si corría por la calles, porque una bala perdida podía alcanzarlo, tomó la precaución de saltar paredes y cercos, para atravesar manzanas y llegar a su casa.

Las señoras, como es consiguiente, lo recibieron con grandes demostraciones de alegría, que luego se trocó en llantos y lamentos cuando manifestó que venía herido.

- ¿En dónde es la herida?, le preguntaban, ¿Con qué te la han hecho? (porque a la vista no aparecía).

- No sé –contestaba-, pero la sangre me corre…. No sé en donde, pero estoy lastimado… No sé si es hachazo…. puntazo…. o balazo… pero me voy en sangre… Vean ustedes…. Y se entregaba.

Entre todas lo desnudaron apresuradamente, porque el hombre desfallecía por momentos y parecía próximo a expirar. Por fortuna estaba ileso y la sangre que corría…. no era sangre!

Serafín de la Vega gobernó hasta el 1º de enero de 1868, en que la intervención nacional solicitada por Dávila desde Catamarca, repuso a éste en el ejercicio de sus funciones, con la precisa advertencia de ocuparse inmediatamente de la organización constitucional de los poderes públicos de la provincia.

Como Dávila se diera largas para el cumplimiento de este deber, el interventor José M. de la Fuente lo conminó e hizo presente que no tenía otro objeto el nombramiento irregular que había recibido y que sólo pudo ser aprobado por las circunstancias excepcionales en que el estado se encontraba, como un medio de establecer el orden legal.

El interpelado prestó a estas insinuaciones oído de mercader, por lo que el señor de la Fuente anunció que se retiraba a Buenos Aires a recabar las nuevas instrucciones que la situación exigía.

En el acto de ausentarse el interventor Dávila sin medios para hacer frente a la oposición que antes lo derrocara, abandonó su silla y se marchó una vez más a Catamarca.

Acéfalo el gobierno, una reunión de vecinos celebrada el 16 de febrero de 1868 nombró nuevamente a Serafín de la Vega para desempeñarse interinamente.

De regreso el interventor nacional, dada la actitud de semirebeldía de Dávila, nombró a fines de marzo gobernador provisorio a Vicente Gómez con misión igual a la que Dávila se resistió a llenar.

Bajo este gobierno, en efecto, se practicaron elecciones en toda libertad para la primera magistratura de la provincia. El colegio electoral presidido por el doctor Lisandro Castellanos designó para ella por el término constitucional de tres años al doctor José Benjamín de la Vega, juez federal de San Juan en esas circunstancias.

La legislatura el 12 de julio del mismo año 1868 nombró al teniente coronel Nicolás Barros para ejercer el mando mientras lo asumía el doctor De la Vega.

Queda sí formada la lista de los 16 gobernadores en 18 meses, en esta forma: Campos, San Román, Alvarez, Angel, Taboada, San Román (otra vez), Brizuela, Dávila, Pizarro, Blanco, Varela, De la Vega (S.), De la Vega (S.) (nuevamente), Gómez, De la Vega (J. B.), Barros.

Fuente
De la Colina, Salvador – Crónicas riojanas y catamarqueñas, J. Lajouane & Cía. Editores, Buenos Aires (1920)
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
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